jueves, 29 de diciembre de 2011

Karma


Tanto se habla del karma, que uno se ve necesitado de hacer un aporte testimonial, que radicará en una anécdota pequeña, nimia, pero que resalta por su ejemplaridad, la que por otra parte resulta adunada por el funcionamiento casi mecánico del sistema de balance universal: inmediato, inevitable, proporcional, cuando no simétrico.

Resulta que en la noche de ayer, casi 22 horas, voy con mi hermano a hacer una compra de emergencia al supermercado chino más cercano. Se hacía necesario agregar dos vinos espumantes (que si son de Champagne, se llaman “champagnes”, y si son de España se les dice “cavas”) a los que se enfriaban ya en la heladera, habida cuenta que a las razones de siempre para brindar se sumaba que mi hermano había ganado un concurso muy importante en el sistema de salud pública, obteniendo al efecto puntaje perfecto en el examen. Pavada de hermano tiene uno por ahí, y henchido de orgullo de primogénito bajé de las estanterías las dos más primorosas: un brut rosé y un brut nature.

Nos dirigimos a la única caja que estaba abierta, en donde, mientras una persona descargaba sus productos, otra (un señor con un cochecito con un niño) esperaba su turno, y dos pibes más atrás también. O sea, había tres compradores adelante.

En un momento, al señor con el cochecito que estaba en segundo lugar, se le sumó una señora algo nerviosa hablando fuerte, lamentándose de que la fiambrería ya hubiera cerrado, y trayendo una canasta de plástico llena de productos alimenticios con apariencia de ésos que son “para salir del paso”.



De inmediato, la otra empleada china que estaba acomodando las verduras, para apresurar el ritmo de atención, y habida cuenta de la hora de cierre, procedió a abrir una segunda caja. Los muchachos que estaban en tercer lugar, a continuación del matrimonio de la señora nerviosa, se fueron hacia esa nueva boca de atención, con los dos o tres artículos que tenían en la mano (a las 22 hs., generalmente todos van al mercadito chino a comprar un par de cositas que necesitan, con lo que el asunto se hace bastante rápido).

Mientras en una caja la china de las verduras atendía a los muchachos, en la otra (la primigenia) se demoraba el proceso de cobro por motivos desconocidos. Supongo que quien estaba comprando tuvo la ocurrencia de pagar con tarjeta de débito. La señora nerviosa comenzó a apretarse contra la señora que presumiblemente pagó con tarjeta de débito, para mostrarle su apuro con el aliento en la nuca, mientras comenzaba a descargar sus comestibles sobre el mostrador de la caja.

En tanto, los muchachos, habiendo terminado con su menester, se alejaban de la segunda caja, que quedaba despejada. Al percibir esa situación, yo miré a la señora nerviosa que me precedía y que se encontraba enfrascada en presionar a la señora de la tarjeta de débito para que finiquite su parsimoniosa compra y, esperando todavía algunos segundos, me dirigí a la caja que había quedado vacía. De repente, una voz chillona y subida de tono me paró en seco:

—¡A dónde vas! Yo estaba primero.

—Usted —yo no tuteo a la gente que no conozco— está esperando en la otra caja…

—No, yo estoy esperando para ambas cajas. La cola es como una y griega. La primera que se desocupa es para el que está esperando primero.

—Así que la cola es una y griega… Primera vez que lo escucho en un supermercado.

—Sí, la cola es una y griega, y vos sos un irrespetuoso.

—Bueno, no sea peleadora. De todos modos, la iba a dejar pasar si me lo pedía.

—Yo no soy peleadora, y no te voy a pedir nada si yo estoy primera, ¡estúpido!

Dicho esto, impetuosa agarró la canasta y sus comestibles apoyados en la primera caja y cruzó el pasillo hacia la segunda caja de la china verdulera, mientras el marido que asía el cochecito miraba el techo con esa expresión inanimada y silenciosamente sufriente de los santos de las iglesias.

Poco tiempo después, la señora de la tarjeta terminó de firmar el papelito y se retiró, dejando la caja original disponible. Yo me adelanté, todavía masticando el insulto, porque por más que ya he ingresando a una senda metafísico-aristocrática algo zen en mis propósitos, sigo conservando un acendrado orgullo occidental-competitivo, que instintivamente me compele a apropiarme de la última palabra. Pero me sofrené, conté hasta diez, y con la mejor sonrisa me dirigí a la empleada china, para que me cobrara mis dos botellas de espumante y cinco botellas de agua mineral que también llevaba aprovechando la compañía de mi hermano.



No miré hacia atrás, pero intuí alguna mirada de soslayo de la nerviosa compradora de la caja vecina. Advertí por unos segundos un denodado afán de su parte por despachar primero su trámite y salir antes que yo del mercadito. Tal vez sólo impresión personal. Pero lo cierto es que en ese momento pude ver que a la derecha de mi mano derecha había una bolsa con ciruelas, una caja de puré de tomate y algún producto comestible más, que en el empecinamiento agresivo por cruzarse de caja, dejó allí olvidados.

La china que a mí me atendía, y que evidencia una inmigración muy reciente, le advirtió a su compañera, la verdulera, en chino, de esa circunstancia. Y la verdulera intentó en vano detenerla a la señora nerviosa, cuando en un veloz movimiento de mawashi-geri (o tal vez de unsu, para entendidos), recibía su vuelto y con el marido sufriente y el cochecito a cuestas, en un santiamén daba la vuelta y escapaba rauda por la puerta de calle.



Pensé por un segundo, para fortalecer mi propio karma, en salir a la calle y advertirle del olvido, que probablemente sería crucial para la preparación de su cena tan tardía como improvisada. Pero, después de todo, un occidental que se sumerge en una cascada metafísica de budismo zen sigue siendo, aun mojado por fuera, un occidental porteño y jodido. Así que terminé de realizar mi compra, lentamente salí en compañía de mi querido hermano por la puerta, miré hacia ambos lados de la cuadra para constatar que la señora nerviosa y su séquito ya no tuvieran oportunidad de regresar, y mientras detrás de nosotros las persianas metálicas empezaban a bajar, me invadió ese beneplácito ligeramente maligno, marcadamente occidental, típicamente porteño, ciertamente jodido, del que todos nos avergonzamos cuando hablamos del karma.



lunes, 19 de diciembre de 2011

Mitos

En honor, sobre todo y por siempre, al mito más hermoso, el mito de la libertad.

El mito es una intuición prerracional, un reconocimiento de la incapacidad movilizadora de la razón como fuente de los impulsos humanos, un postulado apriorístico que, con el avance de la neurociencia, ha demostrado su verdad: la razón aparece siempre detrás de la acción, justificándola, llenándola de sentido –racional-, creando en el sujeto la ilusión del autocontrol, de la autodeterminación. No hay nada más perturbador ni más sombrío que la certeza de nuestras limitaciones en punto a nuestro tiempo, nuestro espacio, nuestra circunstancia y nuestro destino. A ese hallazgo llegó Sorel a partir de Marx y de Bergson. Apoyándose en el segundo, y revisando al primero, con esa obsesión meticulosa nacida de su firme pertenencia marxista original, enfrentada a una condición constitutiva de su más íntimo ser: la necesidad de ser sincero y verosímil, de ajustar el viejo esquema de mediados del siglo XIX a la realidad dinámica y arrasadora de la Europa de la primera mitad del siglo XX.



De ese viejo esquema, como de las capas de la cebolla, fue desembarazándose el pensador de Cherburgo principiando por los postulados económicos. La llamada “teoría económica marxista”, hija ingenua, esquemática y tal vez demasiado ortodoxa de las vetustas concepciones manchesterianas, de la utopía del mercado puro a la cual la utopía comunista refleja casi con la fidelidad de un bruñido espejo. Liberada la cebolla de esa primera capa, poco tiempo podía esperar la segunda para seguirla en el sumidero de esa cocina en frenético trabajo de reelaboración teórica. Me refiero al economicismo marxista. Al materialismo dialéctico, tan calculador y elemental, que poco tenía que ver con la pasión revolucionaria que desde la actividad sindical encendía las calles y las mentes en esas primera y segunda décadas del vigésimo siglo. Mientras los ojos empezaban a enrojecerse en el despanzurramiento de la cebolla, de ese marxismo revisado, tras todas las capas desechadas, no quedaba ya más que un diminuto núcleo de potencialidad explosiva: el mito de la lucha de clases. Y como mito, debía encender los corazones, con la fuerza que Hölderlin atribuía a los dioses de antaño.

Al no haber ya más lastre racional (y por tanto, esencialmente falaz e hipócrita), la intuición es predisposición a la acción, y la acción es reveladora de verdad. A más de algo peronista, diría Evola que hay algo profundamente medieval en todo eso. Esa visión mítica y metafísica del trabajador como la nueva figura epocal en los términos del primer Jünger, se acerca ciertamente más al caballero andante que a cualquier otro arquetipo. Y completando la idea, la visión mítica y metafísica que del sindicato tiene el sindicalismo revolucionario de Sorel y Lagardelle se emparienta antes con las órdenes ascético-caballerescas medievales que con cualquier organización más reciente, sea ella alguna corporación comercial, alguna hansa, o una cámara empresaria, una bolsa de comercio, o incluso un trust transparente o secreto.



Hace ya mucho que en el ámbito universitario público no hay mucho para elegir, en términos de pluralidad de orientaciones ideológicas. Se debe confiar en la capacidad crítica y en la inteligencia de los estudiantes, en aquel aguijón de rebeldía que suele acicatear a quienes se hartan de la unanimidad activa y vigilante. Será por ello que son pocos, y en tanto pocos, buenos, los que van generando un criterio propio, al margen de la ideología hegemónica que domina desde el CBC, sobre todo, a las Humanidades.



En el reducto de Marcelo T. de Alvear 2.230, siempre enchastrado, empapelado, grafiteado, pintados sus ventiluces con aerosol… Plástica popular para el Cortázar paseandero del París de los ‘60, y bastante alejada de la plástica popular de un Berni, un Guttero, un Spilimbergo (para la suerte de nosotros, los criollos de acá lejos), por ejemplo; y cuya poética popular, siguiendo con el piadoso eufemismo, se repite en unos escuetos versos tan rancios en su modernismo cuanto predecibles en su vehemencia, en los objetivos de sus invectivas, en las proclamas evangélicas evangelizadoras… No hay nada más gracioso y patético a la vez, que lo moderno que envejece, una pendeviejada de carmela y peluquín. En el reducto de Marcelo T. al dosmildoscientos, decía, puede que haya libertad de cátedra, pero no libertad de cátedras, como el chiste de las tres peras.


Alfredo Guttero, Feria, 1929.

Comenzando la carrera de Sociología, por ejemplo, uno se encontraba con una sola opción para la materia Filosofía: Cátedra Rubén Dri, un ex sacerdote del Tercer Mundo que, compromiso va, compromiso viene, decidió finalmente dejar los hábitos, en lugar de arremangárselos un poquito, y en los tiempos de ocio entre libro y libro, “hacer hablar a la boca del fusil” (preferiblemente, del fusil de los otros), fuente de toda verdad y justicia para la monada universitaria inquieta de los ’70. Cuando yo lo conocí, seguía pareciendo un sacerdote, con sus lentes culo de botella que le disminuían los ojitos al tamaño de una lenteja, mientras vestía un eterno pulóver azul marino, una camisa gris o a cuadros que de su cuello redondo asomaba, un pantalón gris de vestir y franciscanas de cuero marrón con medias azules de strech.

En Sociología General, la otra materia obligatoria e ineludible al ingresar, ya que de ella dependen todas las correlatividades, había dos cátedras, pero no competían en el mismo segmento horario. En resumidas cuentas, si uno laburaba, tenía que elegir la de Lucas Rubinich. Me acuerdo que allí, en carácter de Jefe de Trabajos Prácticos, daba clases, en todo lo referido al marxismo, el Lic. Christian Castillo, últimamente candidato a Vicepresidente de la Nación por el Partido Obrero. En ese momento, muchos años más joven que ahora, se parecía al Muñeco Gallardo. Ahora, por lo que he visto en afiches y en la tele, tiene más pinta de Jairo. En verdad, el Partido Obrero resulta una usina de la docencia plural argentina, y en particular, en la Facultad de Sociales. No olvidemos que Pablo Rieznik, un importante referente de ese espacio, monopoliza en el mismo ámbito la cátedra de Economía. Lo cierto es que el joven Christian se autoadjudicaba el carácter de “marxista marxiólogo, experto en Economía Marxista”. Por ese entonces, teniendo yo ya 7 años de educación universitaria pública sobre el lomo, y 2 años de docencia en el mismo ámbito (y dando clases sobre temas en los que la doctrina marxista estaba siempre presente, tanto en bibliografía como en debates y ponencias), era la primera vez que escuchaba algo así como “Economía Marxista”. Algo así como un oxímoron. Sin desmerecer, naturalmente, entendía que la economía era sencillamente economía, es decir, una disciplina humana con pretensiones cientificistas, con unos 2 siglos de existencia, y que en la óptica sociológica marxista las diversas formas de organización social eran estudiadas bajo su lupa, más allá de su morfología. De hecho, siempre me pareció que el marxismo (al menos, el político) postulaba, dentro de su utopía emancipadora del individuo, la supresión de la economía a través de la gestión totalizada, centralizada y planificada, supresión que en su lógica conduciría al fin de la conflictividad social. Una sociedad sin clases es una sociedad sin necesitados y por tanto, sin necesidades a las que atender económicamente.


Jacques Gouverneur nos enseña, con sólo postular el título de su libro, que el marxismo es, como teoría económica, un análisis económico de la economía capitalista. El Seminario Latinoamericano de Economía Marxista realizado en la Universidad Bolivariana de Venezuela (picar en la imagen para ampliar) aborda un tema, el tema central, el gran y único tema para el análisis económico marxista: "Crisis capitalista: causas y consecuencias".

Recuerdo un pibe en la cátedra de Filosofía de Rubén Dri, que tenía que hablar (bien) de la razón cartesiana, como soporte de las ulteriores razones kantiana y hegeliana… hasta llegar, claro está, a la suprema razón marxista, que es aquella que Sorel tiró al sumidero cuando decidió salvar algo de aquel vetusto legado museológico (pobre Sorel, el único revolucionario leal a un esqueleto que los políticos abandonaban, el único revolucionario que quedaba en un mundo occidental que se iba haciendo cínico y reformista, preludio de tantos Zapateros sin zapatos). El pibe, un honesto auxiliar docente, arrancó con esa consideración tan cronocéntrica de la modernidad, que abarca con un galicismo (el ancien régime) 5.000 años de historia del hombre, una somera introducción que, para la Sociología que nos provee la educación pública, no debe insumir más de 20 minutos. Entonces habló de los mitos, en el sentido más convencional del término. O sea, como leyendas e imágenes conceptuales de las antiguas religiones. Pero como estábamos en Filosofía, y la filosofía es dialéctica al menos desde Sócrates, yo me permití respetuosamente intervenir, para señalarle que aun la modernidad y el racionalismo (y sobre todo, la modernidad y el racionalismo) están soportados sobre la figura del mito. Y ejemplifiqué con los dos primeros fenómenos que se me vinieron a la mente: la ciencia como esperanza soteriológica de la humanidad, como patrón de verdad y por tanto como Deus ex machina neutral e infalible; y la lucha de clases… Para qué. Una joven desde la otra punta del aula me increpó con una voz tan estridente cuanto indignada: “¿Cómo decís que la lucha de clases es un mito?”. Enseguida, un coro de rumores aprobatorios de su valiente intervención. Y mi respuesta, tal vez demasiado piadosa, que intentaba explicar lo evidente. O sea, que la lucha de clases es un mito porque constituye un sistema ideal y apriorístico de acción política, nunca una situación empíricamente demostrable en cualquier ámbito, lugar o tiempo. La cancha de fútbol, las tribus musicales, o la eficacia convocante de los nacionalismos (incluso del estalinismo, que debió apelar a la figura nacional y patriótica de la Madre Rusia en los momentos más aciagos para movilizar a su pueblo… ni qué hablar de nuestro socialismo nacional) vienen a patentizar esa verdad. Pero ya no había lugar para el diálogo. La pregunta que formuló la joven era retórica. No pedía explicaciones, sino que daba pie a una rebelión patotera. Enseguida el diálogo se trasladó a una presunta interna dentro de ese grupo, entre “radicales y moderados”: “-Bueno, tranquilizate, es un gorila forro boludo, que quiere provocar”. “-¡Qué me voy a tranquilizar! ¿No ves que es un hijo de puta? ¿Qué hace acá?”.

Pluralismo, universidad pública, libertad de cátedra… En medio del alboroto, el docente auxiliar, entre las exclamaciones de odio y anatema, se encontraba en mis ojos y reconocía la naturalidad inocente del concepto apuntado, lejos, en un mundo medianamente racional, de cualquier intención polemógena. Las aspiraciones explícitas de la cátedra eran liberales en cuanto a favorecer, incluso propiciar, el intercambio irrestricto de las ideas (supongo), pero la imposición dogmática de “las bases” impedía a los profesores, presas del “consenso”, la “legitimación horizontal” y la “reversión autoritaria”, garantizar esa “libertad de cátedra”… Recuerdos de gobiernos débiles o cómplices (a efectos de sus resultados, tal o cual son lo mismo) frente a los terrorismos, sobre todo cuando los atentados casualmente sirvieron para desembarazarse de algunos oponentes incómodos. En el terreno de las ambigüedades, de las medias tintas, de la clandestinidad y las falsas banderas, o sea en el río revuelto, lo más sensato es mirar el panorama de las lanchas que regresan a puerto, y advertir cuáles vienen atiborradas de pescados. Cuáles son los pescadores que ganaron con el tole tole.


Disfrazados de obreros. "La ridiculez también es revolucionaria".

En fin, yo por esa época trabajaba en dos lugares distintos a la vez, y daba clases en otra facultad de la misma universidad (que al estar más vinculada al mercado del trabajo, tal vez fuera considerada por estos niños de clase media mantenidos, como más reaccionaria y oligárquica), además de prestar en ese marco ciertos servicios profesionales gratuitos para las personas sin recursos. En todos esos ámbitos, por una cuestión de respeto y responsabilidad, tenía que vestirme como un profesional universitario. Tenía que comportarme como tal, tenía que saludar con corrección, ceder el asiento, abrir la puerta del ascensor a las damas, mantener la mesura y el respeto al otro, por más que la situación no implicara reciprocidad. No está en el juramento que se hace al recibir el diploma. No está demasiado claro en los plexos normativos de ética profesional. Pero las obligaciones más interesantes y venerables son aquéllas que uno se impone a sí mismo porque cree que son correctas. Como ha dicho Alain de Benoist alguna vez, sólo es libre aquél que aprende a ser señor de sí mismo.

En esas condiciones, era muy difícil concurrir de noche, cansado luego de arduo trajín, a un ámbito en el que la borregada cursaba con pantalón de jogging cortado a media canilla, zapatillas de lona, polerones apolillados o canguros con la chala verde en el pecho, que fumaba en clase, con las patas sobre el respaldo del asiento de adelante, y que lo detectaba a uno como la jauría al cordero, lo miraba con los ojos inyectados de furia, y estaba al salto de cualquier gesto, el que desde ya, antes de ser, era censurado a partir del prejuicio. Una borregada sostenida por los papis (en ningún laburo hubieran admitido la facha con que iban a la facu), que se llenaba la boca con las viejas consignas del trabajador explotado, la alienación de aquél que vende su fuerza laboral, etc., en un mundo que encima estaba yendo en el rumbo de la maquinización y tecnificación intensivas… un mundo concebido a partir de la condena bíblica del “ganarás tu pan con el sudor de la frente”, y por tanto un mundo que para liberar al hombre de su carga, progresivamente expulsa la fuerza laboral sencillamente porque ya no la necesita, porque el descanso, el entretenimiento y el consumo, son salud.



En fin, así como el mundo expulsa al hombre del trabajo en procura de la automatización, así terminé yo saliendo de Sociales, para favorecer el bálsamo pacifista de la unanimidad ideológica y militante. Terminando primero, y con la máxima calificación, las materias que había empezado (y llevándome una nutrida bibliografía para seguir con aquello desde la autodidáctica y el disfrute solitario). Sin una violencia explícita y acuciante, claro está. Es más, sin que esa violencia generara en uno algo más allá de la diversión. Pero es incómodo, convengamos, ir a un lugar en donde todos te miran feo, todos putean antes de escuchar tus argumentos, los asientos están sucios y rotos, las paredes y los pasillos también, hay olores y vahos, y colas eternas para fotocopias, y tantas cosas que ya uno no soporta. Probablemente en realidad, uno ya se estuviera volviendo burgués. Consecuencias no deseadas (¿o sí?) del ingreso pleno al mundo del trabajo. Y entonces ya no tuviera paciencia para bancarse (otra vez) las folklóricas vejaciones de la “universidad para todos”. Sobre todo para morderse la lengua, tomar apuntes y dejar pasar una, dos, tres, cien, mil, todas, haciendo íntima objeción de conciencia, estableciendo la frontera del cuerpo y del silencio como el único y último baluarte de libertad.





Muchos Mitos, Las Pelotas con el inolvidable Alejandro Sokol.




lunes, 12 de diciembre de 2011

Educasión moderna

Primero sacaron el bléiser azul, la corbata y el pantalón de sarga gris (a los 15 días era una competencia de marcas de blue jeans, chombas y camisas sports, o remeras estampadas con ocurrentes frases en inglés o transformaciones graciosas de marcas famosas; y ¡guay del que repitiera pilcha con menos de 10 días de diferencia!). Luego sacaron las calificaciones numéricas, y dejaron un sistema conceptual en el que sólo se "alcanzaban" o se "superaban" los "objetivos propuestos". Lo menos diferenciante posible. Es más, visto ahora a la distancia, sorprende que no quedara el sistema limitado a un "democrático" alcanzó o no alcanzó. Después sacaron el Latín, porque era demasiado difícil para los chicos, que debían emplear dos vetustos mecanismos de la mente: la memoria y la lógica, hoy día superadas por las virtudes de la informática y las comunicaciones. Además, el Latín ya no se habla ni en las iglesias, es una lengua muerta. Entonces, ¿para qué sirve? ¿Poner algún otro idioma de reemplazo, por ejemplo? Noooo, mirá si los chicos se confunden, y en vez de responder "yes" responden "oui". Mejor, simplifiquemos la grilla de materias, para que los pobrecitos "alcancen" los objetivos propuestos con mayor facilidad. Cada chico que repite es un fracaso de la institución. Para que la institución "alcance sus propios objetivos propuestos" debe asegurarse de que ninguno, ninguno, pero ninguno, ¿eh?, repita el año. Por esas miserias de la vida, y porque los chicos son así de rebeldes, como ya no podían repetir, y nadie les daba la más mínima bola tampoco a nivel disciplinario (porque se sacaron las amonestaciones, resabios nazifascistas-estalinistas de las más cruentas dictaduras), empezaron a faltar, a quedarse libres, a aumentar la deserción escolar. Entonces repetían el año, pero sólo porque al año siguiente debían volver a inscribirse en el mismo en el que desertaron. Cada chico que se va de la escuela es un fracaso de la institución. Para que la institución alcance sus propios objetivos propuestos debe asegurarse de que ninguno, ninguno, pero ninguno, ¿eh?, deje de venir a la escuela. Que vengan borrachos, drogados, armados, que lleguen a las 11 de la mañana, que se vayan media hora después de dar el presente... pero que den el presente, siempre, o muchas veces, algunas veces... o al menos 2 veces al mes. Con eso basta para no perder la regularidad. Para no perder los subsidios. Para no perder en las estadísticas, lid en la que venimos invictos. Porque Argentina es el país más alfabetizado del mundo. Y si no del mundo, de Latinoamérica, que es nuestro pequeño marco de referencia desde un tiempo a esta parte. Y si no de Latinoamérica, del Cono Sur. Y si tampoco lo somos del Cono Sur, inventaremos alguna subregión parageosociodemoetnopsicolingüigráfica. O si no, nos compararemos con alguna estadística de 2001 que quede perdida por ahí, en un viejo archivero del INDEC o del Palacio Pizzurno. O que imaginamos en un abrir y cerrar de ojos. Si desde que se inventó el Excel y las impresoras, que los tijeretazos del MiniVer pasaron al terreno de la ingenuidad. Es lo lindo del mundo de las estadísticas: un noventaynuevecomalgoporciento de escolarización, un veinticuarentiochoporciento de reescolarización inminente o programada, un trescientosquédigocuatrocientoscincuentaypicoporciento de inversión en equipamiento recontraelectrónico con híperconectividad y redundancia sinóptica de contenidos, y docemilsetecientosveintitantosmil alumnos lo vieron a Paenza haciendo magia con las matemáticas, y salieron con la boca abierta y la baba colgando de esas tan estupendas como inexplicables sesiones de prestidigitación televisadas por Encuentro. Porque educar es innovar todo el tiempo. La revolución permanente. -¿Vos fuiste a primero superior? Yo fui a segundo. -¿A segundo? Yo fui a noveno del Polimodal, y usaba guardapolvos tan grandes, y tenía la barba tan crecida, que parecía un doctor.

En fin, para qué seguir. Les dejo un videíto que viene de España, de donde adoptamos algunas de las ingeniosas innovaciones que tanto han fructificado.