viernes, 30 de octubre de 2009

Día de Brujas: Estado CSI

[O cómo terminar por parecerse a lo que uno detesta]


Fuente: img.arrebatadora.com.


Es muy difícil determinar la preeminencia de un derecho sobre otro, cuando acaece un conflicto entre dos bienes jurídicos protegidos. En Derecho penal, que es en general aquél en donde se presenta más frecuentemente este problema, hay señeras jurisprudencia y doctrina que echar mano para resolver algunas situaciones.

Un caso paradigmático de laboratorio es aquél que se presenta en un naufragio, cuando dos personas intentan asirse al único objeto que flota y que sólo puede suspender a una de ellas. En tal caso, el Derecho ha resuelto que, quien violentamente desaferra al otro náufrago, determinando su muerte, para salvar el propio pellejo, es pasible de reproche penal (es condenado por homicidio) pero no de la aplicación de la pena (es mandado de vuelta a su casa). Es decir, es imputable pero no punible.

Ello resulta así, ante el conflicto de dos bienes jurídicos de igual jerarquía, en el entendimiento de que allí juega el instinto de supervivencia, y que el individuo hará lo que sea necesario para salvar su propia vida. Cuando se trata de una vida por otra, y no mediando agresión, la solución es ésa. En cambio, si el otro náufrago tenía consigo, por ejemplo, a un bebé, y ambos terminan por ahogarse por nuestro afán de aferrarnos al madero o al salvavidas, el autor de homicidio terminará siendo detenido y privado de la libertad. Es decir, su conducta será penada.


Fuente: rostamazadi.blogspot.com

Hasta ahí, todo clarito. Ahora bien, como dije al principio, el problema se presenta ante la colisión de dos bienes jurídicos de distinta jerarquía. Si un delincuente entra o intenta entrar en nuestra casa, armado, y nosotros le damos muerte para asegurar la seguridad de nuestra familia, allí el derecho que tiene preeminencia es sin dudas el nuestro, y estamos ante una hipótesis de legítima defensa. Para explicitarlo más claramente, el ordenamiento exige que la fuerza empleada para repeler la agresión sea razonablemente proporcional a la capacidad de daño del agresor. Es decir, si el delincuente es un joven enclenque que viene a robarnos a puño desnudo, y uno es un patovica de 120 kilos, experto en artes marciales, no se puede argumentar legítima defensa si se le descerrajan al delincuente tres tiros en el pecho.

Existiendo legítima defensa, no hay reproche penal alguno, y la persona resulta absuelta (o sea, inocente). Lo mismo ocurre ante el caso de estado de necesidad. Cuando se causa un mal para evitar otro mayor que uno no generó. Por ejemplo, ante una emergencia médica en que está comprometida la vida de un tercero, alguien se sube a un auto que no es suyo y conduce al necesitado a un hospital, o toma un celular ajeno y hace una llamada al SAME.

En los casos de colisión de valores de distinta jerarquía, cuando uno de esos valores es la vida humana, la solución parece bastante sencilla. No ocurre lo mismo respecto de prácticamente la totalidad del resto de los bienes jurídicos protegidos, y siempre se entra en un terreno árido donde las ideologías y las escalas morales comienzan a jugar un papel determinante.

Uno de los criterios que se ha empleado es el de la escala de graduación de las penas que hace el Código Penal. Pero como dicho código no es otra cosa que el producto de coyunturas sociales cambiantes a lo largo del tiempo, a veces de necesidades específicas de política criminal, ese criterio no resulta del todo apropiado. Por ejemplo, en cierto momento del siglo pasado, ante una oleada de delitos que temían las autoridades fuera indetenible, al robo de automotores empleando armas se le atribuyó un mínimo de pena de 9 años, es decir, superior al del homicidio simple.

Lo cierto es que históricamente (y me refiero a la historia de nuestro tiempo breve en el mundo adulto, y no de los siglos de los siglos), la doctrina y la jurisprudencia le han dado mayor valor al derecho a la intimidad y al derecho a la integridad física, que al derecho a la identidad.

Esa tendencia, con el encumbramiento de ciertos factores de poder con intereses diversos que los que estaban aceptados hasta entonces, se ha ido revirtiendo, hasta ubicar al derecho a la identidad en un plano muy trascendente, por encima de casi todos los otros derechos. Y no me refiero al acto en sí de sustraer a un menor de la custodia de los padres, reteniéndolo u ocultándolo o cualquier otra cosa, que desde 1995 tiene una pena de 5 a 15 años (art. 146 CP). Ése es un delito gravísimo, que evidentemente debiera tener la misma protección que la vida humana, pues la vida de los padres es arruinada definitivamente con una acción tan aberrante.

Me refiero, en cambio, el más módico (?) derecho que le asiste a una persona a conocer la identidad de otra.

Yendo para arriba en la escala de los valores, hablaré sucintamente del derecho que le asiste a una persona a conocer la propia identidad. En tal caso, ante la sospecha de determinada paternidad (máxime si la misma procede, por ejemplo, de un futbolista famoso) una persona o su madre o su tutor legal puede iniciar una acción de reconocimiento, y pedir un examen de ADN. Pero el juez no puede, para asegurar ese derecho a la identidad, determinar que compulsivamente se le extraiga sangre, o de cualquier manera se avasalle la intimidad del sospechado de paternidad. En tal caso, se considera al derecho a la intimidad del supuesto padre como preeminente respecto del derecho a la identidad del supuesto hijo.

La ley ha generado, mediante una presunción absoluta, una ficción que aporta la solución a ese conflicto: si el requerido pasible de ser examinado se niega, se presume que efectivamente es el padre. Le pasó al técnico de nuestro seleccionado nacional. Que aunque nunca tuvo bien adentro la aguja de la jeringa hipodérmica que le extrajera la sangre, debió hacerse cargo económicamente, y por una significativa cuota mensual, de cierto italianito que parece que se le parece bastante. Y que chupe esa mandarina…




En cambio, cuando está en juego la identidad de determinado joven sospechado de ser hijo de desaparecidos durante la dictadura militar de 1976, ni siquiera resulta un valor relevante la invocación del derecho a la intimidad del propio beneficiario de la acción conducente a establecer la identidad. Es decir, el propio joven al que se pretende asegurar un derecho. Situación paradójica si las hay. Y que nos conduce a la siguiente conclusión, que no creo que sea liviana o precaria: parece ser que el derecho que tiene preeminencia es el de la presunta abuela, o tal vez ni siquiera; más bien, el derecho de cierta organización que se arroga la representación de determinadas abuelas para conocer la identidad de esas mismas abuelas respecto del joven del caso. Es decir, si efectivamente esas abuelas son abuelas de ese joven. O alguna de ellas pudo haberlo sido. O si el joven pudo tener una abuela diferente que aquéllas que él conoció desde chico.

Muy complicada la cosa. Cualquier juez con mediano sentido común, diría que el derecho de un joven a su intimidad es más importante que el derecho de una señora mayor a saber si es su abuela. Mucho más aun, que el derecho de determinada organización a saber si ese joven tuvo una abuela diferente de las que tiene o tuvo.

Ello resulta más trascendente todavía, si se tiene en cuenta que el joven del caso, tiene a estas alturas, entre 27 y 33 años, y es por lo tanto lo bastante grandecito como para decidir a qué abuelas visitar, o a qué señoras ayudar a cruzar la calle. Y si quiere saber o no saber determinadas cosas de su pasado.

Porque, más allá del incontestable derecho a la intimidad que le asiste, y que ampara a un padre frente a las pretensiones de su hijo pero a este joven no, la colisión de derechos aquí también se produce entre el derecho de una persona a conocer –o no- su identidad y el derecho de otra a conocer la identidad de esa persona.

Uno de los caracteres definitorios del concepto de derecho subjetivo, es que justamente ampara a aquella persona que resulta su titular. Es decir, el derecho a la identidad ampara al joven y no a la presunta abuela u organización reclamante. Caso contrario, no se trataría más de un derecho subjetivo, puesto que no hay sujeto que resulte su titular. El otro gran carácter definitorio del derecho subjetivo, es que su titular (otra vez: el joven) tiene la libertad de ejercerlo o de no hacerlo. Si no tuviera esa libertad, no se trataría ya de un derecho sino de una obligación.



En tal caso, no podría hablarse jamás de colisión de derechos sino de la colisión entre un derecho y una obligación.

El principio constitucional del equitativo reparto de las cargas públicas indica, para esa situación, que si el joven del caso tiene la obligación de conocer y dar a conocer su identidad al mundo ante el reclamo de cualquier persona u organización, todos los demás habitantes de la Argentina deberían cargar con una obligación semejante. O sea, al presunto padre futbolista de éxito, por ejemplo, también lo deberían compeler a sacarse sangre o a someterse a cualquier procedimiento semejante ante el pedido de cualquier madre o de cualquier niño. Y a cualquiera de nosotros cualquier tercero por cualquier causa también nos podría obligar a hacernos una pasadita por el laboratorio para “aclarar ciertos puntos” que el peticionante tenía oscuros o sospechados por sus personales motivos.

Porque a los derechos subjetivos que tenemos a la libertad, a la intimidad, a la identidad, ocurre que los ha solapado un más solemne y trascendente derecho celestial a la Verdad Verdadera, que transforma todos nuestros derechos preexistentes en ilusorios, y nos devuelve en cambio una concreta realidad: la obligación de someternos a una pesquisa de orden superior, a pedido de los custodios de las puertas del Cielo.

Entramos en una hipótesis, el lector claramente ya lo pudo atisbar, de un Estado policial de carácter totalitario, en el cual cualquiera puede reclamar de cualquiera que se preste a policiales pesquisas sobre cosas que no son del interés del pesquisado.

También podría establecerse, como en el caso de las reclamaciones de paternidad, una presunción absoluta ante la negativa del sujeto a prestarse a la pesquisa que le reclama un extraño o una organización colectiva. Pero esa solución evidentemente no sirve a los intereses de esas organizaciones colectivas, puesto que, lo más que puede presumirse en tal caso, es que el joven es hijo de desaparecidos. Nunca de quién de los desaparecidos es hijo, y por tanto, de qué abuela es nieto. No sirve a los efectos del supremo bien absoluto del derecho celestial a la Verdad.

Además, esa solución no conforma, puesto que el joven que se rehúsa a someterse a semejante examen, de alguna forma, ya ha expresado su sentir y parecer respecto de la cuestión, y una presunción legal no torcerá un ápice su posición espiritual o sus convicciones en relación con ese asunto.



Entonces, llegamos a esta perturbadora propuesta. Que se obligue compulsivamente al sujeto a someterse a la extracción de ADN para nutrir un banco de datos o para contrastar con los datos ya recolectados del mismo banco. Se ha llegado a decir que, ante una negativa firme, y para evitar el uso de la violencia física, bien puede la autoridad irrumpir en su intimidad, e incautar el cepillo de pelo para extraer el ADN de los cabellos adheridos, y yendo más lejos en esta pesquisa policíaca estilo CSI, incautar las sábanas para encontrar baba o poluciones nocturnas que puedan servir a esos efectos.



Ya llegados a este punto, nos encontramos con la expulsión de una ya añosa miembro de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH), por expresarse públicamente en un sentido similar al de este artículo. O sea, que quienes protegen los derechos humanos, “sin distinción de credos o ideologías” han decidido echar de sus filas a una afiliada que invocó, en esta opinable liza del conflicto de bienes jurídicos protegidos, el derecho a la intimidad, al derecho a la propia identidad subjetiva, el derecho a la igualdad, y finalmente, el derecho de la propia invocante, a opinar como le parezca.

Ya hace tiempo que todo el entramado de los derechos humanos se fue desnaturalizando. Pero no debemos olvidarnos nunca de su antecedente más concreto: el de los derechos del hombre en cuanto ciudadano. Es decir, los derechos subjetivos que amparan al ciudadano, y que lo protegen de los abusos que cualquier poder o cualquier colectivo quieran provocarle, invocando más genéricos dogmas, ajenos al individuo. Entre esos dogmas, herramientas para los avasallamientos de los derechos de los individuos en cuanto ciudadanos, ha aparecido un nuevo haz de consagraciones difusas, y por tanto peligrosamente totalitarias, bajo el equívoco mote de “derechos a la verdad y a la memoria”.

Pero un Estado de Derecho, y tampoco hay que olvidarlo, halla la verdad asegurando los derechos de sus ciudadanos y su memoria en las leyes que le dieron origen y fundamento, principiando por la absolutamente ignorada y mancillada Constitución Nacional.


En fin, me pareció un tema propicio para el día de brujas…


Fuente: mastersport.blogspot.com

miércoles, 28 de octubre de 2009

Fútbol para todos (los de acá)

La imagen con las Toritas persigue un obvio efecto marketinero de parte de este blog. [Fuente: Taringa]


A mí, que por motivos ya explicados un año y medio atrás, seguí la campaña de Olimpo de Bahía Blanca en Primera División en 2005-2006, esta nueva bombeada de Lunati a favor de Vélez no me sorprende (minuto 48 del segundo tiempo, ingreso al área de Zárate e increíble piletazo que sólo un tipo con mucha mala leche puede sancionar como penal).

En aquella ocasión, también jugando de visitante, el equipo de Liniers fue vergonzosamente favorecido por esa caricatura de árbitro, que no cobró un grosero penal a favor del equipo bahiense cuando estaba ganando 2-1, que adicionó luego 7 minutos, hasta que Vélez lo empató con un gol en off side. Ese año Olimpo descendió, luego de hacer -pese a los boicots arbitrales- una muy buena campaña, de sumar 49 puntos y desplegar un fútbol vistoso y fino. Ese año Lunati, que recién estaba empezando en Primera, fue promocionado, y pasó a arbitrar partidos importantes.

Tal vez la condición para ser promovido por la AFA sea hacer de vez en cuando algún dirty work... Como éste de anoche, favoreciendo a Vélez, uno de los más grandes favorecidos que he visto en mi vida (Gareca diciendo que ellos tienen por política no quejarse de los arbitrajes; pregunto yo: ¿de qué se pueden quejar, si hasta un campeonato obtuvieron por decisiones absurdamente parciales a su favor?). Claro está, el encumbramiento de Vélez no es casual: institución modelo, buen trabajo de inferiores, hinchada blandita que no hace destrozos ni aprieta...

Lo que temo es que tampoco sea casual la terrible manera de perjudicar a Atlético Tucumán. A los equipos de Capital y GBA les molesta sobremanera tener que viajar para jugar partidos, y entonces la AFA, que es su títere, arbitra las medidas necesarias para que los equipos del interior estén el menor tiempo posible en Primera. Y sobre todo, que no haya más de dos por vez. Atlético vino a sustituir a San Martín, y a su vez será sustituido por Unión, o por Rafaela. Y Godoy Cruz es probable que también descienda al cabo de este año futbolístico.

No resulta importante la constatación de las impresionantes convocatorias de público de los equipos del interior, de la auténtica pasión que despierta su participación en las grandes ligas, de los esfuerzos que deben hacer para armar un equipo competitivo y viajar decenas de miles de kilómetros al año, pagando hoteles y pasajes fecha por medio.

En la fecha anterior, también una "desafortunada" decisión arbitral signó el triunfo de Estudiantes de la Plata contra los tucumanos (también por penal que no fue), y antes le pasó lo mismo en Tucumán con Independiente. Porque encima lo perjudican en su propia casa, aprovechando el natural pacífico de la parcialidad local, alejada (por ahora) de los vicios más frecuentes en los equipos de la megalópolis.

En fin, no sé por qué cuento esto, que acabo de ver en un resumen de ESPN. Cada vez estoy más susceptible a las injusticias.

miércoles, 14 de octubre de 2009

Slumdog Millonaire



Slumdog Millonaire. Gran película del implacable Danny Boyle (Trainspotting, 28 days later), con su humor corrosivo característicamente irlandés, que permite sortear con esa pizca de indolencia existencial frente a la inconmensurable magnitud paradojalmente insignificante del fenómeno de la vida, los más escabrosos y terribles escollos de la anécdota lúdica de nuestro paso por el mundo.

Y esos escollos pueden ser de imponente estatura en un país como la India, en el cual el régimen de castas ha determinado desde siempre que los chandalas (los descastados o viles, hijos de un matrimonio mixto, en el cual el padre fuera sudrâ, es decir, esclavo o siervo) sólo pudieran realizar los trabajos considerados impuros, no pudieran habitar en las ciudades, ni bañarse en los ríos, y no beber de otra agua que la de los charcos y sumideros. Un país en el cual todavía es preocupante el nivel de infanticidios de recién nacidos de sexo femenino, que pueden acarrear la ruina de las familias, por el costosísimo sistema de dotes que conlleva luego el tener que “ubicar” a la niña en un matrimonio.

En un contexto así, a nadie le correrá un escalofrío por la espalda al enterarse que la película del caso está basada en hechos reales. Ni siquiera cuando esos hechos conlleven prostitución infantil, violencia callejera, la industria del mendigaje, condiciones sanitarias inconcebibles, la provocación deliberada de una ceguera en un chico para que obtenga mayores limosnas, y todo otro tipo de sevicias y lacras sociales.

Y cuando hablo de nadie me refiero, lógicamente, a nadie por aquí, por la Argentina. ¿Quién no ha visto alguna vez a niños mendigos en el subte o en los andenes ferroviarios con alguna extremidad deformada por la temprana atadura de sogas para provocar esa invalidez, método atisbado en la famosa leyenda griega de Edipo (“tobillo”), o directamente con un miembro amputado? ¿Acaso no fue parte de la industria de los juicios contra el Estado la presentación de demandas de parte de abogados que representaban a indigentes que “se caían” del tren y perdían por ello piernas o brazos, y los millones que demandaba la reparación pecuniaria, máxime cuando la víctima era un niño con un “promisorio” y largísimo futuro por delante (léase, lucro cesante)?

¿Quién puede hacerse el zonzo ante la certeza de la prostitución infantil en torno a la Villa 21, atrás de la cancha de Huracán, en La Quemita, en las inmediaciones de Estación Buenos Aires, practicada por nenas y nenes de 10 años o menos, a cambio de $ 5 para comprar poxi o paco, y que encuentra en taxistas y camioneros a sus más fervorosos clientes?

¿Acaso puede uno escandalizarse por las pilas de basura, por las aguas servidas pestilentes, por los ríos empantanados de mugre y contaminación, cuando tiene el Riachuelo a 20 ó 40 cuadras de su casa?

¿Y queda todavía en algún porteño o habitante de las adyacencias algún atisbo de curiosidad o de sorpresa al contemplar los obsoletos trenes indios saturados de pasajeros, que viajan colgados de los pasamanos exteriores, entre los vagones, sobre el techo de las formaciones? La verdad a mí, la única sorpresa me la ocasionó la estación ferroviaria de Bombay, cuyos andenes estaban limpios, y sobre todo, sus solados impecables. Hasta un reloj antiguo muy bonito, de madera y vidrio, colgaba dando la hora puntualmente poco más alto que las cabezas de los peatones, y a nadie se le había ocurrido romperlo o robarlo.

Comparado con la estación Constitución, eso era Primer Mundo. O Segundo, a lo sumo. Y no es poco. Significa el nada despreciable detalle que puede ser el principio de una diferencia. El respeto y el orden.

Aun en una sociedad tan multitudinaria que es de difícil aprehensión mental (más de 27 veces los habitantes de la Argentina), aun partiendo desde el último de los subsuelos, con problemas gravísimos que atender, empezando precisamente por la superpoblación (y una superpoblación de pobres misérrimos), la India cuenta con esas dos armas: el respeto y el orden.

El respeto por las viejas, endebles, precarias cosas que componen el acervo público, que como en la película Made in Argentina de Juan José Jusid (refiriéndose al destartalado Peugeot 403), hay que cuidarlo “porque todavía tiene que durar unos años más”; el orden devenido de un sistema de vida tradicional que puede ser revisado, actualizado, morigerado, pero que no ha sido drásticamente puesto en crisis por el influjo foráneo de entelequias cientificistas generadoras de resentimientos, y de ficciones especulativas, y frustraciones ante la falta de concreción de los futuros dorados que esas entelequias prometen. Frustraciones que generan el peor de los desórdenes, que no es de naturaleza material sino espiritual: el descrédito generalizado en las normas, las instituciones, la autoridad, el destino común.



Así se encuentran en pomposa visita oficial, dos realidades que sólo en forma pasajera se asemejan. La de una nación pobre en ascenso y la de una nación rica en decadencia. La de una nación pobre cuyos nacionales han aprendido la humildad y el sacrificio a fuerza de privaciones y de rigores, y la de una nación rica cuyos habitantes no han aprendido nada, o es decir, han desaprendido las humildades y objetivos concretos y realistas que les trajeron sus abuelos empobrecidos por guerras, hambrunas y miserias desde Europa. Gente que valora todo lo poco que tiene, cada ápice que consigue, y gente que desprecia todo lo bastante que tiene y aspira a lo demasiado que nunca podrá tener, reclamando, invocando derechos ilusorios a un Estado que sólo ilusoriamente es rico y puede proveérselos, con altivez y urgencia, con desplazamiento de su responsabilidad individual. Con la prepotencia del servido, frente al agradecimiento del que sirve.

Slumdog Millonaire puede traducirse (libremente) como “muerto de hambre millonario”, o tal vez mejor, como “De muerto de hambre a millonario”. Es una película sobre el destino, y el destino es un factor cultural muy importante en la India. Pero también es una película sobre el aprendizaje que dan los golpes, que es quizás el aprendizaje más implacable y por tanto, más inolvidable. En cierta medida, es una película sobre la India, o puede serlo… el tiempo lo dirá.

Sobre la Argentina, en cambio, la película, hoy, es El Polaquito, de Juan Carlos Desanzo.

martes, 13 de octubre de 2009

Antidemocracia



De la democracia podemos decir, casi como un latiguillo, que se trata del gobierno del pueblo y para el pueblo, lo cual, por supuesto, no quiere decir nada en absoluto, a más de que hace tiempo que la doctrina política y la propia experiencia han demostrado que el pueblo no gobierna, y que, con el avance de las tendencias migratorias, la globalización y los media, se trata de un concepto cada vez más difuso, dinámico y mudable, y por tanto, absolutamente alejado de cualquier intento de institucionalización, que es siempre un intento de estabilización.

En fin, la democracia como forma de gobierno postula la igualdad teórica de los ciudadanos, que son los habitantes de un Estado (a veces no, como ocurre con las modernas tendencias a la doble ciudadanía) que cumplen con determinados requisitos, por lo general, sólo de naturaleza etaria, para elegir y ser elegidos libremente, a través del sufragio universal y secreto, en forma periódica y sistemática. En definitivas, lo único que asegura la democracia, entonces, es la igualdad de los electores. Que cada voto vale lo mismo que el del vecino, aunque también ello se ha discutido, desde la introducción, por un lado, del voluntarismo en el ejercicio del derecho/deber (lo que fortifica a ciertas minorías especialmente activas, como es el caso de los EE.UU., y creciente y tácitamente, de nuestro propio país), y por el otro, desde ciertos manejos clientelares o manipulaciones plutocráticas (quien más dinero tiene más posibilidades tiene de llegar) que generan distorsiones, aunque no sólo a nivel de la igualdad, sino directamente en la formación de la voluntad general.

Las modernas democracias presuponen, para su vigencia, puesto que la voluntad es del pueblo y vuelve al pueblo en cada elección, la sumisión (también teórica) de los gobiernos a la legalidad, de forma tal de evitar que el ejercicio discrecional de la autoridad conspire contra el aseguramiento de la soberanía popular. Ese planteo, sabemos, es constantemente superado por las argucias y maniobras electorales que, de vicios inconfesables en el principio, se han ido transformado en costumbre imperativa en la compulsa por los votos, estirando el marco de legalidad, con ingenio y picardía, más allá de la previsión razonable de un legislador que ha quedado ingenuo por el decurso del tiempo y el cambio en el espíritu del hombre. Así pueden mencionarse como ejemplos, la compra de voluntades legislativas, el cambio de camisetas de los representantes recién elegidos a favor del rival electoral, el cambio permanente de domicilios y por tanto de jurisdicciones para que los candidatos con mayores posibilidades participen prácticamente en cualquier distrito de acuerdo con la conveniencia de turno (v.gr., un día senador por Santa Cruz, otro por Buenos Aires, después diputado por Capital Federal, y a los dos años concejal de Lomas de Zamora), la postulación, durante un mandato ejecutivo, a cargos legislativos que después no se asumen y viceversa, y un largo etcétera, tan largo como la imaginación y la tolerancia social lo permiten.

Vamos viendo, en esta somera y liviana aproximación, que con la democracia nos encontramos tan empantanados en el terreno de las definiciones como con cualquier otro vocablo, y ello resulta trascendente si se tiene en cuenta que esa maravillosa palabra griega designa nada menos que el orden institucional que rige los gobiernos de nuestro destino colectivo y también de nuestras vidas individuales.

Durante el siglo XIX, y por qué no en lo sucesivo, se planteó, en el ámbito del ordenamiento democrático, la tensión entre la libertad y la igualdad, como dos valores supremos de cualquier sociedad de este hemisferio. Lógicamente, no vamos a entrar en las honduras de ponernos a definir esos otros dos sustantivos abstractos. Bástenos con decir que esa tensión viene dada por la situación natural del individuo, como componente de una colectividad en la cual se desenvuelve y de cuyo orden se aprovecha. En otras palabras, se trata también de la tensión entre libertad y autoridad. Pero la cuestión de la igualdad, en la democracia, viene a atenuar la cuestión de la autoridad, puesto que la autoridad democrática emerge del número. Es decir, la democracia es el gobierno del número, y el número es enemigo del individuo. El concepto de “voluntad general” viene a ser, entonces, tan totalitario como cualquier otro, y todo ordenamiento democrático moderno tiende a establecer cortapisas normativas que permitan al individuo salvaguardar su libertad frente al atropello de la mayoría. Esos son los casos de la iniciativa popular, y también de las figuras del amparo, de las medidas cautelares autónomas y de la legitimación difusa.

Un caso ejemplificativo de esta situación estuvo marcado por la argumentación gubernamental en la ocasión del impuestazo de las retenciones en 2008: que el gobierno hace lo que quiere pues fue elegido democráticamente, y a quien no le guste, deberá esperar un nuevo turno electoral (en esa argumentación, el turno de las elecciones presidenciales, puesto que se argumentaba que los derechos de exportación son, -por una “ley de la dictadura”, nueva categoría parajurídica en boga- resorte del Poder Ejecutivo). De tal forma, la cuestión de la legitimidad de origen tiende a obnubilar la otra, más pretoriana si es que existe, de la legitimidad de ejercicio.

Para reafirmar este concepto, se ha hablado suficientemente de la necesidad de contar con gobiernos fuertes para garantizar la gobernabilidad; y el sistema proporcional argentino, aunado con el régimen de “listas sábana”, permite que un gobierno que logró ganar dos elecciones consecutivas, aunque sea por un margen despreciable y siendo siempre minoría, obtenga una abrumadora mayoría parlamentaria, que le permite hacer y deshacer prácticamente a su antojo, aun por encima de cualquier barrera constitucional: delegación de facultades impositivas, presupuestarias, penales, reforma del Consejo de la Magistratura, rechazo de diputados opositores electos con base en su carácter de imputados de un delito, soslayando el principio de inocencia, etc.

De tal forma, la democracia, concepto difuso y polemógeno si los hay, tiende a torcer hacia el bien de la igualdad, o gobierno de las mayorías, frente al bien de la libertad, que empieza entonces a ser considerado un producto cultural propio de las clases privilegiadas que, por la sola invocación de su ejercicio, se transforman entonces en destituyentes.

Esa construcción, por más que fuera hace tiempo considerada perimida por la práctica política más avanzada, ha vuelto a resurgir en nuestra Latinoamérica del eterno retorno, de la mano del “bolivarianismo”, con perdón del pobre de Simón Bolívar. Así, a cada capricho gubernamental, le siguen demostraciones “democráticas” del poder del número, generación de plebiscitos “a todo o nada” para demostrar, aunque sea por un voto de diferencia, que la voluntad del pueblo está con quien gobierna (y con las medidas que pergeña) y los demás son una minoría de antidemocráticos resentidos que difícilmente pueden ser considerados como parte integrante de ese pueblo que está con el gobierno, y siempre, siempre, quieren volver al pasado, y detener esa frenética y pujante marcha hacia el progreso que el gobierno ofrece.

Claro está, cada versión bolivariana se acomoda pragmáticamente al contexto que ofrece cada realidad local. Aquí por ejemplo, en la Argentina, luego de que la minoría de privilegiados destituyentes superara, al menos en capacidad de movilización y convocatoria, en más de siete (7) veces la del pueblo mayoritario y solemne, que esperaba hospitales, viviendas, la mesa colmada de comida y el campo diversificado en pequeñas huertas con cultivos orgánicos; luego de que esa misma minoría destruyera las candidaturas oficiales, las testimoniales, las artísticas y las de los pesos pesados, barones y vizcondes, ganando hasta en territorios dominados por el teóricamente invencible “aparato”; el pragmatismo gubernamental determinó que esa mayoría se plasmara, ya no en las movilizaciones choripaneras, sino en el anteriormente denostado e ignorado Congreso de la Nación. Aprovechando los últimos meses en que se goza de mayoría en ambas cámaras y quórum propio. Es decir, aprovechando un lapso insólito de tiempo entre una elección y la asunción de las autoridades, situación por lo demás propiciada por el mismo gobierno a través de sus siempre democráticos mecanismos.

Con todo este contexto democrático, de turbia legitimación, si es que tal conceptualización es posible, un sábado a la mañana, bien tempranito, se sancionó una ley querida por todos, cuya principal –si no, única- razón de existir radica en la de sustituir (en lo formal, ya que no en muchos de sus contenidos, respecto de los cuales hasta se verifican peligrosas regresiones) a otra ley dictada por un gobierno de facto, al que se le hacen los honores de llamar, pomposamente, “dictadura” (con perdón de Camilo y de Julio César, por cierto).

Pero el asunto de ese hecho, que de tan repetido ya ni siquiera conmueve los ánimos de una sociedad aletargada y banalizada, no es tanto el modus operandi, las implicancias que puede acarrear a la generación de fuentes de trabajo, la desmonopolización o nueva monopolización, y otras yerbas.

Lo más complicado de este asunto radica, nuevamente, en la cuestión esta tan difusa y opinable, de la democracia. Puesto que la nueva ley permite que el Poder Ejecutivo sancione con la caducidad a aquellas emisoras que difundan –aunque no compartan- “opiniones antidemocráticas”. Claramente, resulta de un peligro supino para con la libertad el establecimiento de una previsión semejante. Y no sólo en el mezquino contexto en el que nos desenvolvemos, sino en su acepción más absoluta.

Por más que parezca el fruto de la más rigurosa lógica, no hay nada más antidemocrático que establecer la prohibición de opinar en forma antidemocrática. En primer lugar, porque para que una opinión sea antidemocrática, debe haber alguien que la califique como tal. En una democracia plural, es inconcebible que cualquier opinión pueda ser, per se, antidemocrática. ¿La añoranza, hecha pública, de la dictadura, es por ejemplo, una opinión antidemocrática? Debe entenderse claramente que no, puesto que quien hace pública una forma diferente de pensar está acogiéndose a las reglas de juego de la democracia, que entre otras cosas, suponen el libre debate y el debate franco y sincero. Sería en cambio antidemocrático, no opinar en contra de la democracia, evitar la confrontación de ideas, pero obrar solapadamente en ese sentido, conspirar en la clandestinidad. Toda opacidad, toda conducta de espaldas a la voluntad general, es de por sí antidemocrática, por más que luego políticos “democráticos” se solacen de sus exitosos resultados, como puede ser una “borocotización”, por ejemplo.

Ése es claro, para servir de ejemplo, un caso extremo. Puede darse, asimismo, una situación opuesta, a saber: que una opinión demasiado democrática cuestione la forma representativa de gobierno, la mediatización que Roussseau sostenía desnaturalizaba la democracia, y abogue por la caducidad automática de todos los mandatos y su reemplazo por asambleas populares. Esa actitud, claramente destituyente, es empero también profundamente democrática

En definitivas, no hay sociedad sana, con esperanzas de perfeccionamiento en sus instituciones, de progreso y de dinamismo, que no preste oídos a los más diversos planteos y no permita las más variadas expresiones. Clausurar todo debate, en nombre de la democracia, es lo más contradictorio que puede imaginarse. Ni siquiera las monarquías absolutas han acallado las voces de sus detractores. De haber obrado como ahora se legisla, no habrían surgido ni Locke, ni Hume, ni Hobbes, ni Spinoza, ni Diderot, ni Rousseau, ni Voltaire, ni Fray Bartolomé de las Casas, ni Mariano Moreno…

Todo esto me hace acordar mucho a un chiste de Quino (Joaquín Lavado), en el cual todo el mundo circulaba mirando a los cuatro costados, con cara de miedo, mientras en medio de la calle, en una plazoleta, se enseñoreaba un cartel que decía “¿A que no saben prohibido qué?”.

sábado, 10 de octubre de 2009

VÍSPERA


Sigue descontando la regresión para el momento decisivo, el día D, que por esas casualidades del destino, nuevamente es contra Perú, como en el '78, aunque esta vez se prefirió olvidar el Gigante de Arroyito, olvidar los argumentos sobre la distancia que hay entre la hinchada y su selección (tal vez a estas alturas a las estrellas del frío europeo les convenga jugar directamente a puertas cerradas), o las irregularidades del campo de juego, y olvidarse sobre todo de Brasil, que con simpleza y sin despeinarse, apuró el trámite para meterse en el mundial.

En fin, tratando de no ser negativos, de enyoguizarnos respecto del post anterior, recordábamos lo difíciles que suelen ser las eliminatorias, lo que costó la previa al mundial 86 (también a todo o nada con Perú, empate agónico) y la previa al mundial 94 (repechaje con Australia, 1-1 y 1-0). Casualmente, recién estaba releyendo el Pequeño Diccionario Ilustrado "El Fútbol Argentino", de Roberto Fontanarrosa y Tomás Sanz, editado por Clarín y Aguilar en 1994.

En la voz "Eliminatorias", esa obra de divulgación general acertadamente señala: "Serie de seis partidos contra tres rivales [ahora son 18 partidos contra 9 rivales], que sirven de clasificación para un torneo Mundial y que ofrecen la chance de tener grandes posibilidades, aun saliendo segundo entre cuatro participantes [actualmente, aun saliendo quinto entre 10 participantes]. Sus protagonistas, muchos filósofos y algunos analistas de sistemas sostienen que estas eliminatorias son más difíciles que el torneo Mundial para el cual clasifican. Lo que equivale a considerar que es más arduo resolver la regla de tres que las integrales, o más complicado subir al Cerro Otto que escalar el Everest. Por esta razón, modernas teorías postulan que, para mayor emoción de los espectadores, se juegue primero el Mundial y luego las eliminatorias".

viernes, 9 de octubre de 2009

Estamos todos, no llamen más

Tridente ofensivo. Una máquina letal. El terror de los rivales sudamericanos.

Amistoso. 1-0 ante Escocia. Festejo general del plantel, más por el golpe de Estado exitoso que por un triunfo tan anodino: "Hay que alentar, hay que alentar, estamos todos, no llamen más". En ese partido faltaron Messi y Riquelme, así que para que no quedaran dudas, días después, en el micro en Marsella, saliendo del estadio donde se ganó otro amistoso, esta vez a Francia, el cantito fue más explícito: "Hay que alentar, hay que alentar, ya vino Messi, no llamen más".

Las fuentes que exponen a la camarilla sediciosa, que por motivos genéticos (genâtar es el origen sánscrito de nuestro "yerno") enseguida se ancló en torno al siempre conventillero Diegote, amigo de los grupos dentro de los grupos, señalan, además del nuevo "10" (quizás el más decepcionante desde que se fue el crack, y la lista incluye hasta a Marcelo Espina, y a mucha honra) y del yerno que no sabe ni parar una pelota de espaldas al arco, a Gago, Tévez y Heinze. Todos grandes valores. Uno que en Inglaterra se transformó más en un rugbier arremetedor que en el fino jugador de fútbol que insinuaba en Boca y en Corinthians, ahora temperamental, que va a los pies como brasilero (o sea, con los tapones de punta); otro que se cansó de hacer perder partidos a la Selección, con sus errores siempre trasladados al compañero que tiene más a mano para increpar, y/o directamente con sus goles en contra; etc.

En fin, la gente, repodrida, frustrada e indignada, aguantando que luego de un espejismo contra Venezuela y un agónico 1-0 a Colombia se hayan perdido afrentosamente cuatro partidos (6 a 1 con Bolivia, que podrían haber sido 12 y que se achacaron a la altura, altura que no molestó a ninguno de los equipos que luego fueron a La Paz, ni tampoco recientemente a San Lorenzo; 2-0 con Ecuador, quizás el mejor partido de la era Maradona, porque fue el único caso en que Argentina pudo jugar al contraataque, que es para lo que está diseñada por las características de sus "petisitos"; 3-1 con Brasil en casa y sin atenuantes; y 1-0 con Paraguay, jugando a la marchanta, en donde lo más peligroso lo hizo Palermo resolviendo tres de los zapallazos que le revolearon), ya empezó a cuestionar a esas estrellitas del frío fútbol europeo, multimillonarios, mimados, y rodeados de jugadores de verdad, que quitan, generan juego, se llevan las marcas y los dejan lucirse para el merchandising. Hasta empezó a dar bronca, y mucha bronca, que nos pasen una y otra vez en todos los noticieros los goles de Messi contra el Alicante, el Almería o el Rayo Vallecano.

Así que bueno. Llegó la hora de los bifes. De que se presencien las consecuencias de los actos.

Maradona, que entiende que ser seleccionador es estrictamente eso, es decir, hacer listas, citar jugadores, y luego confiar en que con frases conmovedoras apelando al nacionalismo y al sacrificio épico los jugadores literalmente se coman a los rivales, ya empezó a darse cuenta de que tenía que "llamar más". Finalmente apareció Higuaín, que insólitamente, marcando la misma cantidad de goles que Messi pero viniendo casi siempre desde el banco, metiedo goles trascendentes en otro grande de España, era tan considerado acá como si fuera un 9 del montón haciendo banco en Turquía o en Rumania. Finalmente se empezó a mirar a los siempre despreciados jugadores del medio local... No sé, quizás demasiado tarde. Quizás los llama solamente para tener más gente en el asado, y ni se le ocurre ponerlos, o los pone de salvatierra cuando faltan 5 minutos, como hizo con Schiavi...

En la página www.foros.riverplate.com un forista registrado recordó esta perturbadora frase del vehemente Horacio Pagani, de Septiembre de 2007: "Si no juega Riquelme, Argentina pierde". Algo parecido le pasó a Boca en estos últimos tiempos. Hasta ahora se vino cumpliendo.

Esperemos que en las dos finales que se vienen esa frase no resulte aplicable. Que Dios, no el D10s, sino "el Barba", nos ayude.

jueves, 8 de octubre de 2009

Vuelta al orden

ÚLTIMO MOMENTO

Buenos Aires, 8 de octubre (De nuestras propias fuentes).- Voceros de los activistas confirmaron, entre babeos y balbuceos, en un confuso castellano propio de su corta edad, que la toma violenta del Jardín Maternal La Gomita Quemada cesará a media mañana, apenas se deban abocar los revoltosos a la más nutritiva toma de la leche con galletitas de vainilla.

Las protestas se originaron confusamente, en el marco de una tendencia natural al capricho, y fueron creciendo en intensidad a medida que se hicieron presentes las adhesiones entusiastas de las organizaciones P.R.I.M.O.S., T.I.A.S., Infancia Peronista Desdelantados, y otras agrupaciones contestatarias, que rápidamente ganaron el arenero y la glorieta del patio trasero, reclamando, resueltamente, hasta las últimas consecuencias, que querían ser grandes... y que no querían dejar el chupete.

Seguiremos informando.