jueves, 10 de mayo de 2012

Caloi y el ridículo

Todos los que me conocen saben desde siempre de mi admiración hacia Caloi (Carlos Loiseau), que junto a Quino (Joaquín Lavado), me parecen no solamente los dos más grandes humoristas gráficos / dibujantes satíricos de la Argentina, sino también del mundo [tal vez, para no ser tan parcial y extremo, agregaría a Caran D'Ache, pero ahí paro de contar]. Será porque el humor constituye un signo cultural que, más allá de su capacidad expansiva y abarcadora, radica de una manera profundamente particularizada en cada pueblo, al punto de significar para mí uno de los datos identitarios más sugerentes y explicativos de los pocos que nos constituyen o nos permiten reconocernos entre nosotros mismos. 

Ambos pasarán a la historia por sus personajes más difundidos: Clemente y Mafalda. Cotidianamente seguidos por millones de personas a través de tiras en los diarios o por la televisión, son para mí, por esa exigencia permanente y esa producción acelerada y casi industrial, tal vez los puntos menos interesantes de sus inigualables talentos, creatividades y capacidades de observación.

Ya hace unas dos décadas que llegó hasta mí una parte importante de su producción humorística gráfica referida a chistes y/o reflexiones unitarios, ajenos al formato de historieta y con una mayor complejidad tanto en las ilustraciones como en los mensajes. He escogido de mi biblioteca al azar (si ello es posible) el Aquí me pongo a cantar... (Buenos Aires, 1975), que contiene algunos de los momentos culminantes de su obra. Valgan entonces, ante la proliferación de evocaciones más superficiales y/o contingentes, esta pequeña selección a modo de sincero y emotivo homenaje. Se lo debo. 

Porque siendo todavía un pibe, y como tal inacabado, maleable y dúctil, en un medio corrosivo y cosmopolita, su franca y simple capacidad de pensar, sentir y vivir lo nacional me acercó a la espontaneidad y la alegría de lo nuestro, de lo natural y fluido, de lo que llevamos con nosotros porque mamamos desde chicos; así como me alejó de lo fútil y de lo estéril, de las abigarradas ornamentaciones inútiles, de los pretenciosos trasplantes intelectualoides, de los disfraces, las pantomimas, las imposturas, las morisquetas robadas del proyector del mainstream... Me preservó del ridículo.

Con el ridículo, precisamente, construyó gran parte de su mejor humor, y van aquí algunos ejemplos elocuentes. Que los disfruten. [Picar sobre las fotos para ampliar]

La aculturación (y las "liberaciones" dictadas por las influencias  foráneas).



La transculturación (que se manifiesta en una uniformización de los medios de expresión, para acercarse a un pretendido "universal", que en realidad, siempre responde al patrón etnocéntrico mundialmente dominante).







El imperialismo culturalmente estéril.






La intelectualidad abstrusa y pomposa (para levantarse minitas, para tapar la mediocridad y la falta de ideas propias)






El furor religioso hacia al Psicoanálisis como panacea.







Los fumadores de hierba, un especimen que empezaba a aparecer por esos tiempos.





Los revolucionarios que hacen de su medio una letrina.






La Facultad, transformada en una pila de basura.

(Un hombre le dice a los basureros, que lo miran con sorna y escepticismo: "En serio, muchachos, yo soy el Decano. Les juro que ahí debajo hay una Facultad").


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- Progresos y otros inconvenientes
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