jueves, 14 de abril de 2011

Un modelo así


Dicen algunos que, a mediados de los ’80 ciertos cenáculos influyentes de ambos lados de la Cortina de Hierro, conjuntamente con representantes del poder financiero internacional, comenzaron a plantearse, en un tono estrictamente confidencial y secreto, el escenario de un nuevo orden planetario. A tal efecto, el nuevo esquema de dominación-administración del orbe preveía un orden económico capitalista súper concentrado en megamonopolios privados que garantizaran la inversión y un orden social de corte socialista, que había probado mayor eficacia en términos de sumisión y control. Esa amalgama resultó casualmente coincidente con la evolución mundial verificada con posterioridad a la caída del comunismo en Europa del Este. Lejos de resultar (justificadamente) defenestrado como cruel totalitarismo asesino y aniquilador de los espíritus, a excepción de los países que acababan de salir de la pesadilla y que no querían saber más acerca de cualquier cosa de color rojo, el comunismo fue presentado a Occidente como el bálsamo moral que reconforta como guía axiológica, como “utopía” o faro del humanismo, que orienta y corrige los desbordes del capitalismo globalizado. La intelectualidad de izquierda, sobre todo la proveniente del comunismo, perdió de pronto la vergüenza por su pasado turbio y pasó a monopolizar las usinas oficiales, paraoficiales y mayoritarias de la opinión mediática. Sobre todo, recuperando los antiguos vicios (no sólo estalinistas, como tantas veces hemos visto y vemos), a pontificar y ejercer el control de la opinión general, a censurar y perseguir, a señalar a los peligrosos y a aislar su mensaje, y de ser posible, a aislar personal y profesionalmente a los enemigos señalados, condenándolos a un definitivo ostracismo.

La declinación del comunismo, su claudicación frente a Occidente, no implicó de manera alguna la occidentalización de la barbarie tártara (Thomas Mann dixit). Si algo se perdió luego de 1991 fue cualquier ilusa aspiración al liberalismo social, es decir, el desvelo del individuo por asegurar su libertad de acción y su intimidad.

La intimidad fue suprimida de plano del nuevo orden social, no sólo como valor sino como realidad. Desde lo valorativo, es mal vista cualquier actitud que sugiera reserva, porque la reserva es apreciada como inautenticidad, como solapamiento. También es mal vista cualquier actitud que sugiera recato, porque el recato es apreciado como cobardía, como falta de sinceridad o como claudicación burguesa a las imposiciones sociales. Desde lo real, se promueve tanto desde lo tecnológico como desde lo social (planos que tienden a identificarse) una suerte de promiscuidad del vínculo. Los “amigos” se multiplican hasta diluirse el concepto en una indeterminación cercana a la generalidad. Es decir, la amistad se hace pública, y por tanto deja de ser amistad, que por definición siempre es íntima y privada. Con esa publicización de la personalidad, el individuo deja de actuar particularizadamente respecto de sus semejantes para actuar públicamente respecto, precisamente, de un público indeterminado. Se publican las fotos de los hijos, los acontecimientos cotidianos, las pequeñas anécdotas, los más nimios desvelos. Se comunica todo, se exterioriza todo. Se produce una reversión del proceso espiritual, por naturaleza, reflexivo e introspectivo. De tal forma, empobrecido el espíritu por la hiperactividad de la exteriorización hacia un público genérico, finalmente se empobrece el mensaje. La gente comunica y comunica, se hace pública hasta en sus facetas más triviales (o sobre todo en sus facetas más triviales). Y luego finalmente no comunica nada relevante, porque nada relevante produce desde su interior. Los mensajes tienden entonces a uniformizarse, a achatarse y mediocrizarse. La diversidad es lo que se pierde. La igualdad de autómatas desangelados, de tiernos espectros sin consciencia es lo que se consigue. Un control social definitivamente propio de la experiencia socialista. Perdida la intimidad, se pierde la libertad, porque nadie es dueño de lo que no posee, y la libertad sólo puede ser si hay un ámbito personal e íntimo, espiritual y privado, para su desarrollo.

El modelo capitalista monopólico súperconcentrado, por otra parte, nos permite asistir a una economía mundial que emplea entre el 14% y el 10% de la mano de obra disponible. Circunstancia que, combinada con la carrera tecnológica hacia la automatización y la maquinización, implica una tendencia hacia un progresivo decrecimiento de esa participación. En Perros de Paja John Gray llega a pronosticar para los tiempos que corren que, de encontrarse empleada la totalidad de la población económicamente activa, cada trabajador necesitaría laborar por tan sólo 30 minutos diarios. La ecuación del desarrollo conduce a desembarazar al hombre de esa “condena bíblica” que es el trabajo. Ahora bien, ¿qué le depara un mundo sin dioses, sin mitos, sin fantasías, sin desafíos, sin misterios y sin deberes, al hombre? ¿No es acaso el hombre una función de la deidad, un hacedor y perpetuador (un eterno repetidor) de mitos, una imaginación fantástica, el permanente retador de la autoridad de los dioses y del poder de la Naturaleza, un misterio en su propia esencia, para sí, para los demás y para su propio proceso cognoscitivo, una criatura del deber en tanto consciente y libremente electora? ¿Qué queda entonces del hombre, después del huracán del humanismo? ¿Tan sólo una corteza muerta, de raíces podridas, una fisiología animal y una conducta borreguil siquiera soliviantadas por el hálito del instinto? No son tiempos éstos propensos a la filosofía, menos aun a la metafísica, paisajes conocidos en la antigüedad a través del camino del ocio. Y el ocio es malo, ha sido declarado proscripto por el mundo del negocio, de la negación del ocio. ¿Cómo puede ocuparse al hombre en un mundo en el cual el trabajo es una condena progresivamente suprimida, y donde el ocio es un pecado mayúsculo? ¿Estará entonces el hombre frente a un destino de Sísifo, como le anticipara Camus?



Por lo pronto, tenemos ya a un hombre muy ocupado, pero en creciente tendencia al no-trabajo (que no es ocio, insisto). Un hombre que debe hacer muchos trámites, contestar muchos correos electrónicos, mantenerse permanentemente actualizado con las novedades tecnológicas, con las modas, con los hábitos de consumo, con los viajes y los compromisos de una agenda repleta de contactos y de reclamos. Supongo que un hombre tan ocupado no tiene demasiado tiempo para perder trabajando… mucho menos pensando. En un contexto así, para Gray (op. cit.) la droga es un camino plausible. Pocas cosas mantienen al hombre tan ocupado como la droga. Cuando no está allá alto, está muy bajo y ansioso y preocupado por conseguirla. Pero siempre en movimiento. En el movimiento inútil e insensato de la existencia más llana e intrascendente. La metáfora del Hades que figuraron los griegos. O la del Hell de los viquingos. Vagando los espíritus en círculos y en silencios, en oscuridades crecientes progresivamente atenuándose hasta finalmente diluirse, sin ruidos y sin pompas. Para Gray también, curiosamente el negocio de la droga es el más crudamente capitalista de todos. Hípercapitalista, súpermoderno, no se constriñe a las regulaciones estatales, tiende naturalmente a la concentración, tiene mercados cautivos, crece hasta abarcarlo todo.

Un modelo así dice que el consumo debe ser generalizado pero la producción debe ser concentrada. En tales circunstancias, se alcanzan las antípodas del pensamiento de Thorstein Veblen. El economista norteamericano clasificaba el mundo entre productores (los que trabajan) y parásitos (los que no trabajan). Pero en un modelo así el que produce es el parásito y los que consumen no trabajan. La negación del trabajo, luego de la negación del ocio, implica la muerte del último paradigma clásico, y tal vez la muerte del último de los dioses, si escuchamos tenuemente a Jünger… En un modelo así el Estado se debe transformar en el gran dador, en el único dador de dinero para el consumo. A tal efecto, recabará recursos, por medios fiscales, de los productores capitalistas concentrados, y los distribuirá entre los súbditos para que ellos consuman lo que ya no producen. Se consuma definitivamente el divorcio entre producción y consumo. Si en las economías tradicionales cada uno consumía lo que producía, y en las economías liberales ya el individuo producía dinero con su trabajo para consumir lo que otros producían, en un modelo así el individuo no trabaja y por tanto no produce dinero. Solamente consume. Y lo primero que consume con vehemencia es, tristemente, un modelo así.


No hay comentarios: