lunes, 23 de febrero de 2009

La lección del maestro


Llegando al final del estupendo cuento La lección del maestro, Jorge Asís se toma un párrafo para reflexionar acerca de la ilusión de la posteridad que por momentos obnubila a ciertos escritores argentinos que, con una suerte de romanticismo cristiano, imaginan tener revancha a sus frustraciones en términos de reconocimiento, en la aclamación póstuma. Pero, continúa razonando nuestro autor, en un país como la Argentina la posteridad es una aspiración más utópica que en casi cualquier otro sitio. Un país en donde hasta los más grandes, los Marechal, los Lugones, los González Tuñón, los Güiraldes, han sido drásticamente olvidados, omitidos de todos los anales intelectuosos (ni qué hablar de la consideración de la política cultural gubernamental, para la cual sólo poetas de la talla de Maradona y novelistas como el Che Guevara merecen del resalto internacional), no tiene espacio en la memoria para los rescates post mortem.


En todo caso, un país algo atrasado en términos tecnológicos. Un país disquete, con 1,3 MB de memoria, tan sólo suficiente para algún informe terrorífico o para alguna lista macabra de fallecidos. Y también con algún retraso evolutivo, porque tampoco hay lugar para el procesamiento de la inteligencia emotiva. Un país sin capacidad para conmoverse, para pensarse sino a través de eslóganes y cursilerías estructuradas. Un país con una psiquis detenida, y en constante estado de degradación. Porque las comunidades humanas organizadas replican y potencian las cualidades humanas individuales, y no es necesario que recordemos a Spencer para darnos cuenta de que el todo es mucho más que la suma de las partes.


Una comunidad nacional, entonces, tendrá una capacidad de conciencia y reflexión (y por tanto, de voluntad, de determinación de su destino) señalada y acotada a la vez por su actividad cultural. Y no digo esto –porque hace un rato que me escapé de Jorge Asís, aunque pronto he de volver- para que los intelectuales puedan darse dique, y considerarse personas providenciales, o al menos importantes. Tal vez lo digo por todo lo contrario. Porque la inteligencia de una nación va a estar dada por su capacidad de procesar absolutamente todos los productos culturales individuales, sin sectarismos, aprovechando lo mejor de cada uno, como la mente humana genera su conciencia a partir de la recepción de un cúmulo indiscriminado y abrumador de estímulos. Porque generalmente, salvo para el caso de los genios (y aun así con cortapisas), no hay producciones individuales satisfactorias y autosuficientes para representar y generar una conciencia colectiva.


Lo de las cortapisas lo digo, porque incluso los genios me parecen cada vez más vectores de una sociedad inteligente y que sabe lo que quiere. No digo “productos”, porque me parece que entre la genialidad y la sociedad que la aprovecha pero también la propicia hay una relación dialéctica de retroalimentación. Es indiscutible que Heráclito, Anaxímenes, Anaximandro, Empédocles, Parménides, Diógenes y el resto de los presocráticos fueron vectores de una sociedad muy reflexiva y extremadamente inteligente… hasta lo lúdico. Que Giotto, Miguel Ángel, Leonardo, Rafael, Botticelli, fueron vectores del renacimiento italiano, de un período de esplendor en el que la fuerza y la poesía, como en todas las grandes épocas, se daban la mano luego de siglos de absurdo distanciamiento. Ni qué hablar del Siglo de Oro español, coincidente con el apogeo militar y político del imperio, entre mediados del siglo XVI y la primera mitad del siglo XVII. A las figuras sobresalientes de Quevedo, Lope de Vega, Murillo, Velázquez, Zurbarán, se suman notables astros de la Lingüística, la Matemática, la Geografía, la Cartografía, la Antropología, el Derecho, la Botánica y la Mineralogía, la Física, Medicina, Farmacología, Psicología y Filosofía. O qué decir de la extraordinaria seguidilla de genios de la música que produjo la Mitteleuropa de lengua alemana, en figuras como Bach, Mozart, Beethoven, Wagner… Ciertamente, la genialidad de los nombrados es indiscutible, pero tampoco resulta casual la emergencia de genios de semejante relieve de forma geográficamente agrupada y cronológicamente coherente.



Parecería que, como un gigantesco cerebro global, cada sociedad decide en su momento “en qué pensar”, y así activa mecanismos de selección que, si la fortuna acompaña, encuentran a los genios y promueven su producción y desarrollo. Desde esta perspectiva, la genialidad –siquiera el talento y la imaginación- funcionan socialmente como las mutaciones en la selección natural de las especies: Durante grandes períodos permanecen larvadas, pero cuando las circunstancias motivan su develamiento, también esas circunstancias determinan su preeminencia sobre las demás cualidades de la especie, como rasgo distintivo y competitivamente determinante (por ejemplo, en el proceso de hominización, la capacidad de caminar en dos pies, mutación absolutamente prescindible en una vida arborícola).


Pero también la sociedad puede elegir pensar en otra cosa, o simplemente, no pensar en nada. Para esto último, apenas alcanza con prender la televisión, con cambiar de cronistas para el relato de nuestras cosas, dejando de lado a los escritores y los poetas, a los compositores, cineastas y pintores, para poner en su lugar a los animadores de programas de entretenimiento y a los “periodistas” de debate y de interviú que pasan mensualmente por 25 de Mayo y Rivadavia para completar su sueldo. Y conste que cuando hablo de “pensar” a lo que menos me refiero es a la política, que resulta antes una práctica, una acción, que una contemplación y reflexión. Por eso me parece que una sociedad, cuanto más politizada se encuentra, resulta ser menos política, y por tanto, menos social y menos pensante. Porque al practicar la política, en lugar de barruntarla en interminables sesiones de lugares comunes, imposturas e hipocresías, hay espacio para el resto de las actividades sociales, las que pueden ser desarrolladas espontáneamente, puramente. Se puede hacer arte por el arte mismo, como una manifestación superior del espíritu humano, y no como vehículo o herramienta para la toma o conservación del poder (detesto el arte comprometido; maldigo al comunismo cuando veo la aberración que implicó para el arte la obligación del “compromiso revolucionario”, el patético espectáculo que para la memoria de un enorme poeta como Miguel Hernández, por ejemplo, representa su oda a la Unión Soviética y al “compañero Stalin” titulada Rusia). Se puede pensar, filosofar, se puede incluso practicar la caridad y la beneficencia sin golpes bajos, sin moralejas ni clientelismo o propósitos quintacolumnistas.


Completa Jorge Asís –estoy citando de memoria- su reflexión diciendo que en Argentina lo único que importa es el presente, nada fecundo puede obtenerse de pensar o escribir, siquiera trabajar, para la posteridad, porque en la Argentina el futuro es tan imposible como la noción de nación.


Y de esa manera, tan simple y directa, pero tan profunda y sólida a la vez, nuestro autor (argentino él, como sustantivo; “turco” como adjetivo, como mera reminiscencia pintoresquista) pone el dedo en la llaga. Sin nación no hay cultura, o sea, consciencia colectiva. Tan sólo algunos individuos cultos, dispersos, tratando de conseguir logros fugaces, una mínima notoriedad pasajera, antes de ser definitivamente olvidados.


Lino Enea Spilimbergo, "Paisaje de San Juan", 1939. [Fuente: Arte & Artistas (arteyartistas.files.wordpress.com).]


La nación no es un alto concepto empírico. No hay un “ser nacional”, ni puede haberlo, ni en un país tan joven como el nuestro ni en un país tan viejo como Francia, porque el “ser nacional” es un arquetipo contrastable (como todo arquetipo), al que los individuos se acercarán o del cual se alejarán relativamente más o menos, pero que por esencia se distinguirá de ellos. Donde hay un “ser nacional” nadie encajará absolutamente en el supuesto, y un planteamiento de comunidad a partir de esa aspiración homogeneizante, más que una falacia, resulta un ejercicio de refutación por la mala fe.


La nación no puede ser ensayada físicamente, ni étnicamente, ni siquiera lingüísticamente sin caer en el terreno de las excepciones, y a veces éstas son demasiadas en la consideración estadística. La nación es una comunidad de pasado en ciertos casos, pero tampoco esto la define (menos en tierras jóvenes como la nuestra, con abrumadores movimientos migratorios como los que vivimos, y por tanto, con una sustitución sensible de las familias originales presentes en 1810). Lo único que define a una nación es la comunidad de destino, el querer ser algo, o sea, la voluntad de existir. Para querer ser, debe la comunidad tener consciencia de sí misma, reflexionarse, y la reflexión se hace a partir de la cultura y de sus producciones legítimas. Como dijimos, esa reflexión común se torna imposible cuando no hay destino común, por lo que nos encuentra irremisiblemente encerrados en un círculo vicioso inagotable.


Paradójicamente, cuando más frágil fue la nacionalidad argentina, alimentada por, pero también diluida en, inmensos contingentes de inmigrantes de los más diversos y remotos lugares del planeta, más voluntad de existir como nación se hizo presente, y más alejada se encontraba la política de la obsesión martilleante y cotidiana. En ese mundo en nacimiento, en el cual todo era futuro y un proyecto de nación golpeaba las puertas del contexto internacional casi con prepotencia, hubo campo propicio para el desarrollo de la autoconciencia colectiva a través de la cultura. En un país que, mal o bien, fue nación entre Roca y Guido más o menos (desde el fulgor inicial y promisorio hasta la decadencia en luz mortecina que todavía no termina de apagarse), por unas ocho décadas, se produjeron las obras que todavía nos llenan de orgullo, desde el Martín Fierro a Adiós Nonino, pasando por El Aleph y Los siete locos.


Xul Solar, "Vuel Villa", 1936.


Por eso hoy, más que nunca, al borde de la patentización de otro fracaso colectivo, de otro descenso a los infiernos (porque en esta chatura el único sistema que nos queda para tomar consciencia es a los golpes) todo planteo verdadero, debemos hacérnoslo a nosotros mismos, y sobre nosotros mismos. Este humilde post es una bajada de línea a nuestra pobrísima intelectualidad contemporánea, vergonzosamente mediocre, petrificada, retardataria, interesada, advenediza y cobarde. Pero también es un llamado a todos los argentinos para que decidamos, de una vez, si queremos ser y por lo tanto pensar y pensarnos; o bien elegimos el bálsamo final y definitivo de la nada.

lunes, 16 de febrero de 2009

El nacionalismo

Destouches me mandó el siguiente artículo por correo-e, y fue de lo primero que me encontré al regresar de mis vacaciones. Como las mismas habían tenido lugar en el Brasil, y el artículo versa en parte en esa comparación y referencia, que resulta patente y dolorosa en el vecino país, me permitiré pegarlo a continuación, preludiado por el comentario del citado remitente, al que por supuesto adhiero:

Me pareció muy bueno este artículo, claro y oportuno, en estos tiempos en que conceptos tan básicos y sencillos son continuamente tergiversados por intereses de baja calaña. En dos líneas y sin grandilocuencia, distingue con precisión peronismo de capitalismo y marxismo, y recuerda con justicia -y valentía- a escritores "prohibidos" como Marechal, Gálvez y Castellani. Aplausos para Pacho.



Nacionalismo, pecado o virtud


Pacho O´Donnell
Para LA NACIÓN

12 febrero 2009

Los argentinos padecemos de un adelgazado orgullo nacional, un frágil sentimiento patriótico. Lejos de ser banal, ésta es una de las razones de nuestra postergación. Los motivos son muchos; uno, es que siempre imperó la idea de que nuestro progreso residía en mimetizarnos con los países poderosos.

El nacionalismo es hoy una convicción y un sentimiento a contrapelo de la tendencia a subrogar el amor a la patria por el espejismo de ser "ciudadanos del mundo", sobornados por la transmisión en tiempo real de la informática y la TV. De eso trata la globalización que nos ha tomado sin puntos fijos donde afirmarnos, a diferencia de lo que sucede en Brasil o en México, donde el compromiso de los ciudadanos con sus tradiciones protegió de ser arrasados. Debe hablarse entonces de "glocalización", lo global interrelacionado con lo local.

En nuestra Argentina, confesarse nacionalista suele requerir aclaraciones: "nacionalista pero sin zeta", "nacionalista pero no de derechas". Es previsible que, ante la mención de esa palabra en nuestro interlocutor, se dispare un mecanismo de cuestionamiento, porque ha quedado asociada a gobiernos autoritarios, que han utilizado una supuesta "defensa de lo nacional" para justificar su barbarie. Y lo del "ser nacional" ha servido para censurar, torturar, matar. Tampoco tiene prestigio la palabra "patria", caída en desuso por parte de nuestros políticos y funcionarios.

Otra razón es que las ideologías dominantes en nuestro planeta, el capitalismo y el marxismo, son internacionalistas, es decir, suponen ser aplicables en cualquier país del mundo con algunos ajustes. El nacionalismo es un obstáculo a eliminar, como lo demuestra el que un movimiento de esencia nacional como el peronismo ha impedido que nuestros sindicatos respondan, como en la mayoría de las naciones, a alguna de las derivaciones del marxismo.

¿Qué es ser nacionalista? Amar a su patria. En sentimiento, en pensamiento pero sobre todo en acción. Amar sus paisajes, su gente, su cultura, sus posibilidades. Empeñarse en hacerla mejor, en comprometerse en aportar el granito de arena que le corresponde y hacerlo con alegría.

Ello no implica despreciar lo exterior, eso sería chauvinismo, una patología del nacionalismo que ha desencadenado guerras y genocidios, aunque debajo de esos pretextos siempre se esconden motivos económicos. El buen nacionalismo no presupone ser mejor que otros, tampoco cree que su verdad deba ser impuesta a otros. Sabe que en lo ajeno hay aspectos positivos que deben ser incorporados para mezclarlos con lo propio y mejorarlo.

El nacionalista sabe que tiene responsabilidades hacia su patria. Es un patriota, es decir, etimológicamente, pertenece "a la tierra del padre". Y los compatriotas son "hijos de un mismo padre", es decir, hermanos. Por ello, un buen espíritu nacional compele a la intolerancia hacia la precariedad en el acceso a la salud, la educación, la cultura de tantos hermanos sumergidos en la pobreza, de la que es principal culpable la devastadora corrupción que desde hace mucho tiempo corroe nuestras posibilidades como país, como sociedad y como individuos, potenciada por la grave falta de compromiso de algunos "hijos" con su patria. ¿Es imaginable una deuda externa como la que nos estrangula de no ser porque quienes la contrajeron estaban más atentos a sus intereses que a los patrióticos? Es una prueba del desamor hacia lo que debería ser amado.

La desatención hacia nuestros símbolos, banderas ausentes en las ventanas en días patrios e himnos cantados con desgano y pudor, han hecho que la camiseta del seleccionado nacional de fútbol se constituyera en el mayor referente de un sentimiento colectivo ligado a lo nacional. A esto hay que agregar la ligereza con que, con la justificable intención de potenciar el turismo, se cambian las fechas de los feriados que celebran hechos históricos sin que haya empeño en explicar su significado.

Tenemos en nuestra historia personalidades y circunstancias admirables cuyo conocimiento y exaltación deberían servir como modelos de identificación para vigorizar el orgullo nacional, que nos haría sentir partícipes de un proyecto con tradiciones, valores, cultura y afectos compartidos. Se es nacionalista cuando cotidianamente se cuida ese hogar simbólico que es la patria comenzando por uno mismo, esforzándose en ser honesto y solidario, implacable en la denuncia de la corrupción y de la ineficiencia; infundiendo en nuestros hijos con la prédica y, sobre todo con el ejemplo, el valor del estudio y del esfuerzo.

Ser nacionalista y patriota es valorizar a U2 y a Madonna, pero también a Astor y a Atahualpa; apreciar el cine de Scorsese y los hermanos Taviani, pero también el de Lucrecia Martel y Leonardo Favio; imaginar un destino más patriótico para el dinero que una cuenta en Suiza; no apreciar el tango porque gusta en Europa sino por sus valores superlativos; estudiar a los sociólogos franceses, pero también a Jauretche y a Scalabrini; no admirar a Borges porque eligió ser enterrado en Ginebra sino por su genialidad impregnada de porteñismo; enorgullecerse de llevar adelante una empresa nacional; rescatar a grandes escritores como Marechal, Gálvez y Castellani, que por nacionalistas y católicos fueron expulsados del Parnaso literario argentino; preocuparse en poner los conocimientos adquiridos en alguna forzada emigración al servicio de nuestro país; insistir en que Buenos Aires poco o nada se parece a París sino a sí misma.

En última instancia, ser nacionalista y patriota es enfurecerse porque nuestra Argentina no es lo que debería ser, hacernos cargo de nuestra propia culpa en ello y no autoindultarse echándosela a los demás, comprometernos en la política, en la acción gremial, en la acción solidaria para desalojar aquello que nos enferma como sociedad; hacer un buen uso de los recursos de la democracia pasando de la pasividad quejosa a la acción positiva y, cuando sea necesario, echar mano a nuestro coraje.

Es un buen ejercicio en cada situación que agreda nuestro orgullo patriótico, desde la más nimia a la más flagrante, imaginar qué es lo que pensaría y haría el prócer que más admiremos, sea San Martín, Belgrano, Dorrego, Rosas, Mitre o Roca, y actuemos como él. Porque ellos fueron seres humanos comunes, como todos nosotros, a quienes su pasión nacionalista, el amor por su patria, los llevó a acometer acciones extraordinarias.