martes, 31 de mayo de 2011

El basilisco, la serpiente, el perro...


...y demás parricidas.



Patria (sust.): Del latín patria, familia o clan; patris, tierra paterna; pater, padre. Patrio-a (adj): Del latín patrius, perteneciente o relativo a la patria; perteneciente al padre o que proviene de él (DRAE).

Basilisco. Del griego, "reyezuelo", "regente". Monstruo horripilante, con algo de serpiente, que nace del huevo de un gallo. Terriblemente letal.


El parricidio mereció en la antigua Roma la solución penológica del culleum, que más allá de lo que el desprevenido lector pueda inferir por la raíz romance del idioma de Quevedo, en verdad designa a un saco de cuero. En el saco de cuero se metía al parricida, al que luego se arrojaba al río Tíber. Algunos sostienen que asimismo, antes de meterlo en el culleum, se tapaba la cabeza del desdichado con una capucha de piel de lobo, y se lo calzaba con zapatos de madera.

Bien es sabido que, en las ciudades que han crecido junto a un río, a la deidad de ese río se le adjudicaba un carácter justiciero, y se consultaba su opinión en náuticas ordalías. En el Código de Hammurabi, numerosas previsiones penales concluyen con la pena de arrojar al río al culpable, y explícitamente está contemplado el arrojarlo atado para el caso de adulterio (§129, para la adúltera y su amante). En tanto, en ese código solamente se contempla el caso de que el hijo golpeare al padre, previsión a la que adjudica la sanción de la cercenadura de las manos (­§195).


Por tratarse de un compendio de jurisprudencia, parece claro que, para el momento de su esculpido, no habían tenido los babilonios que soportar todavía la experiencia aberrante del parricidio. Sin embargo, por ese mismo carácter, y no existiendo las modernas restricciones de la tipicidad y la prohibición de analogía, uno puede bien imaginarse un resultado algo más gravoso para el asesino de sus padres que aquél que depara nuestra moderna concepción de la Justicia.
En el caso romano, la opción estaba vinculada con la necesidad sacramental de privar al condenado de sepultura, cremación o cualquier tipo de exequias de carácter sagrado (en palabras de Justiniano, "para que careciese de la vista del cielo antes de morir y de la tierra después de muerto").


Prevista solamente para el parricidio propio por las leyes Cornelias, la pena del cuero cosido fue extendida a un gran espectro de homicidios de toda una parentela (parens, que fomenta el debate etimológico acerca de si parricidio refiere solamente al asesinato de los patres, o se extiende a cualquier miembro de la familia, incluso los cognados), que incluía tíos, tías, primos, e incluso novios comprometidos por esponsales, por la Ley Pompeya del año 700 después de la fundación de Roma (~53 a.C.), según nos informa Johann Gottlieb Heinecke en su Historia del Derecho Romano, y antes que él, se ha ocupado minuciosamente Juan Francisco Ramos en Triboniano, ó de los errores de Triboniano sobre la pena de parricidio, Leyden, 1728. También sabemos por ellos que recién con la Ley I del Código de Constantino, De los que dan muerte a sus padres o hijos, se acotó nuevamente el delito a ascendientes y descendientes.


En fin, más allá de ciertas indefiniciones, resulta bastante claro que fue Adriano, el gran emperador español sucesor del también español y también grande Trajano y que motivara la bellísima novela de Marguerite Yourcenar, el que insistió en que para la aplicación de la pena por ese delito se volviera a la antigua costumbre, de acompañar al condenado, dentro del saco de cuero, con un mono, un gallo, un perro y una serpiente, animales considerados también parricidas.

Nuestro antecedente jurídico más inmediato, previo a la legislación moderna, abreva directamente en la Ley Pompeya, y está expresado en la 7ª Partida, Título VIII, "De los Omezillos", Ley XII:

“Que pena meresçe el padre que matare al fijo, o el fijo que matare a su padre, o alguno de los otros parientes. Si el padre matare al fijo, o el fijo al padre, o el avuelo al nieto, o el nieto al avuelo o a su bisavuelo, o alguno dellos a el; o el hermano al hermano, o el tio a su sobrino, o el sobrino al tio, o el marido a su muger, o la muger a su marido; o el suegro, o la suegra a su yerno, o a su nuera; o el yerno, o la nuera, a su suegro, o a su suegra; o el padrastro, o la madrastra, a su entenado o el entenado al padrastro o a la madrastra o el aforado al que lo aforro. Qualquier dellos que mate a otro a tuerto, con armas, o con yeruas, paladinamente o encubierto, mandaron los emperadores, & los sabios antiguos, que este atal que fizo esta enemiga, que sea açotado públicamente ante todos; & de si, que lo metan en un saco de cuero, & encierren con el un can, & un gallo, & una culebra, & un ximio; & después que fuere en el saco con estas quatro bestias, cosan la boca del saco, e lançen los en la Mar, o en el Rio que fuere mas açerca de aquel lugar do acaesçiere".



lunes, 30 de mayo de 2011

Prólogo de Godofredo

Empieza Godofredo a relatar esto, con la certeza que le otorga tan nobiliario y caballeresco nombre de pila, con la ventura propia de aquéllos que navegaron hacia el Naciente del Mediodía para devolver a la Cruz las paupérrimas tierras de aquellos pastores harapientos que han pasado a la historia como visionarios profetas, o al menos, como sensibles poetas. Y como Godofredo espera enriquecerse de las paupérrimas lajas en que entierra su simiente, por vocación de caballero andante –de escritor diletante- y por esa suicida inconsciencia de que algunos gozan para confiar, simplemente, en su estrella.



Como sea, poco o nada ha de dejar de próspero en la página blanca que dispone a manchar con arabescos garrapateados desprolijamente si primero no aclara dos circunstancias: la primera, que siempre hay que escribir desprolijamente, evitando los ornamentos y la simetría, como evitando de tal forma providencial la mariconería o la pacatería (¿o no existe acaso una horadación detectivesca del escritor a través de su biografía, como existe la misma incisiva y mediocre forma de ignorar lo escrito a través del estudio de los caracteres de la escritura?); la segunda, que siempre hay que lanzarse a la escritura con frenética irresponsabilidad, como deslizándose con un carrito con rulemanes por una empinada pendiente de cuarenta y cinco grados (uno se imagina así las que conducen desde Reconquista al Bajo cuando es chico), es decir, sin detenerse a analizar meticulosamente ni la forma ni el contenido, para no llegar a la penosa conclusión de que lo que se escribe, obviamente, no sólo es prescindible sino que casi siempre es censurable… Porque, después de todo, reflexiona Godofredo, qué gran utilidad se habría prestado la Humanidad a sí misma si hubiera recurrido a la humildad o a la pereza de los presocráticos, y modestamente se hubiera censurado a sí misma, en lugar de iniciar el tortuoso camino de las reivindicaciones hacia la libertad de expresión, jalonado de películas o representaciones teatrales interpretadas por actores del matiz trágico de Ulises Dumont, y su tijera.



De los presocráticos, ciertamente más coherentes que los socráticos, poco y nada queda, e incluso hay quienes llegaron a pensar que los fragmentos perdidos de Heráclito nunca fueron escritos, como las ingeniosas reflexiones de Diógenes el Perro. En cambio, desde la infeliz invención de Guttemberg que los mortales no paramos de llenar hojas y hojas de papel con la ingenua aspiración de alcanzar la inmortalidad literaria, seguramente porque confiamos en que la vamos a ver desde arriba, y nos vamos a solazar junto a nuestros deudos con cada venta que se registre en librerías. Nosotros, más propensos a solazarnos desde la confortable y espumosa comodidad y molicie de los nimbos, esbozaremos sonrisas hasta en las cuevas de saldos de la calle Corrientes; incluso, en los criminosos desvíos de las fotocopiadoras de democráticos Centros de Estudiantes, en los cuales cientos de militantes holgazanean y toman mate… ¡como los presocráticos! Pero sin ríos heraclíteos ni cínicas desnudeces… Y mientras contemplamos con placer la mecánica rutina del fotocopiado de nuestra obra inmortal, y un nene lleno de granos matea con Bakunin y con una nena muy bolche y muy fuerte y piensa en la cantidad de polvos militantes que le podría echar si la nena decidiera entregar su revolucionario trasero al putsh popular, y le importa tres bolas el inmortal contenido de nuestra pluma inquietante; nuestros deudos, más materialistas y menos históricos, se indignarán con tales desvíos, suplicando en cambio porque no nos saquen de vidriera en las librerías de shoppings, a las que hemos llegado por nuestro cautivante y trágico deceso, y que nos sigan valorizando a diez centavos por página, doce si es tapa cartoné. Entretanto, como los presocráticos, el nene con granos comienza a ver cínicamente desnuda a la nena militante, y el río de mate parece heraclíteo porque no deja de correr, aun en los días en que no hay clase por toma de la Facultad en protesta porque el ordenanza del turno tarde fue lustrabotas en los setenta y en la recova de Paseo Colón una vez le lustró los zapatos a Martínez de Hoz, y encima le aceptó propina.

Godofredo comienza irresponsablemente a recordar sus años de estudiante ante el embate de estas reflexiones, en vez de comenzar irresponsablemente a escribir. Rápidamente un bocinazo proveniente de la calle lo devuelve a la realidad, y a sus preocupaciones existenciales por trascender, por lograr que su discreto volumen de elucubraciones pueda ser localizado con la brújula celestial a través del buscador “nubesdeubeda.com” algún día de ésos, sobre todo, cuando acaezca el providencial y trágico accidente que prive a la raza humana –o al menos a los lectores en lengua castellana- de su talento explosivo. Porque la existencia de un libro, como la devoción en la escucha de un casete pirata, depende en gran medida de la biografía del autor (o de los barbitúricos o el vómito asfixiante sufridos por el artista), tal como Godofredo comenzó a esbozar como prólogo platónico de esa obra que todavía no empieza. ¿Quién no evoca en este momento al desafortunado John Kennedy Toole, y su infausta decisión de suicidarse en la flor de la edad, con tan sólo dos novelas escritas y la más mínima perspectiva de publicarlas? Claro que Godofredo ha dudado desde siempre de ese muchacho malogrado, y aferrado a las teorías conspirativas y a las extravagancias que signan el éxito de un libro en los Estados Unidos, ha sostenido la hipótesis de la impostura, que asimismo diverge en un doble escenario: o bien, que La conjura de los necios fue escrita por la madre, o bien por el hijo, que finalmente recurrió a semejante ficción escaldado por la serie de frustraciones que había tenido al intentar publicar con las editoriales; o bien, que dicho acierto literario (que mereció luego el Pullitzer) obedece directamente a la estrategia de una editorial y al talento anónimo de un amanuense. Claro que Godofredo no ignora que la primera posibilidad choca precisamente con la premisa incontrastable del ego del escritor como motivación supina de la obra literaria, en la que también ha venido pensando irresponsablemente desde que decidió sentarse a contemplar la hoja en blanco y en caer en la magnética atracción mimética que esa blancura ejerce en la mente del escriba. La vigencia de la premisa debería haber conducido, más temprano que tarde, al descubrimiento del velo y la aparición con vida del talentoso escritor.



Ya Godofredo, lanzado a la desmesura de la especulación, comienza a imaginar una madre asesina, o un profesor universitario asesino, aquel mismo que tuvo el talento de descubrir la genialidad en el manuscrito tantas veces rechazado, el mismo y poderoso talento demiúrgico del Salieri de Milos Forman… Pero bueno, tal vez todas estas especulaciones busquen con afán diluir la tentación de suicidarse, con lo que tan sólo quedará para después la posibilidad del trágico accidente.

O más atractivo aun, porque después de todo nadie asegura la ulterior presencia confortable de las nubes bajo la báquica panza del contemplativo genio malogrado, resulta siempre el plan de la muerte simulada. Claro que en tal caso deberá confiarse en la honestidad de un representante que resista la tentación de llevarse los laureles, y en su capacidad para generar enigmas acerca de la tortuosa vida del talento muerto en su apogeo, y sobre todo, de las diversas alternativas que llevan a que periódicamente aparezca un nuevo e inédito material, desenterrado de un arcón debajo del sótano de la casa materna, o algo por el estilo.

Pero bueno, después de estas largas disquisiciones que ocuparon algunos estériles minutos en la mente de Godofredo, nuestro imaginativo literato se dispone a distraernos con alguna curiosa saga producto de su proverbial inventiva. Así surge preliminarmente la preocupación acerca del tipo de obra a redactar. Godofredo enseguida recuerda su fantástica propensión a la pereza y a la dispersión del pensamiento, lo que en principio le vedaría la posibilidad de encarar una novela, pieza literaria excluyente en el mundo moderno, en el que el negocio de los libros se valúa por página y en el que la importancia de las obras es directamente proporcional a su peso y volumen. Sin embargo, reconoce que una novela es primeramente un inmenso ejercicio de dispersión, si bien que matizado por un hilo conductor que debería llevarla hacia alguna parte… Claro que casi nunca nos deja en ese destino, y comprobamos al cabo de las seiscientas páginas que nos hizo deglutir el genio de algún yanqui que publica cada trimestre, que el destino de la novela era la novela misma, como conclusión de autoayuda, la vida no tiene otro sentido que la vida misma, o el fin de todo camino es el camino mismo; y todos los “mismos” que circularmente dibujen una apariencia paradojal en algo tan simple y tan poco atractivo. Ese tipo de conclusiones, claro, no suelen emerger de nuestra mente práctica, angustiada frecuentemente por la poca disponibilidad de tiempo y la abrumadora presencia de un cúmulo galáctico de libros imprescindibles, que siguen juntando polvo en los estantes más altos de la biblioteca, mientras leemos cientos de páginas al día de diarios, revistas, best-sellers, informes periodísticos clasificados con las noticias más relevantes y otras tantas pilas de vulgaridades mal escritas y absolutamente descartables. No, esas agudas reflexiones, generalmente bien rentadas por la distribuidora de semejantes mamotretos de venta en kioscos, provienen de mentes lúcidas, que tienen la mala idea de manifestarse algunos días después de que uno ya ha cerrado semejante kilométrica obra con el gusto amargo de no saber qué cornos quiso decir su autor, ni siquiera, recordando demasiado bien su contenido. Pero bueno, también aquellas novelas memorables que pasan a la historia deben sin duda conceder páginas a la dispersión creativa del autor, y muchas veces, en esos desvíos sin salida, aparecen las mejores piezas, producto del apartamiento de las exigencias de la coherencia argumental, que da espacio y oportunidad al autor de desatar los caprichos y los demonios escondidos. Y Godofredo recuerda entonces otra vez aquello del ímpetu y la irresponsabilidad de la escritura. También evoca a Borges y a Bioy Casares, que con esa pasión por la brevedad y la austeridad en el uso del lenguaje habían seleccionado unas joyas literarias realmente notables que destacaban por su simpleza que desnudaba, sin mayor ornamento, la belleza de una trama original y perfecta. Narraciones sobre muertes, sobre amores, sobre fábulas, todas extraordinarias, capaces de trascender los siglos y los fallos de la memoria, y sin embargo tan breves, que insumían unos segundos en la vida del lector. Un concepto inversamente proporcional de la duración, como si la brevedad de la vida de una mariposa retumbara en la eternidad como la caída de un imperio.



Y si existe esa posibilidad, entonces, para qué acometer con una empresa tan ímproba y espuria como la de la novela, que tiene nada más que por objeto desposeer al potencial lector de unos cuantos billetes en función de las páginas que compra. Godofredo entiende entonces la necesidad de aclarar al lector ya a esta altura, casi desde el principio, que lamentablemente ha sido engañado, y que deberá recurrir a un lúcido crítico de autoayuda para justificarse en la inútil tarea de seguir recorriendo con sus ávidas pupilas tantas líneas vanas.


martes, 24 de mayo de 2011

Detalle disonante


El verano pasado conocí la ciudad de Santa Rosa, la moderna capital de La Pampa (segunda de ese territorio), fundada el 22 de abril de 1892 por Tomás Mason, y cuyo nombre homenajea a la santa patrona del de su esposa, Rosa Fouston. En 1900 Santa Rosa fue declarada capital del territorio, en reemplazo de General Acha (decisión ratificada en 1904). Actualmente es una ciudad moderna, atractiva, muy forestada, con cómodas avenidas y hermosos espacios públicos, que supera los 100.000 habitantes. 


Casi como autómatas, sin pensar siquiera en discutir el derrotero del primer paseo por la ciudad, y una vez que dejamos las valijas en el hotel, nos dirigimos a la plaza principal, que como reflejo del antiguo modelo indiano de urbanismo, sigue siendo en casi todas las ciudades argentinas que no han crecido demasiado, el meollo de la vida de la ciudad, y por supuesto, el marco en el que se levantan sus más importantes y valiosos edificios.


Como no podría ser de otra manera, la ciudad es un fiel reflejo de la modernidad planificada. Sin ir más lejos, el Centro Cívico (que incluye la Terminal, la Gobernación, los Tribunales y los Ministerios) corresponde a la autoría de Clorindo Testa (primer premio, 1956), el arquitecto argentino más importante de la segunda mitad del siglo XX, padre de la Biblioteca Nacional, el Banco de Londres, el Hospital Naval, el Centro Cultural Recoleta, entre tantas otras obras relevantes.


Pero sin dudas el edificio que más llama la atención, y de hecho domina la Plaza San Martín, es la Catedral, obra del arquitecto pampeano Santiago Swinnen, que temió por mucho tiempo aquello de "no ser profeta en su tierra", y hubo de insistir hasta con ingeniosos métodos (como el de emplazar una gigantesca maqueta del proyecto a la vista de todos) para lograr su ansiada concreción.

El resultado arroja un interior sobrio, austero y luminoso, que exalta la realeza divina, según la intención confesa del arquitecto, y que aloja los restos del fundador de Santa Rosa, el citado Mason. 


Pero sin dudas su originalidad y contundencia están expresadas en el pórtico, constituido por 12 rombos del mismo tamaño que simbolizan a los Apóstoles, y coronado por otros dos rombos, uno con una corona encima que representa a la Virgen María, y uno mayor, con la cruz, que simboliza al Cristo. Una idea interesante, con un resultado impactante, que insinúa monumentalidad a la par que disimula las seguras estrecheces presupuestarias del lugar y de la época.


Inicialmente, según pude enterarme hace un rato, el concepto estaba signado por la fuerza del cemento concreto, como elemento que otorga estabilidad y permanencia (atributos de la religión y de la Iglesia); aunque luego toda la edificación fue pintada de blanco, lo que, si bien resalta los perfiles y las aristas, confiere a la estructura un carácter de liviandad rayana con la endeblez, y bien puede el desprevenido imaginar que ella está elevada por caprichosos juegos de moldes, a partir del yeso u otro tipo de elemento maleable.


En fin, a mí me pareció una obra íntegra, honesta, original y feliz en su equilibrio y su desarrollo, en gran medida sustentada en esa organización en rombos, tan equilibrados y emparentados con la cruz como símbolo y como signo.

Sin embargo, me pareció horrible el campanario que nítidamente surge por detrás, hecho de metal (incompatible con los elementos y concepto general de la obra), que a la distancia y por su escaso espesor, bien puede parecer de simple chapa (antes amarilla, ahora también blanqueada, lo que le otorga una apariencia de palomar o cobertizo), y que asemeja un carillón improvisado por alguna necesidad momentánea. De hecho, es frecuente ver hoy día en las iglesias que a una exquisita escultura de un santo le ponen al lado otra más improvisada y moderna (o sea, en general, precaria), para acordarse de otro santo, aunque sin considerar el equilibrio estético. O que junto a un lienzo del siglo XVII, se pega con cinta scotch un póster de un Cristo new age, con estrellas y lucecitas saliéndole por detrás de los hombros.


Como yo entiendo bien poco de arquitectura, y menos aun de arquitectura moderna, me guardé para mí la apreciación de ese detalle disonante, y me limité a compartir con mis compañeros de viaje el para nada impropio calificativo de "raro" para todo el conjunto. Pero, como se dice mucho hoy en día, a mí el carillón ése "me hizo ruido".

En la última edición del programa Teleproyecto, que emite Canal Metro desde hace 20 años y se dedica a la arquitectura, pude ver un reportaje a Lucas Swinnen, hijo del autor de la Catedral, arquitecto como el padre, aunque de mayor renombre, con larga trayectoria en Europa, pero con un corazoncito pampeano que lo hizo instalarse, luego de haber conocido tantas delicias en la tierra más prolífica de ese arte, en su tierra natal (cuestión que atrajo justificadamente varias preguntas durante la entrevista).  

Lucas Swinnen (derecha)

El asunto de la Catedral de Santa Rosa, estando el padre probablemente muerto, a juzgar por el tenor del diálogo, ocupó también un tiempo importante, si se quiere, el de mayor duración, del interviú. A partir de éste, en el que me detuve porque me encontraba con las respuestas, a sólo 4 meses de surgidos los interrogantes, pude establecer, con un énfasis indubitable, que el campanario del caso constituye, no sólo un detalle disonante para mi humilde percepción, sino para la de toda la autorizada familia Swinnen. 

Al menos tres veces repitió el talentoso Lucas que, para él, "habría que sacarlo". Y eso que la pregunta que le formuló el interlocutor (un periodista aficionado, probablemente arquitecto como él) fue hecha con la mayor prudencia, sin anteponer al tema del campanario ninguna adjetivación, siquiera esas introducciones ominosas, que como pidiendo disculpas, clavan el puñal antes de interrogar. 

Posada Piedras Blancas, obra de Lucas Swinnen, en piedra.

Así que a mí, afirmado en mi intuición estética, antes que en los módicos conocimientos que abrigo en la materia, ello me sugirió la siguiente reflexión:

Por más que pretendan esconderse en sofisticaciones modernistas (que siempre son sofismas), los detalles disonantes no sólo aparecen a la vista de cualquier paisano, sino que encima gritan su presencia. De últimas, puede ocurrir que el paisano calle esa presencia por cautela, por prurito (el paisano suele ser reservado, sobre todo, porque no ha sido narcotizado con los humos de la soberbia intelectualoide), pero todos terminan por ver, aunque nadie lo diga, que el rey tiene la bragueta abierta.


 

viernes, 20 de mayo de 2011

Archivo ¿al pedo?



No vamos a hacer ahora una semblanza de León Arslanián, quien fuera entre otras cosas Ministro de Seguridad de la Provincia de Buenos Aires en 1998-1999 y 2004-2007, mandato este último durante el cual implementó la Policía 2 y el 911, y llevó adelante una numerosa "purga policial" (según sus propias palabras a La Nación, el 13 de junio de 2004), tecnologizando los medios de espionaje interno de la fuerza (las famosas escuchas telefónicas del aún vigente Hugo Matzkin, desde 2011, Coordinador General de Seguridad de la Bonaerense), y dando de baja a más de un millar de efectivos en pocos meses, que se sumaron a los 300 que exoneró en 1998.


Para semblanza me resulta la más curiosa (aunque no inverosímil), la que apuntan Marcelo Larraquy y Roberto Caballero en su libro Galimberti. De Perón a Susana, de Montoneros a la CIA (Biografía No Autorizada), Grupo Editorial Norma, Bs. As., 2000. En la página 15 puede leerse:

"Terminamos hablando de la reforma policial bonaerense y (Rodolfo Galimberti) recordó una anécdota sobre el doctor León Arslanián: 'Tuvimos una reunión y mientras me habla veo que se va inclinando despacio, despegando el culo del asiento hasta que se larga un pedo, y siguió hablando como si nada. ¿Qué confianza se puede tener en un tipo así?', se quejó".


Tampoco conozco mucho de su entorno, y sólo puedo mencionar que, cuando fue Ministro de Justicia de Carlos Menem (1991-1993) hizo ingresar en esa cartera, más precisamente en la Dirección Nacional de Política Criminal, a alguna gente académicamente muy preparada, pero con una visión criminológica marginal hasta respecto del garantismo más ultraísta. Muchachos que cómodamente, café de por medio, se permitían calificar a Eugenio Zaffaroni de "facho" por enriquecer sus disertaciones en los '90 con la mención (ya de por sí encomiable, cuando le hubiera resultado más cómodo el plagio) de ciertos autores alemanes de difícil acceso para la comunidad de habla castellana.  

El 13 de mayo de 1999 el Instituto de Seguridad Pública de la Fundación Novum Millenium (una suerte de think tank del entonces promisorio Recrear, dirigido por el Dr. Adolfo Sturzenegger) realizó la Jornada sobre Delito Urbano y Seguridad Institucional. En ese evento disertó Arslanián sobre Reforma Policial en la Provincia de Buenos Aires. Todo lo allí hablado quedó luego inmortalizado (para mortificación de alguno de los disertantes) en una publicación que realizara la Fundación y distribuyera gratuitamente 3 meses después. 


Al momento del Debate posterior a las disertaciones, se le preguntó al orador acerca de ciertos datos estadísticos que había proporcionado. Concretamente, había dicho en su relato: "El fenómeno que observamos en la Provincia de Buenos Aires es que existen 400 villas de emergencia, incluso un solo departamento tiene 49. En las villas miseria han nacido, vivido, multiplicado, envejecido y muerto generaciones. Quienes viven allí están totalmente al margen de lo que es la sociedad de consumo, al margen de las posibilidades de satisfacer las necesidades mínimas. Es evidente que este grupo -3.000.000 de personas según el INDEC- no tiene ninguna razón para respetar el pacto social..." 

Reproducimos a continuación ese intercambio, porque nos resulta particularmente interesante, no solamente desde lo discursivo (12 años, evidentemente, son un tiempo largo en la Argentina), sino sobre todo desde lo lógico. No nos detengamos mucho explicándolo, y vayamos al texto:

Pregunta: Esos 3 millones de personas que estarían en condiciones inferiores a la mínima, ¿están en las 400 villas o las exceden?

Dr. Arslanián: Para plantearlo en otros términos. ¿Son delincuentes todos los que viven en las villas? Esta sería la pregunta. Pienso que no. Hay mucha gente que no vive en una villa, que a lo mejor vive en cualquier tipo de asentamiento, en la vía pública, y también delinque.

Como decía San Agustín, no podemos exigir de la miseria la virtud y me consta por haber ido en mis operativos a villas. En las villas se establece un sistema bastante complejo mediante el cual gente que no delinque se ve cuando menos compelida a encubrir, ya sea colaborando en la reducción, receptando los objetos del robo, por temor a alguna consecuencia. En su interior se cobran peajes, una serie de historias.

El fenómeno tiene un grado de generalidad muy importante. No quiero entrar a etiquetar, pero ésta es la realidad que uno ve cuando concurre a lugares de esas características. Además, todos los episodios que la crónica diaria registra en la Ciudad de Buenos Aires, son cometidos por gente de condición misérrima que vive en las villas. A la Villa 31 inexplicablemente situada todavía a 200 metros del Patio Bulrich, van los jóvenes que arrebatan en el Microcentro, Recoleta y la zona del Obelisco.



***

Para terminar, dejo este artículo, que puede llegar a interesar a algún lector (por cuestiones técnicas, no está linkeado directamente, sino que debe copiarse la dirección y pegarla en una ventana nueva del navegador):

http://publicaronline.net/2011/02/27/cristina-quiere-que-arslanian-garre-y-verbitsky-manejen-la-seguridad-bonaerense/


lunes, 16 de mayo de 2011

Devorando el sol



Un corral para los lobos

Hace unos diez días que se me viene insistiendo, dada mi humilde versación vexilológica, para que opine sobre el infeliz artículo de José Pablo Feinmann (apellido que, proviniendo del alemán, supongo que debe ser entendido como una ironía, aunque también puede tratarse de una de esas paradojales evoluciones del linaje, que da resultados opuestos a lo que designaban originalmente sus nombres[1]) publicado en Página 12 el 15 de noviembre de 2003 bajo el título “Una bandera para el siglo XXI”.



Ignoro por qué la polémica que semejante idiotez debió haber suscitado en 2003 se traslada a 2011, 8 años después. Tal vez porque no tenemos nada mejor sobre lo que discutir. Tal vez porque en esos tímidos comienzos de la “epopeya” hegemonista (es decir, una aventura cuyo único fin es la hegemonía, que puramente no puede ser nunca epopeya, desde que nada heroico hay que merezca, en esa trivial aventura doméstica de cazafortunas, ser cantado para las generaciones venideras) convenía la indulgencia del silencio. Como ahora conviene el aspaviento del ruido, ante una yerma planicie desolada en el horizonte de los proyectos, ante una exasperante falta de imaginación para la acción (que es el vector de la política), pero ante también la necesidad retórica de “profundizaciones” insondables.



Y de hegemonía cultural se trata, nos dice el autor, aunque no se esfuerza mucho por diferenciar hegemonismo de totalitarismo, pese a que gasta la primera mitad del artículo para hablar del totalitarismo yanqui (y no nos queda bien claro con qué propósito… ah, sí, para decir que, aunque es una mierda, después de todo resulta necesario que tengamos una bandera). Pero no nos dilatemos más, y vayamos en concreto a la transcripción de la parte medular de su propuesta:

“Porque HOY es que hay que librar la ardua lucha (hegemónicamente cultural) de la identidad de este territorio que habitamos. Si alguien quiere conservar la azul y blanca y si –más aún– la quiere conservar con ese sol en el centro, ese sol enceguecedor que identifica a la bandera como bandera de guerra, que la conserve. Pero para los actos militares o, a lo sumo, para algunos protocolos oficiales. Aquí, desde estas líneas, tenemos una propuesta que debiera ser casi inapelable. El único símbolo nacional glorioso, universalmente aceptado, honrado e incorporado por otros países como símbolo de la más pura de las luchas, la de lucha por los derechos humanos es el pañuelo de las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo. Para este siglo XXI, para esta lucha de hoy contra la globalización del Uno Imperial, necesitamos otra bandera. Que sea azul y que sea blanca, como la anterior. De acuerdo. Pero le sacamos ese sol de la guerra y ahí, en ese lugar, reemplazándolo, ponemos el pañuelo blanco de las Madres y la Abuelas, el pañuelo de la paz, el de la vida, el de nuestro más genuino, verdadero orgullo”.

Cuando me pasaron por correo electrónico esta gansada, pensé que se trataba de una de las tantas falsificaciones que circulan por ese medio. Tuve que recurrir al Google para dar con el original, que para quien tenga estómago e hígado suficientes, está en este sitio.

Lo primero que se me ocurrió apuntar sobre el caso, nace del más elemental sentido común, que es sentido estético también, sobre todo cuando lo aplicamos a una bandera. Así, en forma de telegrama, contesté en ese momento (5 de mayo pasado):

“Nulo concepto estético y cromático: ¿Cómo va a poner un pañuelo blanco sobre la franja blanca? Por otra parte, me acabo de enterar de que el sol era un símbolo de guerra. Siempre supuse que era un símbolo de vida, porque la vida nace y germina con el sol. Y en nuestro caso, un sol indígena encima, incaico. Otros soles 'guerreros': el agresivo Uruguay, el temible Kirguizistán y el expansionista Malawi”.



Dicho sea de paso, obsérvese cómo la bandera de Kiribati (un archipiélago compuesto de 33 atolones que suman en total cuatro veces la superficie de la Capital Federal, con 100.000 pacíficos habitantes micronesios) “inspiró” a la que durante la gobernación Kirchner se adoptó para la Provincia de Santa Cruz:




Años atrás (más o menos por la misma época en que Feinmann salía a escribir este disparate) se me ocurrió hacer hincapié, en un artículo vexilológico, en el sol como elemento primordial de una bandera para Latinoamérica (o América Románica, como quizás sea el nombre más correcto). A continuación, reproduzco lo que en esa oportunidad ensayé:

«La utilización del sol representa el acervo cultural aborigen, y por tanto el sincretismo religioso y la miscigenación lingüística y étnica que signa la particularidad de la región. Es por lo demás un símbolo utilizado en toda Latinoamérica, con perseverancia y hondo contenido simbólico. En efecto, así como es sabida la utilización del sol con rasgos humanos por Argentina (32 rayos) y Uruguay (16 rayos)[2], también ha sido utilizado de exacta manera por la República de Perú del Sur (integrada por Arequipa, Puno, Ayacucho y Cuzco, y que duró entre 1836 y 1839, integrada en la Confederación Peruano-Boliviana), por el movimiento independentista del Perú previo a la llegada del ejército argentino-chileno liderado por San Martín (sol amarillo sin rostro sobre fondo uniforme azul, 1820), como parte del escudo peruano que señoreaba en medio de la bandera de San Martín (amarillo sin rostro), en medio de la bandera peruana de 1822 (tres franjas horizontales iguales roja-blanca-roja, con sol con rostro humano aindiado en el medio de 16 rayos) y en medio de la bandera peruana que rigió entre 1823 y 1825 (tres franjas verticales –para evitar la confusión con la bandera española a la distancia- iguales roja-blanca-roja, con sol rojo en el medio de 32 rayos).



También el sol aparece en la actual bandera boliviana, como parte de su escudo, amarillo y con doce rayos, enseñoreando sobre la cordillera de los Andes. También –con un nítido sol amarillo dominando en medio de la enseña y sobre el conjunto de jeroglíficos- aparecía en la roja bandera que el Mariscal Santa Cruz dio a la Confederación Peruano-Boliviana entre 1837 y 1839 (flameó de facto desde 1836).



Asimismo, en el año 1823 la logia francmasónica de los “Soles y Rayos de Bolívar”, que operaba en Cuba con conexiones con el Libertador colombiano, y de acuerdo con otras sociedades secretas de la isla, organizó una conspiración para derrocar la dominación española y fundar la República de Cubanacán. Por el sumario que se instruyó contra la frustrada conspiración se sabe que fueron encontradas 395 escaparelas de los colores rojo, azul, y amarillo junto con “tres banderas de seda de tafetán sencillo, cada una con dos y media vara de largo y una y media de ancho, el centro azul turquí, y en el punto medio, estampado un sol grande con sus rayos, como esmaltado, color plateado con claros y oscuros, y en la circunferencia una faja de media tercia de color carmesí”. Se aprecia un evidente desacuerdo entre la descripción sumarial y el diseño vexilológico encontrado, pues en éste el sol es dorado o amarillo y no plateado, como se indica (lo que por otra parte coincide con los colores de las escarapelas, y con los de la Gran Colombia bolivariana).



También los estados venezolanos de Apure, Aragua, Barinas, Bolívar, Carabobo, Cojedes, Falcón, Lara, Monagas (medio sol naciente amarillo con rayos), Miranda, Portuguesa, Yaracuy, Zulia (sol completo, siempre amarillo) y Vargas (este último, con rostro humano), el estado colombiano de Sucre (medio sol amarillo con rayos asomando), los estados brasileños de Ceará (en el escudo), Pernambuco y Tocantis (ambos con sol pleno amarillo en el centro –campo blanco- de sus banderas), los estados guatemaltecos de Chiquimula, Escuintla, Huehuetenango, Jutiapa (3/4 de sol rojo con rayos asomando en medio de la bandera) y Retalhuleu (sol rojo muy simplificado con ocho rayos en el cuartel inferior derecho del escudo central de la bandera) y los estados mexicanos de Baja California, Nuevo León (en el escudo, en rojo), Quintana Roo (sol rojo asomando), Yucatán (cuarto de sol amarillo con rayos), Zacatecas (sol rojo con rayos amarillos) y Querétaro (sol amarillo con rayos y rostro humano) contienen el símbolo tan profundamente latinoamericano.

Otras banderas nacionales que lo contienen: El escudo nacional de Costa Rica (medio sol amarillo con rayos asomando por el horizonte marino), el escudo nacional del Ecuador (sol completo con rostro humano, amarillo y con rayos) y el escudo nacional de El Salvador (sin rostro, amarillo y con rayos), todos ellos formando parte de las respectivas enseñas oficiales[3]».


Fenrir atado, en un manuscrito islandés


Los antiguos viquingos sostenían que el fin del mundo, el Ragnarökrr, el oscurecimiento de los dioses, comenzará cuando el lobo Fenrir se libere de sus milenarias ataduras y sus hijos lobos se coman al sol y a la luna. Luego de una cruenta batalla final contra los gigantes, los dioses perecerán. Y es sabido, en todos los conocimientos tradicionales, que la muerte de los dioses (o su retiro de este mundo) deja el lugar a los titanes, las fuerzas primordiales que rigen en el caos. Cronos (el tiempo), el menor de los titanes, se entronizó luego de castrar a Uranos y engendró con su hermana la titánide Rea a los dioses olímpicos, a los que devoraba apenas nacidos para evitar que algún día lo destronasen. Devorar dioses que acaban de nacer, devorar al sol… Pañuelo o no pañuelo, el dibujo propuesto se parece a una gran boca... o un gran agujero.




[1] Fein es “fino” y Mann es “hombre”. Según el DRAE, fino es un adjetivo que designa: 1) Delicado y de buena calidad en su especie; 2) delgado, sutil; 3) dicho de una persona: delgada, esbelta y de facciones delicadas; (…) 9) que hace las cosas con primor y oportunidad.

[2] En la República Oriental del Uruguay el sol aparece también en las banderas de los departamentos de Cerro Largo, Durazno, Lavalleja, Río Negro, Rocha, San José, Tacuarembó y Treinta y Tres. Respecto de la República Argentina, aparece en las banderas de las provincias de Buenos Aires, Chaco, Chubut, Córdoba, Corrientes, Jujuy, La Pampa, Mendoza, San Juan, San Luis, Santa Cruz (como hemos visto), Santa Fe y Santiago del Estero. Por otra parte, al ser un elemento fundamental del símbolo patrio más antiguo (el escudo), también es de apabullante utilización en las banderas municipales.

[3] En Ecuador también tienen sol las banderas de las provincias de Bolívar, Carchi, Los Ríos, Pichincha y Santo Domingo. En Perú también aparece en las banderas de Apurímac, Cajamarca, Callao, Loreto, Moquegua y Tumbes. En Costa Rica, además de en la bandera nacional, aparece en la enseña de la provincia de Puntarenas; y en El Salvador, en la bandera del departamento de La Paz.

viernes, 13 de mayo de 2011

Sólo momentos: 74 días

Advertencia: Este artículo fue publicado el 11 de mayo de 2011. Una insólita depuración de Blogger lo eliminó, como también lo hizo con un comentario que para esa fecha había recibido, y con otro correspondiente al post anterior ("Instrumento"). Ello ha obligado a este editor a intentar un esforzado trabajo de reproducción, con la incertidumbre acerca de la permanencia de esta nota. No importa. Si vuelve a desaparecer del aire, la habremos de publicar otra vez. No seremos inteligentes, pero sí perseverantes.



Hemos omitido conscientemente este año evocar la gesta de Malvinas el día 2 de abril. Puede parecer paradójico, pues durante muchísimos años abogamos porque el 2 de abril fuera reconocido y conmemorado como corresponde, luego de un tenaz proceso de desmalvinización llevado a cabo en los años ’80, que estableció como fecha digna de ser recordada, el 10 de junio (conmemora el nombramiento de Luis Vernet, en 1829, como tercer Gobernador argentino de las islas[1], fecha asimismo escogida por recordar el desalojo que los españoles, el mismo día de 1770, hicieron de los ingleses establecidos ilegalmente en Puerto Egmont). Luego del violento y arbitrario despojo llevado adelante el 3 de enero de 1833, se produce una sublevación de gauchos argentinos, liderados por el entrerriano Antonio Rivero, que mata a los cinco cabecillas del gobierno británico (mientras respeta la vida de todos los demás pobladores, las mujeres y los niños), arría la union jack y pone en su lugar el pabellón azul y blanco. Eso ocurre el 26 de agosto de 1833, y la situación bajo bandera argentina se prolonga por más de cuatro meses, hasta el 7 de enero de 1834.



Una vez izada definitivamente la bandera británica, ese 7 de enero de 1834, por el teniente Henry Smith, la enseña de los usurpadores flameó sobre nuestra tierra austral ininterrumpidamente durante 177 años, 5 meses y 4 días hasta el día de hoy. Ininterrumpidamente, a no ser por tres episodios, dos gestuales y uno efectivo: 1) El aterrizaje del pequeño Cessna tripulado por el aviador argentino Martín Fitzgerald, el 8 de septiembre de 1964, con enarbolamiento de la bandera argentina (aunque no en reemplazo de la británica). 2) El aterrizaje de un jet de Aerolíneas Argentinas en Puerto Argentino, desviado de su curso por el Operativo Cóndor, el 28 de septiembre de 1966, llevado adelante por un comando de 18 jóvenes nacionalistas peronistas, que arrió la bandera inglesa e izó la argentina durante 36 horas, y mereció por su arrojo la cárcel en Ushuaia, en miserables condiciones, por parte del gobierno de Onganía. 3) La recuperación de la Islas Malvinas por la República Argentina el 2 de abril de 1982, con la designación de autoridades, el reconocimiento de los derechos de los ciudadanos malvinenses (a la inversa de lo que hizo y hace la potencia colonial británica) y la reafirmación real de los legítimos derechos soberanos de nuestro país sobre ese suelo patrio, durante 74 días, entre ese 2 de abril y el 14 de junio.



En algún momento se me dio por pensar que, los que estábamos presentes en 1982, tuvimos el raro privilegio de presenciar como realidad efectiva ese anhelo patrio tan demorado. Pudimos vivirlo, durante 74 días. Las Malvinas estaban bajo bandera argentina de verdad. Cuando sea el momento de contarlo a nuestros hijos, y más aún a nuestros nietos, tal vez tomemos consciencia del significado íntimo y vital del suceso: nosotros, los que nacimos antes de 1982, tuvimos el privilegio de vivir en la Argentina completa, recuperada de sus mutilaciones proferidas por el imperialismo también real y efectivo, es decir, palmario, evidente, material, y no argumental, ni semántico, ni retórico.

Duró sólo 74 días, es cierto, pero no hay amor que dure 100 años. Fueron 74 días en que lo logramos, lo hicimos finalmente, demostramos que somos valientes, decididos, que estamos dispuestos a defender lo que decimos, y no nos quedamos en meras protestas y lamentaciones, en pucheritos. Fuimos y le pegamos una piña en la cara al matón de la escuela, al grandulón abusador que nos escarnecía una y otra vez, con la complicidad de los demás, y hasta las sonrisas celebratorias de los demás. Por un momento todos se quedaron callados. Como dijo San Martín en ocasión del Combate de Vuelta de Obligado, los argentinos demostramos que no somos empanadas que se pueden comer de un solo bocado.



Cada vez ronda más por mi cabeza esa tentación de desembarazarme (liberarme, sería la palabra adecuada) del prejuicio causal, de esa tendencia metódica de concebir el tiempo como una sucesión lineal, y la historia como un cuento que requiere de algún final. Siempre el final debe ser establecido arbitrariamente. El momento de corte que se elija, determinará el género de la historia. Si se pretende un final feliz, la película termina cuando los enamorados finalmente se encuentran y se besan, a veces cuando se casan. Si se quiere un final triste, la historia puede continuar hasta que los enamorados quedan inmersos en la rutina, pierden la atracción el uno por el otro, empiezan a meterse los cuernos, terminan tirándose con la vajilla, y finalmente, dejan gran parte de los bienes habidos en la aventura conyugal en un bufete de abogados, que se encarga de pelear tenencias, régimen de visitas, alimentos y demás cuestiones desagradables. O puede continuar la historia, con los ex enamorados rehaciendo sus vidas, perdonándose sus afrentas pretéritas, y terminando en otra feliz escena familiar en Navidad, ante la misma mesa, con los míos, los tuyos y los de ellos.

Malvinas bien podría empezar con el despojo británico de 1833, repetido en 1834, y terminar en el 2 de abril de 1982, cuando un comando de elite recupera las islas, con tanta idoneidad y profesionalismo, que lo hace sin matar a un solo británico, por más que ellos arteramente dispararon y asesinaron al Capitán Giachino luego de pedir la rendición. O podría prolongarse hasta el 1 de mayo de 1982, día del glorioso bautismo de fuego de la Fuerza Aérea Argentina, de muchísimos actos del mayor heroísmo y destreza, que valieron el unánime elogio internacional. De la muerte de 14 hermanos compatriotas en esas acciones de heroísmo, y del hundimiento y destrucción de tantos buques británicos, con pérdidas millonarias, en el Estrecho de San Carlos. Sería un final épico, a toda orquesta.



También podría terminar el 14 de junio de 1982, con la rendición apresurada argentina, sin presentar prácticamente oposición en Puerto Argentino y en una coyuntura, se supo después, en la que las tropas inglesas se encontraban ya exánimes y desmoralizadas, y sus mandos muy preocupados porque el día anterior una escuadrilla aérea argentina casi mata de un bombazo a los máximos jefes en las islas. Ése sería un final previsible, después de todo, pero no del todo malo. Las guerras pueden ganarse y pueden perderse, como los partidos de fútbol, y una derrota 4 a 3 no es lo mismo que una goleada rotunda.



Si en cambio la historia de las Malvinas decidiéramos terminarla hoy, tendríamos realmente un cuento tragicómico, absurdo y ridículo. Un pueblo martirizado por la culpa, pidiendo perdón hacia todos lados, agradeciendo a los ingleses la vuelta de la democracia, tolerando los imperdonables crímenes de guerra, sin atreverse a demandar hacia fuera la justicia que sí demanda airadamente puertas adentro, protestando impotente ante los avances estratégicos en la zona: búsqueda de petróleo, expansión de la zona exclusiva, protección en aguas malvinenses a pesqueros depredadores del Mar Argentino, bases clandestinas en la Patagonia, etc. etc., mientras los argentinos nos golpeamos el pecho de contrición y hacemos profesión de fe pacifista hasta las últimas consecuencias… y un poco más allá también.



También, siempre considerando a la historia como un cuento lineal, podríamos ensayar un escenario contrafáctico, con un eventual triunfo argentino. Gran Bretaña, en el marco de su plan de ajuste armamentístico, decide finalmente no recobrar el archipiélago, y éste pasa definitivamente a la soberanía argentina. La democracia habría vuelto, indefectiblemente. Es un argumento mala leche el que vincula la derrota con el regreso de la democracia, y ya lo hemos tratado tres años atrás (http://corraldelobos.blogspot.com/2008/07/malvinas-contra-algunos-sagrados-dogmas.html). Probablemente, se habría creado una provincia en esas islas, con un gobierno provincial con jurisdicción sobre las antillas australes. Muchos kelpers (a los que tal vez se llamaría “cachiyuyeros”) se habrían marchado a Inglaterra, pero otros muchos probablemente se habrían quedado, y mandado sus hijos a estudiar a Buenos Aires, de donde ya no regresarían, más que alguna vez al año de visita. Un plan de promoción industrial como el que en los mismos ’80 se llevó adelante en Tierra del Fuego seguramente habría terminado en un escándalo de galpones vacíos y devoluciones de IVA por productos que jamás se produjeron y menos se vendieron y facturaron. Los hombres solos que hubieran llegado a las islas desde las provincias por la buena paga, requerirían de una buena oferta de cabarets y whisky, y de vez en cuando veríamos por TV las huelgas con gomas quemadas. Tampoco parece ése un final feliz.



Los finales felices son efímeros. La felicidad es efímera. La vida es efímera. La vida no es feliz, pero se compone de instantes felices. También se compone de instantes tristes. Y sobre todo, como una mayoritaria argamasa, de largos períodos grises y monótonos.

Los que nacimos antes de 1982 hemos tenido el privilegio de poder vivir algo para recordar. Instantes felices. Instantes tremendamente tristes. Pero nada gris y monótono durante esos 74 días. No había tiempo para aburrirse y cambiar de canal.

Se me ha ocurrido que, como hacen las religiones, tal vez la mejor evocación sea por un período y no por una fecha. Es por eso que he elegido el día de hoy, casi equidistante del principio y del final de la contienda.

La revista del ACA, al ser trimestral, accidentalmente cumple un poco con esa ocurrencia mía. En su número 208, correspondiente al trimestre abril/mayo/junio 2011, evoca el 2 de abril, pero lo hace con toda la potencia temporal del trimestre. Lo hace cuando el 2 de abril pasó hace casi mes y medio. En un recuadro de la página 14 concluye en lo mismo que disparó este post: “Desde entonces (desde el atropello de 1833) flamea la bandera británica en las Islas, menos durante los 74 días que duró el conflicto bélico”.



He leído hace poco en el último libro de Mario Vargas Llosa (ISBN 978-987-04-1644-9, pág. 272) una reflexión que él pone en la mente de Roger Casement, a propósito de la ímproba lucha de Irlanda por liberarse del colonialismo británico, en particular, el fracaso de Semana Santa de 1916:

«Mil veces preferible morir como ellos, con las armas en la mano –una muerte heroica, noble, romántica-, antes que en la indignidad del patíbulo, como los asesinos y los violadores. Por imposible e irreal que hubiera sido el designio de los Voluntarios, el Irish Republican Brotherhood y el Ejército del Pueblo, debió ser hermoso y exaltante –sin duda todos los que estuvieron allí lloraron y sintieron su corazón tronando- oír a Patrick Pearse leyendo el manifiesto que proclamaba la República. Aunque sólo por un brevísimo paréntesis de siete días, el “sueño del celta” se hizo realidad: Irlanda, emancipada del ocupante británico, fue una nación independiente».



[1] Los gobernadores anteriores designados por Buenos Aires fueron: 1) Designados por el Reino del Río de la Plata (1776-1811): Ramón Carassa (1777), Salvador de Medina (1779), Jacinto de Altolaguirre (1781), Fulgencio Montemayor (1783), Agustín Figueroa (1784), Pedro de Mesa y Castro (1786), Ramón Clairac (1787), Pedro de Mesa y Castro (1788), Ramón Clairac (1789), Juan José de Elizalde (1790), Pedro Pablo Sanguineto (1791), Juan José de Elizalde (1792), Pedro Pablo Sanguineto (1793), Juan Aldana y Ortega (1794), Pedro Pablo Sanguineto (1795), Juan Aldana y Ortega (1796), Luis de Medina y Torres (1797), Francisco Xavier de Viana (1800), Ramón Fernández de Villegas (1801), Bernardo Bonavia (1803), Antonio Leal de Ibarra (1803), Bernardo Bonavia (1804), Antonio Leal de Ibarra (1805), Bernardo Bonavía (1806), J. C. Martínez (1807), Pablo Guillén (1810) y Gerardo Bordas (1810-1811). La Primera Junta de Gobierno de Buenos Aires dispuso el reconocimiento de los salarios caídos, en carácter asimilable al legítimo abono, a este último hasta 1811. 2) Designado por el Director Supremo José Rondeau: David Jeweet (1820). 4) Sucede a Jeweet Pablo Areguatí, oficial de raza indígena educado en las misiones jesuíticas, ex capitán de milicias en Entre Ríos, a quien Belgrano había nombrado alcalde en Mandisoví, Corrientes, en su campaña al Paraguay (1820-1824). 4) Jorge Pacheco y Luis Vernet (1824-1828), administradores de las islas en carácter de concesionarios. 5) Designado por el General Martín Rodríguez: Luis Vernet (1829-1833).