miércoles, 24 de diciembre de 2008

Felices Compras

"Ser o no ser" es el agudo interrogante que Shakespeare nos planta en la historia. Ese Shakespeare que utilizó más de 15.000 vocablos diferentes en su obra, cuya genialidad nos resulta hasta hoy incomprensible, al punto que toda una línea de especulación ha sostenido que en verdad se trata de un producto colectivo, desarrollado por una hermandad esotérica seguidora de Santiago de Compostela (Pêre Jacques, en francés).


"Ser o no ser" denota la precisa pregunta existencial, que con simpleza podemos acotar al "entonces, podemos no ser". Desde esa percepción, todo el existencialismo (al menos, el que vale la pena) ha puesto el dedo en la llaga abierta del humanismo, indicando que el principio en verdad es el "no ser". El ser se transforma entonces en un decurso, en un camino, o mejor, en el destino de un camino (o un puente, para Nietzsche, adaptando y reinterpretando a Spitama Zoroastro) que la voluntad de ser determina.
Desde una perspectiva cualitativa, se acerca al postulado sanmartiniano: "Serás lo que debas ser, o no serás nada". Obsérvese que el verbo, emanado de un espíritu disciplinado y marcial, indica una autodisciplina de superación, una férrea voluntad para poner al individuo que navega al garete, siempre en rumbo (guiado por las tendencias físicas) a la disgregación y el caos, en el curso de su destino.
La cuestión está, entonces, en ser señor de uno mismo, en superar los imperativos egoístas de la supervivencia y los instintos para comenzar a recorrer el camino, primero, del animal hacia el hombre, y luego, del hombre hacia su trascendencia.
Si es posible, con la ayuda de "una voluntad impresionante", mentada en algún libro que, por mis motivos, no mencionaré.
En cierta publicidad televisiva (de un banco, naturalmente) se parodia la tan manoseada escena del Hamlet y la calavera, a través de la sustitución del planteo originario por el auténtico interrogante del último hombre, del individuo del fin de la historia: "Lo compro o no lo compro".
En las vísperas de estas fiestas volvió a aparecer con patentismo esta nueva visión (breve, miope, animal) de las cosas, en la compulsión, en el frenesí del consumo, en las demandas comuniarias por la -justa- recomposición de poderes adquisitivos roídos por el "exitoso modelo de matriz diversificada sin plan B", en las angustias humanas por restricciones y carencias.
La felicidad del no-ser es inversa a la del ser: desposeerse de sí mismo para poseer lo exterior, fútil y transitorio. El no-ser es muy similar al animal doméstico, su módica felicidad de animalito está tasada en términos de consumo. La respuesta a la nueva pregunta crucial es entonces evidente: "no lo pienses más, compralo".

Felices Fiestas.

martes, 16 de diciembre de 2008

Holidays in the caribbean islands

Mapa físico del archipiélago de San Andrés, Santa Catalina y Providencia, próximo a las costas de Nicaragua.



Pese a las estipulaciones del calendario, el verano ya llegó, y el calor que se hace sentir nos recuerda la inminencia de las vacaciones estivales, a la par que evoca las ambiciosas expectativas de disfrutarlas en paradisíacas playas caribeñas. Esa peregrina evocación, casi utópica a estas alturas, motivó que recordara un curioso episodio de nuestra historia, que no puedo pasar por alto.



El notable historiador, jurista y diplomático argentino, Carlos Ferro, ha dado a la Historia y a la Vexilología argentinas las páginas más brillantes, en su imprescindible Historia de la Bandera Argentina (que yo poseo en la edición de Depalma de 1991, ISBN 950-14-0610-5). Luego de exhaustivas y minuciosas pesquisas, relevando todos los archivos documentales de Centroamérica y las naciones que componían el Virreinato de Nueva Granada, ha logrado comprobar y establecer la influencia directa y determinante de los corsarios argentinos en la bandera de la antigua Confederación de las Provincias Unidas de Centroamérica, y por ende, en las de las cinco repúblicas que son sus sucesoras: Costa Rica, Honduras, El Salvador, Nicaragua y Guatemala.

Hipólito Bouchard.

Casi todo el mundo conoce de las hazañas de Hipólito Bouchard en la costa del Pacífico (primera circunnavegación del globo hecha por un argentino, primer reconocimiento de la independencia argentina por el reino de Hawai, conquista de San Carlos de Monterrey, capital de California, etc.), como ignora en absoluto las de su compatriota de nacimiento, Luis Aury. Viene al dedillo la semblanza introductoria de este personaje, hecha por Ferro en el libro mencionado:

De Aury se puede decir que es un francés ignorado en Francia; un brigadier general de la República Mexicana desconocido en México; un presidente y sostenedor de la independencia de las Floridas subestimado en la tierra de sus hazañas; un general en jefe de una flotilla con bandera argentina de quien nunca oyeron hablar los argentinos; un capitán de navío de la República de Venezuela del cual no se ocupa el Diccionario de los próceres; uno de los defensores de Nueva Granada negado por los colombianos; un comodoro de la República de Cartagena olvidado por el pueblo que le debe una de sus páginas más heroicas; un gobernador de Texas de quien nada saben los texanos. Proclamó la independencia de Santa Catalina, Providencia y San Andrés, y apenas recuerdan su memoria el canal que las divide y las guías para turistas de ese hermoso archipiélago caribeño en donde creó un Estado al amparo de nuestra bandera. Fue un precursor de la independencia centroamericana al desembarcar con sus tropas en Honduras, Guatemala y Nicaragua, proyectando liberar Panamá con la ayuda de la escuadra de San Martín en el Pacífico, pero no ha ganado siquiera una página en la historia de cualquiera de los seis países que nacieron en el istmo. (Pág. 190).

En efecto, Aury recibió el 3 de junio de 1818, del ministro plenipotenciario argentino con sede en Kingston, Jamaica, José Cortés de Madariaga, las letras patentes de corso para operar contra naves y emplazamientos españoles en el Caribe, en nombre de los gobiernos confederados de Argentina y Chile (Madariaga era amigo de juventud madrileña de los directores supremos Pueyrredón y O’Higgins, y se dejó llevar por una loable esperanza). Según consigna Agustín Codazzi, célebre cartógrafo y geógrafo italiano, que actuó a las órdenes del corsario francés entre 1815 y 1821, en sus Memorias publicadas en París en 1841, el acto de concesión concluyó con la entrega de “banderas blancas con dos fajas horizontales color turquí y en medio del blanco un sol brillante”. Según la Real Academia Española, el turquí es el azul más oscuro, y corresponde, en RGB, a 0, 0, 28 y en HTML a 000080.


Un mes después, el 4 de julio de 1818, Aury tomó posesión del archipiélago de San Andrés, compuesto por la isla homónima y las de Santa Catalina y Providencia la Vieja, y lo hizo en nombre de los gobiernos supremos de Buenos Aires y Chile. Bajo la soberanía de esa entente, se erigió en presidente del archipiélago, al que hizo fortificar y utilizó de reducto para el entrenamiento de las tropas que atacarían el continente. El propósito de nuestro héroe era el de expandir la revolución americana al Reino de Guatemala, que al igual que Lima y Quito permanecían como bastiones españoles durante la segunda década del siglo.

El 21 de abril de 1820 atacó el puerto de Trujillo, intimando a la rendición de la plaza fortificada. El teniente coronel Palomar, a cargo de la defensa, consignó en su parte que en la madrugada del 22 se inició el ataque “arbolando todas las naves una bandera de dos fajas azules y una blanca en el medio, y en ésta un escudo” [Fuente: Archivo General Centroamericano de Guatemala, A. 21, exp. 781, leg. 29]. Más allá de la confusión en cuanto al carácter del jeroglífico central (que luego sería el único cambio que Centroamérica operaría en la bandera de la emancipación), la presencia de la enseña argentina, en las 14 naves que componían la flota de Aury, y en torno a las fortalezas españolas durante los asedios, sería una constante en sus campañas.

Concordante con la visión de Palomar, Aury en su “Relación al detalle de mis operaciones militares sobre la provincia de Guatemala” agrega un episodio sin dudas conmovedor: la muerte del coronel Davian, queriendo evitar, al momento de tocarse la retirada, que las tropas españolas se apoderaran de la bandera azul y blanca que había logrado izar en la última trinchera (Ferro, op. cit., pág. 198).

Tres días después, Aury tomaría la ciudad de Omoa, principal puerto guatemalteco al Caribe, y levantaría nuevamente en su plaza fuerte los colores azul y blanco a franjas horizontales. Esa bandera continuaría danzando con el viento en Omoa hasta 1831.

El entonces Vicepresidente de la Gran Colombia, Francisco de Paula Santander, en carta al Capitán General del Perú, José de San Martín de fecha 7 de febrero de 1821, resume en su prólogo la vida de Aury y pone en claro el cabal conocimiento de la sujeción del archipiélago de San Andrés al gobierno de Buenos Aires y a su pabellón: “El señor Lacroix se dirige cerca de V.E. con una comisión del comandante de marina Luis Aury, por quien he sido suplicado para recomendarlo a V.E. Aury sirvió en la marina de la plaza de Cartagena hasta que los españoles la ocuparon en 1816 y parece que acreditó audacia y adhesión a la independencia. Teniendo de su mando algunos buques se dirigió a isla Amelia, de donde lo expulsó el gobierno de los Estados Unidos. Fijó luego su residencia en la isla de Santa Catalina de Providencia, y enarbolando el pabellón de Buenos Aires perseguía los buques españoles e intentó una operación sobre Omoa en la costa de Guatemala que no le fue favorable…”


Vista aérea de San Andrés.

El Estado satélite caribeño, dependiente de “los poderosos Estados Unidos de Buenos Aires y Chile” tuvo una existencia de 3 años y 3 meses, y feneció el 30 de agosto de 1821, con la lamentable muerte de Luis Aury, a resultas de una mala caída de su caballo, en la isla de Providencia. De inmediato Colombia, que ya había echado el ojo a ese territorio emancipado, “realizó un operativo que terminó con la anexión de las islas caribeñas” el 23 de junio del año siguiente (Ferro, op. cit., pág. 203). Bolívar entonces comisionó a Joaquín Mosquera, primer diplomático acreditado ante el gobierno de Buenos Aires, para que inquiriera de éste acerca de la parte que le cupo en el establecimiento de dicho protectorado. Rivadavia, naturalmente, contestó el 24 de enero de 1823 manifestando que no obraba en los registros de Guerra y Marina “despacho alguno” al respecto, si bien se preocupó por aclarar que existía la posibilidad de que se tratara de alguna patente de las que habían entregado determinados comisionados, las cuales de todos modos habían caducado al derogarse el sistema por Decreto General de su gobierno de fecha 6 de octubre de 1821 (un mes luego de la muerte de Aury). [Citado por Ferro, Ibíd., cuya fuente es la Correspondencia de la Provincia de Buenos Aires, t. XIX, 1620-1824, asientos 197 y 201].

Así termina la historia de un breve Estado, declarado por su emancipador y gobernante como sujeto a la soberanía de nuestra bandera.


Playa de San Andrés.

El archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina es actualmente un Departamento de la República de Colombia, declarado por la UNESCO “Reserva de Biósfera de Flora Marina” (2001). En diciembre de 2001 Nicaragua formalizó su demanda ante la Corte Internacional de Justicia de La Haya reclamando soberanía sobre el archipiélago y aduciendo que Colombia no tenía título legal de soberanía sobre el área. La Corte terminó fallando a favor de las excepciones preliminares presentadas por Colombia el 13 de diciembre de 2007, con base en la validez de un Tratado de 1928 y un Protocolo de 1930, ambos signados más de un siglo luego de su apropiación por Bolívar.

Conocida como "la joya del Caribe".

Providencia “es considerada (Wikipedia) como una de las islas más hermosas de Colombia, con una de las mejores playas de América”.



Otra playita del archipiélago.



Ironías del destino: La bandera del Departamento de San Andrés, Providencia y Santa Catalina... ¡sigue siendo azul y blanca!

viernes, 12 de diciembre de 2008

Democracia y Racismo

A continuación, relataré un episodio histórico que creo que agrega un poco de nafta al fuego en torno a la discusión acerca de si un sistema político, por su sola existencia, garantiza o no garantiza determinados derechos y libertades. Que lo disfruten.


El 19 de febrero de 1942 el entonces presidente de los EE.UU., Franklin Delano Roosevelt, emitió la Orden Nº 9.066 que autorizaba a cualquier jefe militar a establecer “áreas militares” y confinar en ellas “a cualquier persona” invocando como único fundamento “motivos de interés militar”. Un mes después Roosevelt emitió la complementaria Orden Nº 9012, estableciendo la “Autoridad Militar de períodos de guerra”, fuerza policíaca que operaría en esos campos de internamiento; y designó a Milton Eisenhower (hermano del siguiente presidente de los EE.UU.) a cargo de la dirección y aplicación de esas dos normas excepcionales, las que a su vez fueron rápidamente, y sin disensiones, aprobadas por el Congreso formalizándolas en Ley.

A principios de marzo de 1942, en cumplimiento de dichas órdenes, el US Army comenzó los dispositivos de evacuación de los 77.000 ciudadanos americanos de origen japonés (Nissei) y los 43.000 japoneses (Issei) radicados en los Estados de California, Washington, Oregon y Arizona. Se emplazó a “todos los japoneses, extranjeros o no” a presentarse en los centros de evacuación el martes 7 de abril de 1942 a las 12 del mediodía. Asimismo, se les advirtió que acarrearan sus propios colchones, y las pertenencias que cupieran en un bolso de mano (unánimes informes de posguerra señalan que el 80% de los bienes almacenados pertenecientes a la población internada fueron “saqueados, robados o vendidos durante su ausencia”).

Milton Eisenhower. Foto de 1943.

Las medidas de concentración e internamiento también involucraron a los 23.000 japoneses que vivían en la costa Oeste del Canadá (a los que recién se autorizó a volver en 1949, siete años después), y a la mayor parte de los japoneses residentes en América Latina. El Departamento de Estado presionó a los países latinoamericanos para que detuvieran a sus propios habitantes de ese origen. Algo más de dos millares fueron embarcados desde 12 países hacia diferentes campos de concentración en EE.UU. De ese número, la mayoría (1.800) correspondía a la comunidad radicada en el Perú, que incluso rechazó, una vez terminada la guerra, la reentrada de aquéllos que habían sido deportados. Desde EE.UU., unos 860 partieron a Japón como parte de un intercambio. Al finalizar la guerra, 900 fueron deportados al Japón, 360 fueron objeto de órdenes condicionales de deportación, 300 permanecieron en los Estados Unidos, 200 regresaron a países de América Latina, y sólo 79 recibieron autorización para regresar al Perú. En tanto, Brasil, Uruguay y Paraguay establecieron sus propios programas de internamiento. Los únicos dos países de la región que se mantuvieron neutrales y no comprometieron el bienestar de sus respectivas colectividades fueron Chile y Argentina.

Todo el programa de evacuación e internamiento, establecido en principio para evitar sabotajes y espionaje, alcanzó e involucró también a bebés huérfanos, niños adoptados y aun a ancianos e impedidos. Los niños mestizos también fueron internados, si no tenían vivo o ubicable a su progenitor blanco. Para ese momento el Coronel Kart Bendetsen, director operativo de la evacuación, declaró: “Si tienen una sola gota de sangre japonesa irán a los campos de concentración. Ésa es mi determinación”.

Rápidamente se instalaron, desde las oficinas de relaciones públicas del Ejército, los consabidos eufemismos: “campos de reasentamiento o reubicación” y “asilos para refugiados”, aunque en las comunicaciones oficiales ya por entonces se insinuara que no todo era un lecho de rosas: “a la larga los japoneses sacarán provecho de esta terrible y dolorosa experiencia” (comunicación de un oficial del programa de septiembre de 1942).

Campo de concentración de Manzanar (EE.UU.)

Sobre el carácter de estos campos de internamiento, el juez de la Novena Corte de Apelación, William Denman, describía el campo de Lago Thule, California:

“Las alambradas de espino rodeaban a las 18.000 personas, igual que en los campos de concentración alemanes. Había las mismas torretas, con las mismas ametralladoras, destinadas para aquellos que intentaran escalar las altas alambradas. Los barracones estaban cubiertos por cartón alquitranado, y esto teniendo en cuenta las bajas temperaturas de Lago Thule. Ninguna penitenciaría del Estado trataría así a un penado adulto y allí había niños y recién nacidos. Llegar a las letrinas, situadas en el centro del campo, significaba dejar las chozas y caminar bajo la nieve y la lluvia. Una vez más el tratamiento era peor que en cualquier cárcel, sin diferenciar, además, a niños o enfermos. Por si fuera poco, las 18.000 personas estaban hacinadas en barracones de una sola planta. En las celdas de las penitenciarías estatales jamás hubo tales aglomeraciones”. [Citado en Weglyn, M. Years of Infamy (The Untold Story of America’s Concentration Camps), Nueva York, 1976, pág. 156].

En campo Thule hubo al menos 8 muertos por armas de fuego de la copiosa guardia (930 hombres), además de los numerosos heridos de bala. Se acostumbraba golpear a los prisioneros con bates de base-ball. Fueron muy comunes los suicidios entre los prisioneros desesperados, y también las muertes por las pésimas condiciones de vida.

Campo de concentración de Lange (EE.UU.)

Más allá de esta introducción, estimo necesario adentrarnos en el tema del racismo, que inspiró y justificó toda esta política concentracionaria estadounidense, y que demuestra, una vez más, que el “haz lo que yo digo” tiene una vigencia espantosamente universal.

Mark Weber, en The americans concentration camps (Journal of Historical Review, Nº 1 vol. 2), destaca al respecto: “Uno de los aspectos más significativos de esta represión racista es el hecho de que no fue protagonizada por una ‘claque’ de fascistas y militares de extrema derecha, sino que –por el contrario- fue propagada, justificada y administrada por hombres bien conocidos por su apoyo al liberalismo y la democracia”.

En efecto, es difícil hoy día darse una idea del alcance y del apoyo que en la población estadounidense tuvieron tales medidas. Para ejemplo, citaré algunas cuantas opiniones de la época:

Jacobus Ten Broek, E.H. Barnhart y F.W. Matson señalaron al respecto la unánime participación de todos los estamentos institucionales republicanos en ese programa “iniciado por los generales, asesorado, ordenado y supervisado por los jefes civiles del Departamento de Guerra, autorizado por el presidente, sufragado por el Congreso, aprobado por la Corte Suprema y aplaudido por el pueblo” (Prejudice, War and the Constitution, Berkeley, 1968, pág. 325).

Campo de concentración de Poston (EE.UU.)

Enero 1942: Henry McLemore, columnista de la red de periódicos Hearts, escribió: “Estoy por el traslado inmediato de todo japonés de la costa oeste de los EE.UU. a algún lugar lejano, en el interior; y no quiero decir tampoco a un lugar bonito. Que los reúnan como a un rebaño y que los despachen a lo más hondo de las regiones yermas. Dejémosles que palidezcan, enfermen, tengan hambre y mueran. Personalmente, odio a los japoneses. Y esto va por todos, sin excepción” (op. cit., pág. 75).

Enero 1942: Leo Carrillo, popular actor californiano, telegrafió al diputado de su circunscripción: “¿Por qué esperar a que los japoneses se sobrepongan antes de que actuemos? Trasladémoslos inmediatamente de la costa al interior. Le insto en nombre de la seguridad de todos los californianos para que la acción se inicie inmediatamente” (Ibíd., pág. 77).

Febrero 1942: Una delegación de congresistas de la costa oeste escribió al presidente Roosevelt pidiendo “una evacuación inmediata de todas las personas de ascendencia japonesa... ya sean extranjeras o ciudadanos de los EE.UU., de la costa del Pacífico”.

El 12 de febrero, en ocasión del aniversario del nacimiento de Abraham Lincoln, el alcalde de Los Ángeles, Fletcher Brown, denunció el “enfermizo sentimentalismo, de aquellos preocupados por las injusticias cometidas contra los japoneses residentes en los EE.UU.”, para luego agregar: “No hay la menor duda –asertó Brown ante su audiencia- de que aquel Lincoln, de apacible aspecto, cuya memoria hoy recordamos y reverenciamos, hubiese detenido a todos los japoneses y los hubiese llevado donde no pudieran causar ningún daño”.

También en febrero aportaron su decidido apoyo a la operación de concentración e internamiento Walter Lippmann, quizás el más famoso columnista del país, y Westbrook Pegler, su oponente conservador.

Campo de concentración de Minidoka (EE.UU.)

Sólo una semana después del ataque a Pearl Harbor (diciembre 7 de 1941), el congresista por Mississipi, John Rankin, afirmaba en la Cámara de Representantes: “Propongo que se capture a todos los japoneses de América, Alaska y Hawai y se les interne en campos de concentración; y se les envíe cuanto antes hacia Asia. Esto es una guerra racial. La civilización del hombre blanco ha entrado en guerra con el barbarismo japonés. Uno de los dos habrá de ser destruido. ¡Condenémosles! ¡Deshagámonos de ellos ahora!”

En la misma sesión, otro miembro del Congreso propuso la esterilización de todos los japoneses que se encontraran en suelo americano. Entre el 8 de diciembre de 1941 y el 31 de marzo de 1942 la ira del populacho contra los japoneses produjo 36 agresiones graves y 7 muertes violentas. En enero de 1942, una encuesta nacional arrojaba las siguientes cifras: el 93% de los norteamericanos estaba a favor de la deportación inmediata de los japoneses con pasaporte extranjero; y de ellos el 64% quería que también se expulsara a los ciudadanos norteamericanos de origen japonés; mientras que sólo el 25% desaprobaba expresamente la deportación de sus compatriotas de apellido nipón. Debemos aclarar, a estas alturas, que una antigua ley, recién derogada en 1952, les impedía a los inmigrantes japoneses obtener la ciudadanía estadounidense.

El responsable de organizar la evacuación, Teniente General De Witt, declaró: En esta guerra en que nos encontramos, una simple migración no rompe las afinidades raciales. La raza japonesa es una raza enemiga y aunque hayan nacido dos o tres generaciones en los EE.UU., posean la nacionalidad y se hayan ‘americanizado’ sus lazos raciales permanecen insolubles... De esto se sigue que a lo largo de la costa oeste hay 112.000 enemigos potenciales de origen japonés”.

Campo de concentración de Rohwer (EE.UU.), con programa de americanización intensiva.

Henry L. Stimson, Ministro de Guerra del presidente Roosevelt (elegido por el Partido Demócrata), fue un poco más lejos en esto del materialismo racial: “Sus características raciales son tales que no podemos comprenderlos ni fiarnos de ellos”.

Otro conocido liberal que participó de la operación como Jefe del Gabinete Civil del Mando Oeste de Defensa y Enlace con el Departamento de Justicia, Tom Clark, reconoció el error en 1966, en una sincera declaración: Sin duda he cometido errores en mi vida, pero hay dos que públicamente reconozco y deploro: uno es mi intervención en la evacuación de los japoneses de California; la otra es el juicio de Nuremberg”.

Quizás al caso más curioso fue el de otro liberal a ultranza, Earl Warren (que años después desde la Corte Suprema se manifestaría a favor de la igualdad de derechos de los negros), que para ganarse el apoyo popular a su ambiciosa carrera política (ese mismo año 1942 se consagró Gobernador de California), como Fiscal General de California azuzó el racismo. Miembro de la xenófoba organización “Hijos del país del dorado Oeste”, adhería a los lemas de esa institución: “California como ha sido siempre y Dios entiende que debe ser: el paraíso del hombre blanco” y “Salvar California de la invasión amarilla y de sus compañeros renegados blancos”. En fabulosa elucubración pesudo jurídica, Warren afirmó ante el Comité especial del Congreso sobre la Cuestión Japonesa, también en 1942, que el hecho de que ningún japonés hasta ese momento hubiera cometido deslealtad alguna, era una prueba de que en el futuro las cometerían. Curiosa doctrina, en las antípodas del concepto de reincidencia…

Earl Warren

En cambio, también resulta curiosa la opinión al respecto (bastante solitaria e impopular en ese tiempo) del Jefe del FBI, Edgar Hoover, que calificó a la evacuación como una histeria “basada más en la presión de los políticos que en hechos reales”. [Weglyn, pág. 284].

Volviendo a los liberales, al predecesor de Warren en el gobierno del Estado de California, Culbert L. Olson, agregó un motivo nuevo a la evacuación: Propuso que a los japoneses se los trasladara a las áreas rurales donde se localizaban las principales cosechas, o de otra forma, “la avalancha de chicanos y negros será inevitable”. [Ibíd., pág. 94].

Recién a fines de 1944, cuando la suerte de la guerra estaba ya decidida, la Corte (tras los fallos Hirabayashi -1943- y Korematsu -1944-, en los que se había pronunciado abiertamente a favor de la facultad del Poder Ejecutivo de detener a ciudadanos norteamericanos sin juicio y por tiempo indefinido) falló declarando inconstitucional el programa, hecho que puso fin a la concentración masiva (caso Endo), que sin embargo continuó, aunque atenuada, hasta 1948.

Ni un solo japonés fue finalmente acusado de un caso de sabotaje o espionaje contra los EE.UU. Con el decidido apoyo de ese país, en 1948 la ONU tipificó el delito de genocidio como:

En la presente Convención, se entiende por genocidio cualquiera de los actos mencionados a continuación, perpetrados con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso, como tal:

a) Matanza de miembros del grupo;

b) Lesión grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo;

c) Sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial;

d) Medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo;

e) Traslado por fuerza de niños del grupo a otro grupo.

Los Estados Unidos finalmente se disculparon con las víctimas, en sentido genérico, recién en 1988, a través de una declaración en la que se afirmaba que la evacuación, concentración y abusos se debieron a “los prejuicios raciales, la histeria bélica y la deficiencia del liderazgo político”.

jueves, 11 de diciembre de 2008

25 años de democracia

En un azaroso zapping nocturno, di ayer con el programa A Dos Voces, que gente malintencionada llama A Dos Sobres, dirigido por los incalificables Bonelli y Silvestre, el dúo dinámico de la complacencia y de lo anodino. Con la excusa dudosamente celebratoria de conmemorar los 25 años de democracia, estaban citados los exponentes de la nueva generación de políticos, que obviamente no podían ser otros que los vástagos de la vieja y nefasta generación, demostrando que el carácter corporativo de esa depreciada actividad está adquiriendo ribetes hereditarios, que enfatizan la afrenta a la representatividad y la igualdad de oportunidades hasta la exasperación. Estaban allí, en torno a la mesa, Santiago Cafiero, hijo de Juampi y nieto del siempre escurridizo Antonio (que superó airosamente una olvidable gestión como Ministro de Economía de Isabelita, una peor gobernación de Buenos Aires La Provincia, e infinitos períodos de calentamiento de silla curul, perogrulladas y anécdotas inventadas); Ricardito Alfonsín y la hija de Aldo Rico (ex carapintada, ex duhaldista, actual kirchnerista).

Desde la primera ojeada a la pantalla de la tele me sentí incomodado. Evidentemente, no estaban allí para hablar de las “proezas” de sus padres, porque en tal caso, el dúo dinámico bien podría haberlos convocado a ellos, los auténticos próceres de esta última República (de hecho, uno de ellos ya tiene su busto, aunque no estoy del todo seguro…).

No, los tres muchachos (el alfonsinito no tanto, ciertamente, aunque es una eterna promesa de renovación y cambio) estaban convocados para hablar del futuro de la política, y de la democracia, que es su recipiente. Nos pudimos enterar así que el abnegado servicio al pueblo soberano también ha dado conchabo a otra generación de habladores, todos ellos muy disciplinados partidariamente, y colmados de lugares comunes hasta la exasperación.

Me pregunto si no hay políticos jóvenes, que comenzaron sus carreras en democracia, en dignas condiciones de ser convocados a exponer ideas más o menos ingeniosas y sensatas sobre el futuro de nuestro país y sobre la manera de desatar tantos nudos gordianos que la improvisación, la mala fe y la indolencia han puesto en el cordel del destino colectivo en estos 25 años bastante desgraciados, en términos de desarrollo humano, equidad, justicia, educación, seguridad, etc., etc.

Lo peor, es que creo que sí los hay. Lo que no hay es espacio para ellos, y para que se explayen de cara a la ciudadanía. Tal parece que la corporación mediática y la corporación política establecen una alianza a ultranza para cerrar los caminos de acceso a dos cenáculos que además se autodenominan “democráticos”. Los famosos cierres sociales por exclusión de los que hablaba Max Weber.

En estos 25 años de democracia, los políticos se han encerrado más y más en un círculo hermético de complicidades y “acuerdos programáticos” no siempre publicables, y el núcleo de coincidencias es tal que permite que las observaciones y críticas resulten irrisorias y que el gobierno de turno concentre cada vez mayores atribuciones voluntariamente delegadas. En estos 25 años de democracia, los medios se han convertido más y más en grandes empresas oligopólicas, en las cuales la libertad de prensa de los periodistas queda severamente restringida a las necesidades empresarias y los acuerdos con los políticos, y todo esto ha ocurrido con el amparo y la promoción legal de parte de los propios gobiernos, siempre temerosos de los efectos perniciosos de tres notas de tapa negativas consecutivas.

En fin, a estas alturas, es lo que hay: así se celebran en la Argentina los 25 años de democracia.

Una zoncera moderna

En Izquierda Nacional (www.izquierdanacional.org) apareció el 4 de septiembre de este año un artículo titulado, a la manera jauretchiana, “La zoncera del genocidio”, y firmado por Jorge Santiago Miranda Sanger. Desde una visión genuinamente de izquierda, el artículo propone el desenmascaramiento de ciertas argucias utilizadas por las organizaciones de DD.HH. (que explícitamente reconocen esa militancia como vehículo político contra la opresión de la legalidad burguesa).

En particular, de aquélla a la que atiene el título recién transcripto: el genocidio. Es de hecho frecuente escuchar hablar de un genocidio ocurrido en
la Argentina, primero como exageración provocada por la vehemencia en el rencor, luego hasta con algún ribete pseudojurídico nunca demasiado profundizado, y menos aun, cuestionado por nadie, temerosos todos de que, obrando de manera inteligente, preguntando y queriendo saber, seamos tildados, precisamente, de cómplices de los genocidas.

No me detendré en las consideraciones que el autor hace respecto de la equivocada atribución de un crimen conceptuado, por la Organización de Naciones Unidas (ONU)
, en la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio adoptada por la Asamblea General el 8 de diciembre de 1948, como una serie de actos “perpetrados con la intención de destruir total o parcialmente a un grupo nacional étnico, racial o religioso como tal (Artículo II); sino antes bien en la animosidad manifiesta, en la intencionalidad política escondida en esa atribución, que puede sintetizarse en la versión que a continuación transcribo:

“La verdad histórica es ni más ni menos que existió un plan sistemático, diseñado, puesto en marcha en función de los intereses de estos represores y del poder económico que los sustentó, y con el principal objetivo de eliminar a un grupo de la sociedad que se oponía a este plan. Esto no es ni más ni menos que un genocidio, y no sólo por el número sino por la intención de eliminar a todo ciudadano que se oponía a ellos”.


[Proferida por
Emilio Guagnini, integrante de la Agrupación HIJOS de Tucumán y de la Comisión de Derechos Humanos del Colegio de Abogados, en alusión al juicio contra Antonio Bussi, aparecida en Prensa Obrera].

Es por ello que a partir de allí transcribiré el artículo in comento, que desde ya me resulta interesante, porque su opinión emerge de un sector ideológico enfrentado a "las leyes de impunidad" de la década de 1980 y que apoya abiertamente el juzgamiento de los responsables de la represión ilegal llevada a cabo durante el gobierno militar.


¿Por qué algunos sostienen la idea de genocidio?


Existen dos motivos principales. El primero es la necesidad de autojustificación de su existencia de los sectores de la izquierda y centroizquierda cipaya. Cuando decimos que aquí no existió un genocidio sino una reacción imperialista, por simple deducción, sabremos que del lado de las víctimas de la represión encontraremos a los sectores comprometidos con la profundización de la lucha revolucionaria. Resulta más que lógico, entonces, que los sectores de la izquierda y centroizquierda cipaya hayan sufrido de manera bastante escasa el accionar del aparato represivo. En concreto, se opera la despersonalización del militante político desaparecido, asesinado, encarcelado o exiliado por la última dictadura militar. Así, los sectores de izquierda y centroizquierda cipaya pueden transfigurarse en víctimas del genocidio, ocultando su verdadero rol que, en más de una vez, ha sido no otro que el de cómplices de la contrarrevolución.

Esto no es otra cosa que el añejo anhelo de los cipayos por falsificar nuestra historia, despojando al pueblo argentino y americano de los elementos necesarios para sostener la continuidad histórica de su lucha por la liberación. Pero esta falsificación no sirve tan sólo para autojustificar la existencia de la izquierda y centroizquierda cipayo; el objetivo va más allá y nos entrega el segundo motivo.

Si la represión de la última dictadura militar reviste un carácter genocida, entonces, toda realización dentro de este plan sistemático de exterminio reviste un carácter genocida. Hoy por hoy, resulta más que claro que la acción sistemática de exterminio se inició mucho antes de 1976. Aquí, es paradigmático el caso del PRT-ERP, el cual, en los hechos, había sido desarticulado mucho antes del 24 de marzo de 1976, y, sobre el cual, en el mejor de los casos, el golpe militar vino a completar la tarea inconclusa de la Triple A y el Operativo Independencia.

Ahora bien, entonces: ¿Cuál es el problema de seguir hablando de genocidio y por qué ciertos sectores hacen una defensa intransigente de dicho concepto? Si entendemos que cualquier realización dentro del plan sistemático de exterminio tiene carácter genocida, cualquier elemento social que haya coadyuvado en su ejecución tendrá un carácter genocida (ver líneas arriba el Artículo III de la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio). No nos andemos con vueltas y adelantemos la conclusión: entonces el peronismo sería genocida. Efectivamente, detrás de la idea de “genocidio” se esconde el viejo anhelo de los cipayos por demonizar al más profundo movimiento de masas que la Argentina experimentó durante el siglo XX. El sostenimiento de la idea de genocidio no es para nada inocente, responde a un accionar sistemático del cipayaje autóctono para falsificar la historia y cortar la continuidad precisamente histórica de nuestra lucha por la liberación. ¿Desde sectores del peronismo se contribuyo al accionar contrarrevolucionario? Sin dudas, pero esto es perfectamente explicable por la misma configuración del peronismo y su constitución contradictoria ad inicio, contradicciones que, por otro lado, en la década de los 70 habían llegado a un punto de eclosión. En esta profundización de las condiciones revolucionarias, desde un análisis político-ideológico, resulta entendible que una parte de la constitución inicial del peronismo se alineara con los intereses reaccionarios y otra tomara su lugar dentro de la vanguardia revolucionaria. Esto no demoniza al peronismo, sino que lo explica como un fenómeno histórico que llegaba a un punto donde sus limitaciones históricas como herramienta revolucionaria se hacían evidentes. Los cipayos, sin embargo, defenderán a rajatabla el concepto de “genocidio”, pues si hubo sectores dentro del peronismo que actuaron en la represión, eso los haría genocidas y contagiaría —en la alienada mente del cipayaje— a todo el peronismo, negándolo como expresión histórica en el camino por la liberación nacional y social. Y esto no es nuevo para los cipayos, así será más importante la “Semana Trágica” que el efectivo avance para los sectores populares que significó el gobierno de Hipólito Yrigoyen o serán más valederos los devaneos autocráticos de Rosas que su efectiva defensa de los intereses nacionales frente al Bloqueo Anglo-Francés. Nada de los cipayos es casual y siempre tiende al mismo punto: negarnos nuestra existencia y la continuidad histórica de nuestra lucha.

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Como se aprecia, se hace difícil entonces sostener, para los "recién llegados" a los pomposos conceptos de "campo popular", "militancia social", incluso "peronismo", y otras yerbas por el estilo, sus impunes atribuciones de "gorilas" a diestra y siniestra (más a la diestra, como si no fueran casi todos ellos gorilas de siniestra, o quizás por eso mismo).

martes, 9 de diciembre de 2008

La herencia y el ambiente


Desde siempre nos enseñaron que había dos posiciones extremas (obviando el creacionismo bíblico) para explicar las adaptaciones evolutivas de las especies. La primera de ellas, cronológicamente hablando, es la lamarckiana (de Jean-Baptiste Lamarck), que postula dos tesis concurrentes: una sostiene la tendencia irrefrenable de la Naturaleza hacia una complejidad cada vez mayor; la otra, la adaptación progresiva de cada especie a su medio, a través de variaciones que se transmiten genéticamente.

La segunda de las teorías de la evolución, y hasta ahora tomada al pie de la letra y considerada pilar de la ciencia, es la darwiniana, que sostiene la evolución por selección natural. Es decir, dentro de una especie hay determinado número de individuos con determinadas mutaciones, que se develan exitosas una vez que esa especie es sometida a condiciones críticas de sobrevida. Por ejemplo, aquellos homínidos que hace algo más de cinco millones de años tenían cierta mutación (deformación) en sus caderas y en el ángulo de sus fémures hacia adentro que, al permitir juntar las rodillas, posibilitaban a la vez al espécimen el caminar erguido. Sometida toda la especie a condiciones excepcionales, a saber: la detracción de las selvas por efecto de un calentamiento global, que obligó a cierto número de primates a enfrentarse a la vida en la expansiva sabana, con pastos altos y mucho terreno que recorrer para encontrar alimento. Pues bien, aquéllos que podían caminar en dos patas podían atisbar a los depredadores (felinos) por encima de los pastos, y a su vez, podían recorrer mayores distancias por tierra. De tal forma, aquéllos que en la selva estaban en condiciones desventajosas, y probablemente hubieran fallecido antes, además de no resultar fácilmente elegidos por las hembras para dejar progenie, resultaron ante el cambio radical de condiciones de hábitat, los más exitosos, los más aptos, y proyectaron esta “adaptación anticipada” a toda la especie.

La versión darwiniana de la evolución, pues, no considera la existencia de adaptaciones al ambiente subsecuentes al cambio de condiciones, sino que toda adaptación (mutación) ya se encuentra presente en el individuo que luego se demostrará más apto y sobrevivirá.

De modo tal que, de no producirse las condiciones excepcionales que someten a la especie al embrollo crucial de la supervivencia, las mutaciones de los individuos permanecen por lo menos ocultas, si no son directamente factores que les juegan en contra en la competencia reproductiva. Eso por lo menos es lo que se pregona desde los círculos académicos, al punto de sostenerse que el ingreso de la especie humana en la cultura inhibe que prospere cualquier mutación evolutiva, y por tanto, se puede considerar a nuestra especie como última y físicamente estancada (sólo se producen cambios orgánicos ambientales genéticamente inviables, es decir, no hereditarios, por mejora de la alimentación, los antibióticos, etc.). Para ejemplo, podemos mencionar que tres de nuestros órganos considerados vestigiales (ya sabemos que el apéndice no lo es), la uña del dedo más chico del pie, el extremo inferior de la columna vertebral (el resabio del rabo) y las muelas de juicio, están en esa situación de aparente prescindencia por lo menos desde que el homo sapiens sapiens apareció en el mundo, hace unos 120.000 años según los hallazgos más recientes.

En fin, de todo esto podemos colegir que el darwinismo, contrariamente a la creencia general, que supone que es basamento de los mitos suprematistas raciales de las primeras cuatro décadas del siglo XX, ha sido en cambio decidido sustento ideológico de las doctrinas igualitaristas e individualistas en extremo. En efecto, una especie última, en estadio de estancamiento permanente, no puede evolucionar sino a través de la mejora de las condiciones ambientales, externas, y no lo hará incorporando nuevas armas al acervo genético, sino en beneficio de una sola generación de individuos. La misión de esos individuos será entonces la de asegurar la prosperidad del medio social para que su descendencia goce de las mismas favorables condiciones y alcance por ende el mismo grado de desarrollo. De tal forma, el hombre termina por desligarse enteramente de cualquier vínculo con la Naturaleza. Emancipación que es enajenación a la vez. Subjetivación a través de la apropiación del medio natural al servicio del hombre.

Un hombre solamente condicionado por el medio social, entonces, es un individuo absolutamente genérico y maleable, como una pieza de plastilina. Cualquier ser humano en cualquier tiempo y lugar desarrollará las mismas facultades y aficiones de acuerdo con esos condicionantes y beneficios del medio social y la cultura. Ésa resultaba hasta hace muy poco una verdad dogmática de carácter casi inobjetable (a riesgo de la airada censura y el ostracismo) en todas las usinas de opinión global.

Asimismo, la sociedad había venido a ocupar, hasta en lo fenomenológico, el lugar de la Naturaleza. Así, por ejemplo para el anarcoliberalismo, las migraciones masivas, el desarraigo de pueblos milenarios enteros, en procura de mejores condiciones socioeconómicas (occidentalmente hablando, claro) de subsistencia, respondían a leyes “sociales inmutables” (apréciese la contradictio in termini), según las cuales los migrantes, como guiados por una mano invisible, encaraban una gran marcha transhumante en busca de mejores pastos. Y las sociedades receptoras también debían aceptar estos movimientos, desde que, también naturalmente, habían generado excedentes no debidamente aprovechados, que por elemental solidaridad, debían ser compartidos con los recién llegados. De modo tal que el mundo se transformaba en una inmensa globósfera universalmente compartida, en la cual destacaban oasis de confort y bienestar en los cuales se acumularan los especímenes humanos, y zonas abandonadas, por socialmente desérticas o socialmente inhabitables, es decir, carentes de expectativas de progreso material en el corto plazo o abrumadas por los consabidos flagelos de la droga, la exclusión, la delincuencia, las enfermedades infecciosas, etc.

El primer golpe a esas premisas individualistas fue atestado por Konrad Lorenz (Consideraciones sobre la conducta animal y humana) al demostrar las tendencias naturalmente altruistas presentes en todas las especies. En efecto, si la supervivencia se convierte en un imperativo individual y egoísta, siempre hay no obstante una porción de individuos, no menor del 10%, dispuesta a sacrificarse por el éxito de la especie. Y no siempre los individuos que se sacrifican resultan ser los menos aptos, sino muchas veces todo lo contrario: los más aventajados físicamente son los encargados de la defensa colectiva y la expansión, a costa de su propia vida.

Sin embargo, esa constatación no amilanó a los sostenedores de posiciones cada vez más endebles, y por lo tanto, crecientemente custodiadas, y por ello, el 26 de junio de 2003 el presidente estadounidense Bill Clinton y el primer ministro británico Tony Blair anunciaron el éxito del Proyecto Genoma Humano, cuando en realidad la ciencia se enfrentaba a una más grande incertidumbre que antes del hallazgo. De eso, nada se habló, y por el contrario, se sostuvo que ese avance serviría para curar enfermedades autoinmunes, y los más agoreros avivaron los temores de la planificación genética anticipada, vislumbrados por Aldous Huxley en A Brave New World y por su adaptación cinematográfica libre, Gattaca.

Lo cierto es que para el inicio del Proyecto, en 1990, los investigadores esperaban encontrar en la conformación del hombre más de 100.000 genes. Cinco años después se conformaban con 60.000; poco después con 50.000, para finalmente cerrar el gran libro de la vida con entre 20.000 y 25.000 genes. ¡Mucho menos que, por ejemplo, gran cantidad de plantas! ¿Cómo podía ser que el último ser en aparecer en la Tierra, el compendio de toda la sabiduría de la Naturaleza, el más complejo de todos, fuera genéticamente tan simple?

Los pasos dados en consecuencia por la ciencia, y sus hallazgos más recientes, arrojan increíbles resultados. En efecto, se ha comprobado que ciertos genes tienen memoria, que saben si pertenecen a la madre o al padre. En ciertas alteraciones cromosómicas, la deficiencia en determinado par corresponde a diferentes enfermedades según si esos cromosomas sobrantes (trisomía), faltantes (monosomía) o incompletos (deleción) fueron o no fueron aportados por el progenitor masculino o el femenino. Concretamente, esa constatación se hace especialmente patente ante las siguientes aberraciones (así las llaman) cromosómicas:

- Síndrome de Prader-Willi (deleción del brazo largo del cromosoma 15q).

- Síndrome de Angelman (deleción del brazo largo del cromosoma 15q).

Como puede apreciarse, genéticamente el síndrome es el mismo. Sin embargo, la diferencia está dada tan sólo porque en el primer caso dicha deleción es aportada por el padre, y en el segundo, por la madre, si bien los resultados son harto disímiles. Lo interesante es que esas deficiencias cromosómicas se producen, mayormente, en el momento de la primera o segunda división del huevo, cuando ya toda la información genética de ambos padres está sumada. Sin embargo, cada cromosoma parece conservar la memoria de su procedencia.

Un segundo avance se produjo cuando se estableció que no todos los genes de la cadena están “encendidos” en cada individuo, sino que algunos se encuentran “apagados”. Ante lo incipiente de las investigaciones sobre la materia, se atribuye al azar parte de esa conformación particular, que en verdad, aumenta el peso relativo del imprintig (que hasta dicho hallazgo, estaba compuesto por el 0,1% de la carga génica, es decir, que en un 99,9% todos los seres humanos eran iguales).

Ahora bien, lo más trascendente de este segundo avance, resulta ser que, hasta donde se ha podido determinar, todos los condicionantes que deciden que determinados genes estén “encendidos” o “apagados” son de carácter ambiental.

Esta circunstancia resulta por lo demás digna del mayor asombro, pues involucra un cambio copernicano en el paradigma de la herencia. En efecto, si bien la carga genética resulta ser sustancialmente predecible y acotada a una gama más o menos modesta de variables, la conformación funcional final de la cadena es absolutamente compleja, puesto que depende de la forma en que éstos se encuentran transmitidos. Así, los progenitores que tienen determinado gen “apagado” lo transmitirán “apagado” a su descendencia. Y lo más asombroso: ocurre que es el ambiente el que determina que, durante la vida de los individuos, determinados genes se “enciendan” y otros se “apaguen”. En términos sencillos, podemos afirmar que se produce una adaptación intergenética de madre a hijo para evitar que la cabeza de éste se encaje durante el parto. Así, una madre con una deficiente conformación de sus caderas por faltante de nutrientes en alguna etapa previa de su vida, transmite genéticamente a su progenie el “mandato” de reducir en el estado fetal el tamaño de su cabeza.

Si bien por ahora los avances publicados se resumen a la transmisión genética de determinadas respuestas físicas a situaciones traumáticas (estrés, hambre, etc.), no puede descartarse de ninguna manera la transmisión genética también de las situaciones favorables. Hasta ahora, la ciencia ha podido remontarse en las comprobaciones hasta 3 ó 4 generaciones de ancestros.

Pero toda esta nueva óptica abre un panorama absolutamente nuevo respecto de las sorprendentemente exitosas adaptaciones al medio producidas por casi todas las culturas y pueblos tradicionales en cada lugar del planeta, y por qué no, respecto de los períodos de esplendor y decadencia de cada grupo humano. Se me ocurre pensar, por ejemplo, en esos adagios tan difundidos, como aquél que dice que el hombre de procedencia africana “lleva el ritmo en la sangre”, que el inglés “es guerrero por naturaleza”, etc. ¿Hasta qué punto vivirá en cada uno de nosotros “toda la línea de los ancestros”, como invocaban los viquingos? Difícil saberlo. En gran medida, el decurso de la vida del individuo se revela descubrimiento de sí mismo y de la madera que lo conforma. Los antiguos enfatizaban ese camino, en un autoexamen permanente.

Lo cierto es que la ciencia, lenta pero persistentemente, se va acercando con sus comprobaciones a la vieja sabiduría, que daba todo esto por descontado, y demuestra que, por más que determinados sistemas o concepciones cartesianas individualistas lo necesiten para sobrevivir y prevalecer en el mundo de las ideologías, los hombres no somos ni robots programables arbitrariamente ni informes maniquíes sin pasado y sin destino.

[Recomiendo, para profundizar en el tema, el programa televisivo El fantasma en tus genes (próxima emisión: Sábado 13 de diciembre, 19 hs.), en el Canal Encuentro. Sinopsis: “¿Que pasaría si nuestras características hereditarias no fuesen un simple producto de nuestro código genético? ¿Qué sucedería si la vida que tuvieron nuestros padres y abuelos nos afectara genéticamente? Hace unos 200 años, Jean-Baptiste Lamarck teorizó sobre estas ideas, pero el descubrimiento del ADN las desacreditó. Los científicos aceptaron que el cambio en los genes se produce al azar y accidentalmente, seleccionado por el ambiente y no afectado por él. Pero ahora un grupo de expertos se atreven a confrontar esta ortodoxia, hecho que permite que las ideas de Lamarck cobren vigencia nuevamente. ¿Podría ser que nuestro legado a las próximas generaciones sea más grande de lo que imaginamos?”].

viernes, 21 de noviembre de 2008

La libre navegación (continuación)

Se me ha preguntado acerca de la trascendencia de la Guerra del Paraná (de la cual la batalla de Vuelta de Obligado constituye un hito fundamental, ya abordado en el post anterior) en función de los superiores objetivos de la Nación. En verdad, la cuestión merece el presente tratamiento, por cuanto su lectura oficial o instalada resulta bastante risueña, si nos abstraemos de la gravedad del asunto.



Sin embargo, pese a los ejemplos de integridad más allá de banderías y animadversiones contingentes (Martiniano Chilavert ha sido citado y homenajeado en el artículo precedente), muchos de los actuales lectores deben todavía esforzarse por tolerar a un personaje que, por la insistente campaña escolar de difamación e injuria, no pueden “pasar”, y al que profesan una manifiesta antipatía más allá de cualquier argumento o razón. Es decir, nuevamente —y siempre— los argentinos ponemos el foco en el gobierno de turno antes que en el interés superior de la Nación, respecto del cual la mayor parte de las veces el gobierno de turno tampoco pone el foco (después de todo, el gobierno es reflejo de los ciudadanos). En un comentario al artículo anterior dije que los argentinos del presente poco y nada tenemos que ver con los de la primera mitad del siglo XIX. Pero en verdad, en ciertas actitudes tenemos demasiado parecido.

Para ser consecuentes entonces, con las unánimes críticas que comienzan a aflorar sobre la conducta de los buques extranjeros que extraen nuestra agua de nuestros ríos, o las maniobras militares de potencias extranjeras en esos mismos ríos, conviene un poco remontarnos a la raíz del problema, porque el asunto no se terminó en Obligado ni en Quebracho, sino casi seis años después en Caseros.

A tal efecto, nos remitiremos al Manual de Zonceras Argentinas de Arturo Jauretche, en su edición de Corregidor, Bs. As., 2003, pp. 64-66, que con el ingenio y agudeza característicos, nos explica:

(Zoncera Nº 8)

“La libre navegación de los ríos”

Esta es una zoncera por inversión del concepto que complementa y concurre a la política de reducción del espacio.

Funciona como si se asentara en los libros colocando en el Debe lo que corresponde al Haber, y en el Haber lo que es del Debe.

Es la primera zoncera que descubrí en las entretelas de mi pensamiento y con ello quiero demostrar una vez más que “anche ìo sonno pittore”, es decir zonzo, por lo que me las sigo buscando mientras lo invito a usted a la misma tarea.

En la escuela primaria no era de los peores alumnos y contaba con cierta facilidad de palabra, motivos por los que frecuentemente fui orador de los festejos patrios. En uno de esos había bajado ya de la tarima, pero no de la vanidad provocada por los aplausos y felicitaciones, cuando mi satisfacción empezó a ser corroída por un gusanillo.

Entre las muchas glorias argentinas que había enumerado estaba esta de la libre navegación de los ríos, y en ella empezó a comer el tal gusanito.

El muy canalla —tal lo creí entonces— me planteó su interrogante, tal vez aprovechando lo vermiforme del signo:

—“¿De quién libertamos los ríos?”.

Y en seguida, como yo quedaba perplejo, agregó la respuesta:

—“De nosotros mismos. ¡Je, je, je!” —agregó burlonamente.

—“¿De manera que los ríos los libertamos de nuestro propio dominio?” —pensé yo de inmediato, ya puesto en el disparadero por el gusano. Y continué—: “Pero entonces, si no eran ajenos sino nuestros, y los libertamos nosotros mismos, ¿se trata sencillamente de que los perdimos?”.

Busqué entonces algunos datos y resultó que era así: la libertad de los ríos nos había sido impuesta después de una larga lucha en la que intervinieron Francia, Inglaterra y el Imperio de los Braganzas. Y en lo que no se había podido imponer por las armas en Obligado, en Martín García, en Tonelero, por los imperios más poderosos de la tierra, fue concedido —como parte del precio por la ayuda extranjera— por los libertadores argentinos que aliados con el Brasil vencieron en el campo de Caseros y en los tratados subsiguientes.

Entonces me pregunté qué habrían hecho los norteamericanos si alguien les hubiera impuesto liberar el Mississipi. Y los ingleses de haberle ocurrido eso con el Támesis. O los alemanes en el caso con el Elba. O los franceses con el Ródano. Y ahora pienso en Egipto con el Nilo, y así, hasta no acabar.

Se me ocurre que hablarían de la pérdida del dominio de sus ríos y que lógicamente en lugar, como nosotros, de convertir en triunfo esa liberación y darse corte con ella, habríanse dolido de esa derrota y hecho bandera del deber patriótico de retomar su dominio.

Los mismos brasileños que tanto hicieron por la “libertad” de nuestros ríos, tienen una tesis distinta cuando se trata de los ríos de ellos, aun cuando esos ríos sean el acceso marítimo a otros países. En el caso del Amazonas, sostienen la tesis inversa a la que sostuvieron en el Plata y mantienen celosamente su dominio porque entienden que “su navegación es cosa que rige el que controla su cauce inferior”.

Y esto no significa obstaculizar la navegación de los que están en el curso superior. Pero se trata de conceder a los que están en el curso superior ventajas lógicas, convenidas, producto del acuerdo entre los ribereños, cosa muy distinta a la renuncia de la soberanía como en el caso de la proclamada libre navegación, “urbi et orbi”, que es la pérdida del dominio de cada uno en la parte que le corresponde. Con lo que se ve que la mentida “libertad” que significa nuestra pérdida no es siquiera la determinada por el común uso y vecindad, sino una disposición en beneficio de las banderas imperiales ultramarinas y en perjuicio de la formación de una propia creación náutica.

También para eso se impuso al Paraguay la libre navegación después de la guerra de la Triple Alianza, porque todo es un complemento del pensamiento de los Apóstoles de Manchester que Mitre ejecutaba como instrumento de la política de los Braganza, a su vez instrumento de otra política, pero sacando ventajas propias. Y ainda mais. Pero aquí entra a jugar otra zoncera que se verá más adelante.

La libre navegación de los ríos fue una derrota argentina que nos presentan… ¡como una victoria! Y encima nos enseñan a babearnos de satisfacción y darnos corte, como vencedores, allí, justamente donde fuimos derrotados.

¿Comprenderéis ahora por qué se oculta la Vuelta de Obligado donde, a pesar de la derrota impusimos nuestra soberanía sobre los ríos, y se celebra, en cambio, Caseros, donde dicen fuimos vencedores, y la perdimos?

¿Será porque la victoria no da derechos?

Pero ésta es la zoncera que sigue.


A) Florencio Varela en su viaje a Inglaterra en 1843 llevó las instrucciones de la Comisión Argentina (los emigrados unitarios), para negociar con aquella potencia. Decía la Cláusula 6ª: “Uno de los puntos que más deben llamar la atención de Inglaterra es la libre navegación de los ríos afluentes al Plata. El señor Varela debe tener por guía en ese particular que las ideas del gobierno (a formarse) son por la absoluta libertad de aquella navegación…”.

B) En el Tratado con el Brasil del 9 de mayo de 1851, firmado por Urquiza al aliarse con aquél, se dice (Art. 18): “…la navegación fluvial se declara libre”.


C) Conforme al convenio así firmado, después de Caseros se dicta el decreto del 3 de octubre de 1852: “La navegación de los ríos Paraná y Uruguay será permitida a todo buque mercante, cualquiera sea su nacionalidad, procedencia o tonelaje… lo mismo que la entrada inofensiva de los buques de guerra extranjeros…”

D) Tratado de paz Paraguayo-Brasileño (Arts. 7º y 8º): “El Paraguay concede la libre navegación de las aguas de su jurisdicción a todos los buques del mundo sin limitación en el tiempo. Se excluye expresamente de estas reglas la navegación de los ríos brasileños y su comercio de cabotaje”.