Como sea, poco o nada ha de dejar de próspero en la página blanca que dispone a manchar con arabescos garrapateados desprolijamente si primero no aclara dos circunstancias: la primera, que siempre hay que escribir desprolijamente, evitando los ornamentos y la simetría, como evitando de tal forma providencial la mariconería o la pacatería (¿o no existe acaso una horadación detectivesca del escritor a través de su biografía, como existe la misma incisiva y mediocre forma de ignorar lo escrito a través del estudio de los caracteres de la escritura?); la segunda, que siempre hay que lanzarse a la escritura con frenética irresponsabilidad, como deslizándose con un carrito con rulemanes por una empinada pendiente de cuarenta y cinco grados (uno se imagina así las que conducen desde Reconquista al Bajo cuando es chico), es decir, sin detenerse a analizar meticulosamente ni la forma ni el contenido, para no llegar a la penosa conclusión de que lo que se escribe, obviamente, no sólo es prescindible sino que casi siempre es censurable… Porque, después de todo, reflexiona Godofredo, qué gran utilidad se habría prestado la Humanidad a sí misma si hubiera recurrido a la humildad o a la pereza de los presocráticos, y modestamente se hubiera censurado a sí misma, en lugar de iniciar el tortuoso camino de las reivindicaciones hacia la libertad de expresión, jalonado de películas o representaciones teatrales interpretadas por actores del matiz trágico de Ulises Dumont, y su tijera.
De los presocráticos, ciertamente más coherentes que los socráticos, poco y nada queda, e incluso hay quienes llegaron a pensar que los fragmentos perdidos de Heráclito nunca fueron escritos, como las ingeniosas reflexiones de Diógenes el Perro. En cambio, desde la infeliz invención de Guttemberg que los mortales no paramos de llenar hojas y hojas de papel con la ingenua aspiración de alcanzar la inmortalidad literaria, seguramente porque confiamos en que la vamos a ver desde arriba, y nos vamos a solazar junto a nuestros deudos con cada venta que se registre en librerías. Nosotros, más propensos a solazarnos desde la confortable y espumosa comodidad y molicie de los nimbos, esbozaremos sonrisas hasta en las cuevas de saldos de la calle Corrientes; incluso, en los criminosos desvíos de las fotocopiadoras de democráticos Centros de Estudiantes, en los cuales cientos de militantes holgazanean y toman mate… ¡como los presocráticos! Pero sin ríos heraclíteos ni cínicas desnudeces… Y mientras contemplamos con placer la mecánica rutina del fotocopiado de nuestra obra inmortal, y un nene lleno de granos matea con Bakunin y con una nena muy bolche y muy fuerte y piensa en la cantidad de polvos militantes que le podría echar si la nena decidiera entregar su revolucionario trasero al putsh popular, y le importa tres bolas el inmortal contenido de nuestra pluma inquietante; nuestros deudos, más materialistas y menos históricos, se indignarán con tales desvíos, suplicando en cambio porque no nos saquen de vidriera en las librerías de shoppings, a las que hemos llegado por nuestro cautivante y trágico deceso, y que nos sigan valorizando a diez centavos por página, doce si es tapa cartoné. Entretanto, como los presocráticos, el nene con granos comienza a ver cínicamente desnuda a la nena militante, y el río de mate parece heraclíteo porque no deja de correr, aun en los días en que no hay clase por toma de la Facultad en protesta porque el ordenanza del turno tarde fue lustrabotas en los setenta y en la recova de Paseo Colón una vez le lustró los zapatos a Martínez de Hoz, y encima le aceptó propina.
Godofredo comienza irresponsablemente a recordar sus años de estudiante ante el embate de estas reflexiones, en vez de comenzar irresponsablemente a escribir. Rápidamente un bocinazo proveniente de la calle lo devuelve a la realidad, y a sus preocupaciones existenciales por trascender, por lograr que su discreto volumen de elucubraciones pueda ser localizado con la brújula celestial a través del buscador “nubesdeubeda.com” algún día de ésos, sobre todo, cuando acaezca el providencial y trágico accidente que prive a la raza humana –o al menos a los lectores en lengua castellana- de su talento explosivo. Porque la existencia de un libro, como la devoción en la escucha de un casete pirata, depende en gran medida de la biografía del autor (o de los barbitúricos o el vómito asfixiante sufridos por el artista), tal como Godofredo comenzó a esbozar como prólogo platónico de esa obra que todavía no empieza. ¿Quién no evoca en este momento al desafortunado John Kennedy Toole, y su infausta decisión de suicidarse en la flor de la edad, con tan sólo dos novelas escritas y la más mínima perspectiva de publicarlas? Claro que Godofredo ha dudado desde siempre de ese muchacho malogrado, y aferrado a las teorías conspirativas y a las extravagancias que signan el éxito de un libro en los Estados Unidos, ha sostenido la hipótesis de la impostura, que asimismo diverge en un doble escenario: o bien, que La conjura de los necios fue escrita por la madre, o bien por el hijo, que finalmente recurrió a semejante ficción escaldado por la serie de frustraciones que había tenido al intentar publicar con las editoriales; o bien, que dicho acierto literario (que mereció luego el Pullitzer) obedece directamente a la estrategia de una editorial y al talento anónimo de un amanuense. Claro que Godofredo no ignora que la primera posibilidad choca precisamente con la premisa incontrastable del ego del escritor como motivación supina de la obra literaria, en la que también ha venido pensando irresponsablemente desde que decidió sentarse a contemplar la hoja en blanco y en caer en la magnética atracción mimética que esa blancura ejerce en la mente del escriba. La vigencia de la premisa debería haber conducido, más temprano que tarde, al descubrimiento del velo y la aparición con vida del talentoso escritor.
Ya Godofredo, lanzado a la desmesura de la especulación, comienza a imaginar una madre asesina, o un profesor universitario asesino, aquel mismo que tuvo el talento de descubrir la genialidad en el manuscrito tantas veces rechazado, el mismo y poderoso talento demiúrgico del Salieri de Milos Forman… Pero bueno, tal vez todas estas especulaciones busquen con afán diluir la tentación de suicidarse, con lo que tan sólo quedará para después la posibilidad del trágico accidente.
O más atractivo aun, porque después de todo nadie asegura la ulterior presencia confortable de las nubes bajo la báquica panza del contemplativo genio malogrado, resulta siempre el plan de la muerte simulada. Claro que en tal caso deberá confiarse en la honestidad de un representante que resista la tentación de llevarse los laureles, y en su capacidad para generar enigmas acerca de la tortuosa vida del talento muerto en su apogeo, y sobre todo, de las diversas alternativas que llevan a que periódicamente aparezca un nuevo e inédito material, desenterrado de un arcón debajo del sótano de la casa materna, o algo por el estilo.
Pero bueno, después de estas largas disquisiciones que ocuparon algunos estériles minutos en la mente de Godofredo, nuestro imaginativo literato se dispone a distraernos con alguna curiosa saga producto de su proverbial inventiva. Así surge preliminarmente la preocupación acerca del tipo de obra a redactar. Godofredo enseguida recuerda su fantástica propensión a la pereza y a la dispersión del pensamiento, lo que en principio le vedaría la posibilidad de encarar una novela, pieza literaria excluyente en el mundo moderno, en el que el negocio de los libros se valúa por página y en el que la importancia de las obras es directamente proporcional a su peso y volumen. Sin embargo, reconoce que una novela es primeramente un inmenso ejercicio de dispersión, si bien que matizado por un hilo conductor que debería llevarla hacia alguna parte… Claro que casi nunca nos deja en ese destino, y comprobamos al cabo de las seiscientas páginas que nos hizo deglutir el genio de algún yanqui que publica cada trimestre, que el destino de la novela era la novela misma, como conclusión de autoayuda, la vida no tiene otro sentido que la vida misma, o el fin de todo camino es el camino mismo; y todos los “mismos” que circularmente dibujen una apariencia paradojal en algo tan simple y tan poco atractivo. Ese tipo de conclusiones, claro, no suelen emerger de nuestra mente práctica, angustiada frecuentemente por la poca disponibilidad de tiempo y la abrumadora presencia de un cúmulo galáctico de libros imprescindibles, que siguen juntando polvo en los estantes más altos de la biblioteca, mientras leemos cientos de páginas al día de diarios, revistas, best-sellers, informes periodísticos clasificados con las noticias más relevantes y otras tantas pilas de vulgaridades mal escritas y absolutamente descartables. No, esas agudas reflexiones, generalmente bien rentadas por la distribuidora de semejantes mamotretos de venta en kioscos, provienen de mentes lúcidas, que tienen la mala idea de manifestarse algunos días después de que uno ya ha cerrado semejante kilométrica obra con el gusto amargo de no saber qué cornos quiso decir su autor, ni siquiera, recordando demasiado bien su contenido. Pero bueno, también aquellas novelas memorables que pasan a la historia deben sin duda conceder páginas a la dispersión creativa del autor, y muchas veces, en esos desvíos sin salida, aparecen las mejores piezas, producto del apartamiento de las exigencias de la coherencia argumental, que da espacio y oportunidad al autor de desatar los caprichos y los demonios escondidos. Y Godofredo recuerda entonces otra vez aquello del ímpetu y la irresponsabilidad de la escritura. También evoca a Borges y a Bioy Casares, que con esa pasión por la brevedad y la austeridad en el uso del lenguaje habían seleccionado unas joyas literarias realmente notables que destacaban por su simpleza que desnudaba, sin mayor ornamento, la belleza de una trama original y perfecta. Narraciones sobre muertes, sobre amores, sobre fábulas, todas extraordinarias, capaces de trascender los siglos y los fallos de la memoria, y sin embargo tan breves, que insumían unos segundos en la vida del lector. Un concepto inversamente proporcional de la duración, como si la brevedad de la vida de una mariposa retumbara en la eternidad como la caída de un imperio.
Y si existe esa posibilidad, entonces, para qué acometer con una empresa tan ímproba y espuria como la de la novela, que tiene nada más que por objeto desposeer al potencial lector de unos cuantos billetes en función de las páginas que compra. Godofredo entiende entonces la necesidad de aclarar al lector ya a esta altura, casi desde el principio, que lamentablemente ha sido engañado, y que deberá recurrir a un lúcido crítico de autoayuda para justificarse en la inútil tarea de seguir recorriendo con sus ávidas pupilas tantas líneas vanas.
2 comentarios:
Me solidarizo con Godofredo y lo felicito por, indirecta o inconcientemente, suscitar este maravilloso texto. Me hizo reir un buen rato, alejándome así del deber de escribir un triste -pero al menos breve- guión para un evento; tarea que no merece siquiera el discutible glamour que podría reclamar un ghostwriter, ni provee siquiera, al espíritu, las nutritivas tribulaciones del heróico Godofredo.
Saludos.
Mensajero, no sabe el gusto que le dio a Godofredo, según me acaba de comentar por correo-e, el saber que por lo menos tanta desazón y quebradura de cocos sirvió para despuntar una risa, y distraerlo de tan triste compromiso. Que le sea tan leve como breve.
Un cordial saludo.
Publicar un comentario