viernes, 29 de julio de 2011

Tres ejemplos

Intencionalidades, equívocos, tergiversaciones y prostitución semántica, forman parte de nuestro sistema de pensamiento colectivo. En un país y un momento especialmente afines al “relato”, a la forma de contar las cosas, a la forma de calificar los hechos, vayan en esta ocasión tres casos bastante difundidos, y que merecen una sucinta reflexión:


1) Sensación de inseguridad.

Cuando se habla de “sensación de inseguridad”, más allá de la inescrupulosa sugerencia que formula el inventor de la frase, inmoral si se tiene en cuenta que el causante ha sido el encargado de velar por la seguridad ciudadana por tantos y tantos años, en realidad no se está diciendo otra cosa que “inseguridad”. En efecto, esa construcción semántica, que no es más que otra evidencia de la promiscuidad de palabras que inunda el universo del discurso, no tiene significado alguno disímil de aquél que pretende enervar. “Sensación de inseguridad”, por más que pretenda emplearse como herramienta efectista para rebatir “inseguridad”, es simplemente, su confirmación.

La inseguridad no es otra cosa que la falta de seguridad. La seguridad, para el idioma castellano, es la certeza. Para que haya inseguridad no tiene que estar presente una situación de anarquía y guerra civil como en Bagdad o en Trípoli. Alcanza nomás con que el ser humano tenga incertidumbre acerca de su destino inmediato, por más que tome todo los recaudos normales y habituales y respete las normas convencionales. Es decir, si el ciudadano, aun cuando cierra la puerta de calle, o pone alarma al auto, o evita circular por un callejón oscuro en madrugada, o evita los descuidos sobre sus objetos personales, igualmente vive con miedo, es porque ese ciudadano se siente inseguro. Se trata de una percepción, y como tal, está vinculada con la subjetividad. Ahora bien, una percepción generalizada, en todo caso estará vinculada con una subjetividad también general, lo que en las sociedades modernas constituye un estado de situación colectivo, y por tanto, un criterio de verdad en términos sociológicos.

Si una familia iba con el auto los fines de semana a visitar a sus parientes del conurbano, y estacionaba por la mañana y se retiraba a la tardecita, luego de una demorada despedida en la vereda; y luego ocurre a dos cuadras un homicidio con ocasión de robo de automotor, y a la semana siguiente, un secuestro exprés cruzando un vehículo a otro que venía circulando, y días después un tiroteo cuando la policía intenta liberar a un rehén, con ejecución del rehén incluida, todo en el mismo barrio que se acostumbraba visitar, y entonces la familia decide primero no ir más con el auto, y finalmente, espaciar las visitas, porque tampoco es demasiado seguro movilizarse en dos colectivos o en tren y en colectivo, es porque esa familia se siente insegura, por más que pudiera tener la suerte de haberse salvado personalmente hasta el momento de un crimen trágico.

No hace falta falsear estadísticas (que de por sí son esencialmente falsas, desde que la capacidad de aprehender la realidad desde los sistemas de control social formal –estadísticamente incluso- nunca excede del 10% de la realidad en sí misma). No hace falta ejemplificar con ampulosas razzias y operativos. La inseguridad es un hecho social, y como tal, su erradicación un desafío terriblemente arduo, que exige constancia, orden, paciencia y presencia. Y sobre todo, decisión y abandono del efectismo, del electoralismo y de la demagogia. Demasiado. Sobre todo, cuando siempre es más fácil destruir que construir, y un solo hecho violento puede destruir todo el proceso de generación de confianza que se hubo llevado adelante.

Para ello, en el entendimiento íntimo de que la bota de potro no es para cualquiera, y que “cualquiera” preferirá evitar los sabañones, los callos, el pie de trinchera o las piedritas, parece que es más sencillo decirle a la sociedad que está equivocada, que no está insegura sino que se siente insegura, cuando en realidad, como explicamos, se trata exactamente de lo mismo.

Estar enamorado y sentirse enamorado conducen generalmente a cometer los mismos gratificantes errores, o bien por abstenerse, a afrontar las mismas ingratas frustraciones. Estar con miedo y sentirse con miedo nos hace correr bien rápido y sin mirar hacia atrás, evitando perder el tiempo, sobre todo, en disquisiciones inoperantes, propias de quien tiene tiempo, dinero, posición y seguridad suficiente como para no estar ni sentir…


2) Fútbol federal.

Hablar de la necesidad de hacer federal el fútbol aparece como un argumento válido para sostener la decisión de hacer un campeonato con 40 equipos, y en términos generales, mediocrizar aún más la calidad de la competencia. Como ocurriría (y mejor no dar ideas), si al Ministerio de Educación se le ocurriere fusionar el Colegio Secundario con la Universidad.

Pero se omite en cambio considerar que a partir de este campeonato el Fútbol de Primera División va a ser el más federal de toda la historia, desde los Nacionales de Valentín Suárez. En efecto, al terminar el Clausura 2011 descendieron 4 equipos del Gran Buenos Aires (Quilmes, Gimnasia, River y Huracán) y ascendieron 4 del Interior (Rafaela, Unión, San Martín de San Juan y Belgrano), completando un total de 7 equipos del Interior sobre 20 totales, es decir, del 35%. Casualmente también, el último torneo arroja un resultado “perturbador”: Con sólo 3 equipos del Interior en ese certamen, y considerando que si bien Colón tuvo un desempeño irregular, hace tiempo que viene siendo un sólido animador en la Primera; hay que mencionar que Godoy Cruz salió 3º y Olimpo 4º.

No sea cosa que en poco tiempo la AFA deba sufrir la experiencia de que un club del Interior finalmente se consagre campeón de la elite del fútbol argentino por primera vez en la historia. Es decir, se asiste a un proceso decidido de crecimiento de las instituciones de las provincias y de decadencia del fútbol metropolitano. Ese proceso se comenzó a evidenciar hace ya unos cuantos años en el Nacional B, que arrancó, a partir de 2003 con 20 equipos, 10 del Interior y 10 de la AFA. Al poco tiempo, los únicos que descendían o iban a promoción eran los de la AFA. Entonces la AFA decidió que los del Interior, en materia de descensos, jugaran su propio torneo, y otro tanto los metropolitanos. Llegó a darse el caso de que el club metropolitano que descendía fuera el 20º de la tabla general, y el metropolitano que jugaba la promoción fuera el 19º. En tanto, el del Interior que descendía fuese el 14º de la tabla general, y el que jugaba la promoción contra un equipo del Argentino A fuera el 12º. Y eso que estamos hablando siempre de promedios.

¿Por qué en ese momento la AFA no dejó que descendieran los que tenían que descender, lo que hubiera federalizado mucho más el Nacional B, y por tanto, aumentado también más las posibilidades de tener un fútbol de Primera División más equilibrado?

Por el contrario, cuando el proceso de federalización se da naturalmente, por los cauces ya normados desde hace tiempo, y comienza a presenciarse una Primera División con amplia participación del Interior, sale de la galera este engañoso argumento.


3) Las organizaciones sociales.

141 años pasaron desde la sanción de la Constitución Nacional hasta que se reconocieron en ésta los partidos políticos como sujetos del sistema político. Como ya hemos dicho en otros momentos, su reconocimiento fue concomitante con su definitiva decadencia. Ya en las elecciones de 1995 una nueva fuerza que era un rejunte bastante variopinto, el FrePaSo, fue la que disputó la presidencia con el PJ (que a su vez estaba sufriendo disidencias y nuevas incorporaciones desde sectores tradicionalmente no afines, como Oscar Alende, el MPL o la Ucedé, si bien el PI se acercó al “peronismo sin Perón” en la época del Frecilina, que no era un remedio; y el MPL, siendo FIP, acompañó la fórmula Perón-Perón en el ‘73), mientras que la UCR llevó una propuesta casi testimonial, que arrimó un 16% del electorado. Con el Congreso de Lanús, se pone definitivamente la lápida al PJ, que a partir de entonces, más allá de su intervención judicial, se transforma en una confederación de caudillazgos provinciales acomodaticios, dirigida por un poder central gubernamental progresivamente más fuerte y unitario.

Pero más allá de todo eso, lo cierto es que los partidos políticos, a diferencia de los movimientos nacionales o cualquier otro sistema de representación, son, como dice la palabra, “partidos”, es decir, fraccionamientos, parcialidades que, si bien pueden perseguir objetivos generales, lo hacen desde las visiones sesgadas de sus propias plataformas e ideologías. Ello no es ni bueno ni malo. Es así. Es el sistema liberal de organización de la representación que se da en gran parte de Occidente.

Lo que sí trasuntan con su accionar es, en primer lugar, una intencionalidad política parcial, y en segundo lugar, un interés electoral, pues eso hace a la propia esencia de su existencia. Incluso los partidos que nunca ganaron una elección siquiera municipal, y que muy probablemente nunca lo hagan, están concebidos y estructurados para ese fin, y por lo menos persiguen el acceso a algún cargo electivo y sobre todo, al reparto de dinero por votos obtenidos.

Lo importante es que cuando un partido político impulsa una movilización, un reclamo, una denuncia, etc., cuando proyecta su accionar hacia la opinión pública, está obrando “políticamente”, es decir, con un interés concreto por el poder. Dentro del discurso del bienpensantismo, obrar políticamente, obrar en función del poder, es malo, o por lo menos, digno de generar recelo o desconfianza.

De un tiempo a esta parte, esporádicamente durante los ’90, y sistemáticamente en la década pasada, comenzó a denominarse “organizaciones sociales” a los distintos grupos de piqueteros que amuchaban jubilados, desocupados, sin techo, etc. En fin, como no había denominación para esos intereses sectoriales, se optó por una tan equívoca.

Lo cierto es que esas “organizaciones sociales” persiguen fines concretos vinculados con el interés de sus integrantes (planes sociales o su aumento, viviendas gratuitas, escrituración de terrenos, urbanización de villas, dinero en efectivo, etc.), pero también persiguen, aquellas más aventajadas, un fin político, vinculado con la conservación de una situación de hecho favorable. Concretamente, la continuación del gobierno que les otorga los privilegios. De tal forma, también con su accionar público persiguen un fin político y funcional al poder.

Mientras tanto, las “organizaciones sociales” menos aventajadas intentan extorsionar al poder de turno, o acordar con opciones de poder alternativas, o ambas cosas, para obtener los beneficios que ya tienen las aventajadas. Es decir, también operan con su accionar “políticamente”.

Independientemente de ello, el término “organizaciones sociales” ha sido asumido como menos parcial, intencional y electoral que el término “partidos políticos”. Antes bien, su empleo parecería sugerir la ostentación de un reclamo legítimo (aun cuando el adjetivo sea innecesario, como veremos), sustentado en la legitimidad de la necesidad, es decir, en el axioma de “una necesidad, un derecho”. Si una necesidad = un derecho, su reclamo = legítimo. Todo reclamo de una “organización social” deviene legítimo per se, sin consideración acerca de la condición moral o de utilidad social o de contexto normativo de ese derecho. Mientras haya una necesidad insatisfecha, hay un derecho que reconocer, y con ello es suficiente. Se consagra la autonomía de los derechos subjetivos respecto del Derecho objetivo y por tanto, respecto de la moral, de la política y del interés colectivo.

Así entonces, las “organizaciones sociales” obran, para la opinión pública y para los periodistas y cronistas, cada vez intelectualmente más pobres y borreguizados, de una forma siempre legítima, lo que implica: objetiva, aséptica, franca, útil y veraz. La disconformidad podrá plantearse con el medio elegido para la protesta, pero nunca nadie osará, so pena de anatema, plantear objeciones respecto de la legitimidad del reclamo, porque todo reclamo es legítimo.

Lo ridículo de semejante dogma circular (que se suma a otros tantísimos en el nuevo canon surgido al amparo de la “libertad” –otra palabra digna de ser analizada, aunque el espacio y el tiempo en esta ocasión no lo permitan-), es que, hoy por hoy, al periodismo ya le ha dado por bautizar como “organización social” a cualquier grupo de personas que efectúe un reclamo. Por más que ese grupo de personas se embandere con denominaciones inequívocas, más concretamente, invoque la pertenencia a un partido político.

Hoy por ejemplo, sin ir más lejos: Un grupo de personas se aglutinó en las inmediaciones del Obelisco reclamando por la represión policial sobre unos usurpadores de la CCC y de la milicia indigenista Tupac Amaru (más de $ 330 millones en subsidios del Estado Nacional desde 2003), liderada por Milagro Sala, vinculada con los resabios de Sendero Luminoso, las FARC y otras lindezas, que habían intentando colonizar unos terrenos de propiedad del Ingenio Ledesma en Jujuy. Sin importar que el llamado “Combate de Ledesma” (un bautismo romántico, a la manera de los que en los ’70 gustaban tanto a la revista Estrella Roja) fue bastante parejo, y que el saldo recuerda aquél de “murieron 4 romanos y 5 cartagineses” (4 de los 9 heridos de bala son policías, 1 de los muertos por bala también, y 2 de los muertos no-policías lo fueron por balas de armas no-policiales), si uno atiende solamente el juego del Antón Pirulero mediático, imagina un atropello bestial de parte de la policía jujeña frente a tímidos necesitados de viviendas, que casi sin saberlo, pusieron su carpita en ese campo (y que continúan en él después del tole tole). Detrás de esas dos “organizaciones sociales”, se podían ver claramente los carteles del Partido Socialista de los Trabajadores (PST), el Partido Obrero (PO) y el Partido Comunista Revolucionario (PCR). Pues bien, tal parece que ciertos partidos políticos especialmente quilomberos, pero sin poder de convocatoria como para plantear opciones electorales respetables, y sobre todo, populares, merecen ahora ser llamados “organizaciones sociales”, y sus reclamos por tanto, ser considerados legítimos, desinteresados, objetivos, veraces, etc.




jueves, 28 de julio de 2011

El Tren de la Victoria

Perón no es comunista,

Perón no es dictador

Perón es hijo del Pueblo

Y el Pueblo está con Perón

(estribillo del cancionero peronista, 1945-46)


Yanquis Y Marxistas

El empresario, diplomático y lobbista estadounidense Spruille Braden (embajador de EE.UU. en Argentina en 1945) se involucró decididamente en la campaña de la Unión Democrática (UD), para evitar el triunfo de Juan Perón, y paradójicamente contribuyó decididamente a volcar la balanza a favor del caudillo argentino (una lección que el nuevo Tren de la Victoria no ha terminado de aprender –ver más abajo-).

En un multitudinario acto celebrado en la Plaza República, con el Obelisco de fondo y las avenidas de la encrucijada colmadas de público, Perón lanzó la consigna que resonaría aplastante en los comicios del 24 de febrero de 1946: “Braden o Perón”.

Braden, por ese entonces Secretario de Estado de Harry Truman, había promovido un libelo contra Perón que se preocupó por difundir mundialmente días antes de las elecciones a través de la United Press, y llegó a los gobiernos de todos los países, a círculos intelectuales y por supuesto, a la intelectualidad argentina (la intelligentzia), decididamente alineada con el bando “gorila”. Se lo conoció como el Libro Azul (A blue book: A Memorando of te US Government with respect to the Argentine situation).

“Su hombre de confianza en la embajada –a quien Perón señalara más tarde como el autor del Libro Azul- era Gustavo Durán, un comunista español que había actuado en la Guerra Civil. Según algunos rumores, Durán viajaba a Montevideo para tomar contacto con exiliados argentinos y mantenía buenos lazos con el jefe comunista Vittorio Codovilla. Además, fue acusado por Perón de realizar colectas entre las empresas estadounidenses radicadas en el país para atender gastos de campaña de la UD. (…)

“Luego de desmentirlo en varias oportunidades, Durán terminó por admitir su participación en el Libro Azul en 1961, en una carta al historiador inglés Hugh Thomas”.

[Historia de las elecciones argentinas, Tomo 07, pág. 51, ISBN 978-987-07-1389-0]



El Tren de la Victoria

En diciembre de 1945 el Partido Comunista conformó, conjuntamente con los demás partidos que participaron de la política fraudulenta del contubernio de la Década Infame (UCR alvearista y justista, Partido Socialista, Partido Demócrata Progresista, Conservadores de Antonio Santamarina), la Unión Democrática (UD), para enfrentarse al Coronel Perón y su improvisado armado electoral, integrado por los sindicalistas del Partido Laborista, los radicales yrigoyenistas de la Junta Renovadora, y los centros de independientes (vecinalistas).

El emblema proselitista de la UD, además del absoluto control de la prensa, fue el Tren de la Victoria (curiosa forma de sincerar el objetivo electoral, cuando un rejunte de aliados no comparte mayor plataforma que la de ganar).

Luego la Constitución de 1949 le cercenó al comunismo notablemente su capacidad de acción, con la previsión contenida en su artículo 15: “El Estado no reconoce organizaciones nacionales o internacionales cualesquiera que sean sus fines, que sustenten principios opuestos a las libertades individuales reconocidas en esta Constitución, o atentatorias al sistema democrático en que ésta se inspira. Quienes pertenezcan a cualquiera de las organizaciones aludidas no podrán desempeñar funciones públicas en ninguno de los poderes del Estado”.

En 1955 el Partido Comunista fue un partícipe entusiasta y vehemente en el golpe de Estado que derrocó a Perón, y en las subsiguientes persecuciones y sevicias que el nuevo régimen ocasionó a los peronistas.

Ante el enfrentamiento entre azules (nacionales) y colorados (liberales) en el seno del Ejército, el PC toma decidido partido por los segundos, que sostenían la postura más intolerante con cualquier atisbo de “neoperonismo” o “pseudoperonismo”, exigiendo de Guido la exacerbación en los controles de candidaturas y proscripciones.

Finalmente, en 1976 el PC apoyará firmemente a la Junta de Gobierno presidida por Videla, al que calificará de “democrático” y de “progresista”, seducido por la exportaciones de trigo y demás acuerdos comerciales de Martínez de Hoz con la URSS. Aprovechará esa conyuntura para desembarazarse de disidencias y fraccionamientos dentro del mismo universo comunista. Sus adecuados servicios de “información” al nuevo gobierno permitirán una implacable sangría del PCR (Partido Comunista Revolucionario) de Otto Vargas, que se había pronunciado por el apoyo del gobierno de Isabel Perón frente al golpe militar. Por el contrario, los contados militantes del PC que sufrieron detenciones durante la Dictadura, estuvieron siempre blanqueados, ubicables, a disposición de los jueces y salvaron todos el pellejo.

En 1983 el PC integrará un frente con el Partido Justicialista, que será un auténtico salvavidas de plomo, puesto que impactará negativamente sobre el electorado argentino independiente, que venía escaldado de toda una década de guerra civil y terrorismos; mientras pervivía un contexto internacional de Guerra Fría, en la cual el comunismo siempre había empleado como arma casi exclusiva precisamente la incitación a la guerra civil revolucionaria en el Tercer Mundo (Vietnam, Nicaragua, Colombia, África…).



El Nuevo Tren de la Victoria

Domingo 16 de enero de 2011. El secretario General del Partido Comunista (PC), Patricio Echegaray, se pronunció ayer a favor de una reelección de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, al considerar que “un nuevo período permitiría la posibilidad de una radicalización de las medidas de distribución social”.

En diálogo con Télam, el dirigente comunista sostuvo que de cara a las presidenciales de octubre, el PC trabajará en la conformación de un espacio “frentista, nacional, amplio y autónomo respecto al oficialismo”.
Dijo que ese frente incluirá a Encuentro por la Democracia y la Equidad (EDE), que lidera Martín Sabbatella [que proviene de la Federación Juvenil Comunista], y al Partido Solidario, del cooperativista Carlos Heller [que proviene de la Federación Juvenil Comunista], además de otras fuerzas.

En ese sentido, recordó que en el encuentro nacional de la Federación Juvenil Comunista (FJC) realizado en la ciudad de Córdoba, “se puso un fuerte acento en desarrollar una política de construcción de una fuerza frentista que trabaje en dirección de profundizar y radicalizar los aspectos positivos que viene teniendo la gestión política gubernamental en la Argentina”.



Miércoles 22 de junio de 2011. «El Partido Comunista Congreso Extraordinario apoya las palabras de la compañera Presidenta Cristina Fenández de Kirchner, mediante las cuales confirmó su candidatura a la reelección, para seguir construyendo el proyecto que está transformando nuestra Patria. Al respecto, Jorge Pereyra, Secretario General del PCCE afirmó que está “muy contento de que Cristina ya haya hecho pública su candidatura, ya que hoy es ella la jefa del Proyecto Nacional, Popular y Latinoamericano que comenzó en 2003, y bandera de unidad popular en nuestro país”». (Agencia Paco Urondo)


Jueves 27 de julio de 2011. Declaración del Partido Comunista en Nuevo Encuentro. “El Partido Comunista apoyó la fórmula Filmus-Tomada. Y presentó sus propios candidatos a legisladores porteños integrando la lista autónoma de Nuevo Encuentro, habiendo obtenido dos bancas”. (PCA.org)


lunes, 18 de julio de 2011

La derrota perpetua

Como organizadores de la Copa América, y habiendo invertido tanto en la construcción de estadios, podríamos haber diseñado campos de juego ovalados, sin esquinas, como el que se muestra arriba.



El fútbol será “para” todos (dudoso efectismo demagógico de un dispendio tan insostenible como impune) pero lo que es seguro, es que no es “de” todos. Hace 32 años que el fútbol es de Julio Grondona y de su familia, porque el vergonzoso grado de autocracia se prorroga cómodamente y sin empacho al resto de la familia. Es a través de uno de los hijos del mandamás, Humbertito (subsecretario Técnico de Selecciones) que nos tuvimos que enterar que Sergio Batista seguirá siendo el DT de la Selección Nacional. Después de la deshonrosa eliminación en Cuartos de Final, de una copa realizada en nuestro país. Tras tres empates (uno de ellos, frente a Colombia, en que claramente nos perdonaron la vida para evitar un escándalo; otro agónico frente a Bolivia…) y una sola victoria, frente a un combinado amateur de Centroamérica. Después de contemplar impotentes la impotencia y la exasperante falta de ideas, de concepto, de estrategia, de una selección que, como su gobierno, derrocha recursos sin estética, ni contundencia, ni resultados.

Nos hemos cansado de elogiar los planteos de los rivales, la astucia de los técnicos rivales. Todos nos toman el punto. Todos saben cómo jugarnos. Nunca sabemos cómo desactivarlos, cómo plasmar en juego y en resultado esa superioridad de nombres y de cotizaciones. Todos, absolutamente todos, los demás técnicos de la Copa han demostrado ser superiores a nuestro improvisado entrenador. Algunos de ellos, con muy poco, han hecho maravillas. Incluso este Brasil que se fue ayer (y que para nosotros, mediocres y decrépitos, resulta desde hace tiempo nuestro consuelo, olvidándonos convenientemente de que Brasil ganó las últimas dos Copas América, y es pentacampeón del Mundo, con último trofeo hace 9 años, y no hace 25), no puede poner sobre el verde paño de póker ni por asomo los € 600 millones que tiró Argentina del medio para adelante.

Con un hombre de más desde los 38 minutos del primer tiempo, cuando todas las reglas del sentido común aconsejan abrir la cancha y mover la pelota para cansar al rival y abrir los espacios, Argentina se repitió obcecadamente en su intento de demostrar que la materia es penetrable, chocando por el medio con una defensa escalonada que esperó casi sin despeinarse, carente el seleccionado albiceleste de laterales con desborde, de cambio de ritmo, de capacidad colectiva.

Carente –y esto sí que es más que preocupante- del arma que siempre ha distinguido a nuestra Selección: la pelota parada. No hay cabeceadores, no hay altura (si la Selección reflejara un biotipo característico del país que representa, podríamos suponer que la altura media de la Argentina es bastante pobre; cosa que por lo demás se contradice con el notable semillero basquetbolístico y voleybolístico, de modo que más vale evidencia una tara conceptual en todos los mecanismos de detección y promoción de talentos). Los rivales le abren cómodamente los partidos a partir de una pelota parada, de un córner como Bolivia, de un tiro libre como Alemania en 2010 ó como Uruguay anteayer. Por contrapartida, a los rivales les resulta hasta cómodo derribar a nuestros talentosos “bajitos” calesiteros en proximidades de su propia área grande, o concedernos innumerables tiros de esquina, sabedores de las casi utópicas posibilidades de que de esas acciones devenga una situación peligrosa. Además de que no hay cabeceadores, ni hay altura, no hay ejecutores implacables para aprovechar esas pelotas paradas. A tal punto está evidenciada esa pasmosa carencia, que nos maravillamos de la precisión de Arango, que con dos de esos centros envenenados puso ayer a Venezuela en Semifinales.

Parece casi mítico evocar que hace sólo 5 años Argentina se ponía 1-0 frente a la poderosa y goliática Alemania local, con un centro perfecto de Riquelme al primer palo, y un frentazo eficaz de Ayala.

Y si vamos a hablar de ese Mundial de 2006, no podemos dejar de indignarnos por la curiosa aplicación de la demeritocracia que sistemáticamente hace la familia Grondona respecto de los entrenadores de la Selección Nacional. Bielsa se volvió de Corea-Japón en 2002 eliminado en Primera Ronda, con 2 goles a favor (uno de ellos, un penal regalado) y una pasmosa falta de ideas, un vértigo desesperado que chocaba contra un cómodo plateo defensivo, y se lo premió con una prórroga en el cargo. Ahora el turno es de Batista, que tiene que sacar de la galera una “sabiduría” que hasta ahora nunca le hemos comprobado para “evaluar en qué se equivocó”.

El pobre Batista no se equivocó. No tuvo oportunidad de equivocarse. Quien no sabe escribir no puede cometer faltas de ortografía. Los que se equivocaron son los que lo eligieron para tan trascendente función. Una función de la que depende la recuperación de un prestigio perdido, de un prestigio centenario. De la que depende, por qué no, la alegría de un pueblo demasiado castigado por múltiples frustraciones y una imparable decadencia.

Irónicamente, un lúcido amigo, sabedor de fútbol, me apuntaba el día de ayer que, en el caso de que (razonablemente) le dieran el raje a Batista, la AFA seguramente designaría a Houseman, o a Orteguita, para continuar en este proceso de utilización de la Dirección Técnica de la Selección como forma de recuperar a los ídolos de sus adicciones, y de devolverles la autoestima. Antes que buscar un DT que nos oriente, buscamos a un DT que orientar. Curiosa vuelta de tuerca a esa obsesión por manejarlo todo.

El último proceso realmente sensato y meditado fue el de Pekerman. Nadie daba (dábamos) una moneda por él. No tenía un palmarés detrás, no había jugado al fútbol. Sin embargo, ganó todo lo que jugó con las inferiores y descubrió y potenció talentos juveniles, materia prima con la que luego trabajaría en el Seleccionado Mayor. De esa experiencia salió el último equipo nacional que tuvo un desempeño más que decoroso en un torneo internacional, en el Mundial de Alemania 2006. Que le ganó bien al cuco de Costa de Marfil, que aplastó a Serbia y Montenegro (que había mandado nada menos que a España a repechaje) en la mejor actuación de Argentina en los últimos 20 años, y que se fue a casa luego de perder por penales en Cuartos nada menos que con el local, enorme potencia que en los últimos mundiales salió Subcampeón, Subcampeón, Campeón, Quinto, Séptimo, Subcampeón, Tercero y Tercero; perjudicado ostensiblemente por un arbitraje más que parcial. Con un equipo que no tenía ni por lejos los nombres que tiene éste (recuerden: Maxi Rodríguez, Saviola, Crespo ya mayorcito…). A Pekerman, que conocía muy bien esa camada de jugadores que él mismo había formado, y que cuando decimos que “conocía”, nos referimos también a sus caracteres, motivaciones y debilidades, le aceptaron fríamente la renuncia una vez regresado a casa. No hubo para con él la más mínima contemplación. Grondona comprendió que, para evitar su propio desgaste, debía cargar sobre las espaldas de “un ídolo” toda responsabilidad. De ahí en más, basta de DTs con perfil bajo y vocación de trabajo. A apelar a las grandes vacas sagradas campeonas en el cada vez más distante México 86.

La Selección se ha transformado en un rejunte de figuritas con figuración en algún club de Europa. No importa si en ese club juegan (como el caso de Milito, que calienta el banco en el Barcelona y se nota), ni importa si ese club juega cosas importantes (como Tévez o Sabaleta, peleando el 4º ó 5º puesto de la Premier League con el City; o Pastore, navegando en la mitad de tabla con el Palermo). Tampoco importa mucho la posición, y entonces podemos improvisar a Zanetti de 3 ó a Banega de 10.

Menos importa la identidad futbolística argentina. Evidentemente, nuestro proceso de desintegración popular ha cancerizado también el fútbol. Ya no sólo no sabemos qué es la argentinidad, sino que nos hemos olvidado de lo que es el fútbol argentino. El fútbol argentino: esa identidad cultural marcada en el código genético de los jugadores (jugadores que se encontraban todos los domingos en las canchas argentinas, como compañeros o como rivales), que hacía las cosas bien sencillas. Todos sabían cómo se iba a jugar, hacia dónde picar, cómo tirar un pase al vacío, una pared de memoria…

Hemos pasado de un extremo a otro. De una cerrazón autista hasta el colapso de 1958, con goleada checoeslovaca incluida; a una progresiva apertura “globalizadora” en la que nuestra identidad y nuestras características diferenciantes se han diluido por completo.

Un pibe empieza a moverla que da espanto en un potrero, o en las inferiores de un club del interior, y enseguida aparece un “representante” que compra sus piernas a un padre necesitado por $ 10.000. De ahí, aún preadolescente, a México, o a Ucrania, o a Grecia, incluso a la Segunda División del fútbol español o italiano. ¿Quién forma a ese pibe? ¿Quién le da las nociones básicas de nuestro fútbol, que también son nociones culturales y axiológicas? Inclusive, ¿quién le da esas nociones aquí mismo en Argentina (evocamos por ejemplo a Griguol, que les enseñaba que con la primera plata había que construirse la casita en lugar de gastar en el coche, ahora que vemos los lujosos importados estacionados junto a la cancha de Bánfield, de Arsenal o de Colón de Santa Fe)? ¿Quién se preocupa por ablandar la dureza de los pataduras que son altos (recordamos a Zubeldía, poniendo a Artime horas y horas después de los entrenamientos a patear con la zurda contra un frontón para fabricarle un shot con la de palo tan potente y certero como espontáneo y letal)?¿Quién se preocupa por proteger estos "bienes culturales", como por evitar la fuga de cerebros?

¿No es acaso este proceso, que la FIFA fomenta y que la Argentina, país desvastado y colonizado hasta el paroxismo, tolera pasivamente y hasta incentiva con la organización de nuestro fútbol, una demostración patente de nuestra cruel derrota?


lunes, 11 de julio de 2011

Te acuestan cuando encuestan

Nos sorprendimos cuando el INDEC dejó de ser una oficina científica de estadísticas y se transformó en una herramienta de desinformación manipulable y elástica hasta lo risible. (En realidad, debo confesar que yo me sorprendí muchos años antes –todavía mozo ingenuo pero ya no tanto- al enterarme de que el INDEC era, en el contexto de un país bananero y propenso a la totalización estatal, un organismo políticamente independiente y reconocido a nivel internacional; de modo que, supongo, en realidad nunca debimos sorprendernos verdaderamente por traernos, los grandes revolucionarios del discurso, los francotiradores de lengua (Jorge Asís dixit), al terreno pedestre y banal al que nuestra pulsión disolvente nos condena). Nos volvimos a sorprender, aunque ya esa función del sistema operativo estaba bastante aletargada por el abuso, cuando desde el mismo poder que intervino el INDEC se comenzó a hostigar, perseguir y sancionar a las consultoras económicas independientes que intentaban aportar al público algún parámetro alternativo de cotejo de las variables que estaban siendo manipuladas.

Sin embargo, de nada de todo ello deberíamos habernos sorprendido, y ya algo insinuamos recién, cuando el mundo de la numerología tan contaminado se encuentra en cada ámbito con relevancia futurológica. Después de todo, no se trata de nada grave. Un país que vive el día a día, que gasta mucho y mal cuando tiene y pena cuando no tiene, en donde no existe el mínimo vestigio de la cultura del ahorro, pulverizada por una más fuerte cultura de la inflación, en donde no es posible siquiera planificar mínimamente el uso de la tierra, la dinámica demográfica, o la matriz productiva, no puede permitirse contar con mecanismos de anticipación o de prospectiva medianamente confiables. El huracán de la improvisación, de los vaivenes humanos, de los humores masivos, de lo anecdótico y lo provisional, arrasará con cualquier estimación científica establecida con la mayor objetividad, independencia y prudencia concebibles.

Es por ello que tampoco debemos sorprendernos ante la llamativa unanimidad en el error de cálculo de las empresas dedicadas a encuestar intenciones de voto, que volvió a manifestarse con las elecciones del día de ayer. CEOP por ejemplo, que en 2009 había anticipado una holgada victoria de Néstor Kirchner sobre Francisco de Narváez por 8 puntos porcentuales (terminó perdiendo por 3, cuando dejaron de contar…), para este caso había pronosticado un ajustado 36,6% (Macri) a 30,5% (Filmus).

Fue el siempre perspicaz y agudo Jorge Asís el que primero alertó acerca del empleo de estas consultoras como herramienta política de direccionamiento del electorado. Él llamó a la estrategia “Frente Encuestológico para la Victoria”, y la explicó en la instalación de una realidad paralela mediante la manipulación de una catarata de encuestas por parte de un universo bastante amplio de pequeñas empresas de sondeos, que para los abultados bolsillos públicos, resultan notablemente baratas: por entre $ 500 mil y $ 800 mil anuales, básicamente todos los encuestadores nos estarán dando escenarios muy auspiciosos.

Luego, una vez instalado un futuro inexorable, una victoria cantada de antemano que en casi todos los casos orilla o supera el 50%, es difícil para los demás competidores encontrar auspiciantes, y todo el centro de gravedad de la opinión pública se vuelca a asumir, a resignarse, a un destino inconmovible. Por otra parte, lábiles como suelen ser los formadores de opinión, eso realimenta una aun mayor complacencia, y se llega entonces finalmente al escenario prefigurado de antemano, sin mayor esfuerzo que el de hacer la plancha.

El viejo problema de trocar la realidad por el deseo, empero, es que la realidad sigue siendo la realidad. Se pueden instalar muchos “relatos”, pero si ellos luego no se corroboran, se corre el riesgo de terminar al fin y al cabo, no sólo mal, sino fundamentalmente, como un boludo. Para todo ello, se emplean instrumentos muy caros a las pseudociencias sociales: las ambigüedades. Un sondeo siempre tendrá un margen de error. Si ese margen es, por ejemplo, de 5 puntos, basta con restar 5 puntos al que uno quiere desfavorecer y sumar 5 puntos al que uno quiere ensalzar, y ya redujimos cualquier diferencia en 10 puntos. Parece grotesco, pero en el gráfico que figura a continuación, puede verse que 10 puntos fue lo mínimo que los numerosos “estudios” redujeron entre el candidato del PRO y el candidato del Frente Encuestológico para la Victoria. Si se aprecia en dicho cuadro que OPSM pronosticó una diferencia de 10,3% entre uno y otro, es decir, 9 puntos menor que la real, es solamente porque esa evaluación fue realizada en sondeos a boca de urna, es decir, verificados el mismísimo domingo 10 de julio.


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Fuente: Clarín, Lunes 11 de julio de 2011, pág. 15 (artículo de Martín Bravo).


Finalmente, en esta breve crónica escrita a las corridas, no podemos dejar de mencionar que dentro de las citadas “ambigüedades”, otra que se está manipulando ostensiblemente es la vinculada con el difuso segmento etario denominado “juventud”, y de la que se desprende otra mitología encuestológica: que el oficialismo tiene su mayor arraigo en la juventud (como si diciéndonos eso nos indicaran que allí está la piedra filosofal, o la quintaesencia de la sabiduría; en fin, lejos quedó el pobre Viejo Vizcacha cuando aconsejaba que “el Diablo sabe por Diablo pero más sabe por viejo”). Si por “juventud” entendemos a los mayores de 30 y a los menores de 50 (nosotros, muy agradecidos por la benevolencia del concepto), tal vez el mito tenga algo de verdad. Pero si por “juventud” nos referimos en cambio al segmento comprendido entre la edad mínima para elegir (18 años) y los 30 años (que era el límite propuesto como sesgo para la “Gloriosa JP” en los ’70, ¿recuerdan?), entonces, lamentablemente, el deseo volverá a chocarse con la realidad, porque en esa franja, en cualquier escenario, el voto “juvenil” les es esquivo. A no dejarse engañar por el puñado de borregos (en todo el sentido del término) que salió a alborotar para no tener clases. De todos ellos, los que están en edad de votar, deberán llevar la boleta en el bolsillo, porque si no, corren el riesgo de equivocarse en el cuarto oscuro… si encuentran la escuela primero, claro.

lunes, 4 de julio de 2011

Netbooks para todos



"Guido Carlotto, hijo de Estela, es el candidato de la Casa Rosada para destronar al Intendente de La Plata, el apóstata Pablo Bruera. Hace 15 días, Carlotto definió su campaña de un modo que, si no fuera por su clientelismo, pasaría por rivadaviano: 'Mientras otros gobiernos entregaban bolsas de alimentos, nosotros entregamos computadoras para distribuir el conocimiento'. Carlotto es senador provincial, pero el Gobierno lo habilitó para ganar votos repartiendo las netbooks del plan Conectar Igualdad, que administra la Anses".

Carlos Pagni, en La Nación del día de hoy.



viernes, 1 de julio de 2011

Humano demasiado humano


El Príncipe ensayaba su papel de dios. El Gran Jefe se lo había quitado a sus ayas, sentándolo en una silla adecuada. Y ahí estaba, en la sombría sala de banquetes, con las rodillas y los pies juntos, el pecho hacia fuera, la barbilla proyectada, los ojos abiertos, pero vacíos de expresión. (…) Estaba sentado tratando de respirar en forma imperceptible y de no pestañear, mientras las tinieblas oscilaban y el esfuerzo formaba lágrimas en sus ojos.

(…)

Una de las lágrimas rodó desde el ojo nublado del Príncipe hasta su mejilla. Se dio por vencido y pestañeó rabiosamente.

-Vaya –dijo el Jefe-. Lo estabas haciendo tan bien, pero lo echaste a perder. Tenlos abiertos y llorarás por la gente. ¡No pestañees!

-¡Tengo que pestañear! ¡Las personas pestañean!

-Pero tú ya no serás una “persona” –dijo el Jefe enojado-. Serás el dios, Gran Casa, elevado solemnemente al trono, con el poder en una mano y la prudencia en la otra.

-¡Me verán llorar!

-Deben verte llorar. Es una profunda verdad religiosa. ¿Crees que un dios que conserva los ojos abiertos puede hacer otra cosa que llorar por lo que ve?

-Cualquiera lloraría –dijo el Príncipe malhumorado- con los ojos abiertos, sin pestañear ni frotárselos.

-“Cualquiera” –replicó el Jefe- pestañearía o se los frotaría. Ésa es la diferencia.

William Golding, El dios Escorpión, Alianza Editorial, Madrid, 1973, pp. 41-42.



Para los chinos, el rey está imbuido de la “fuerza del cielo”, lo que implica, según la expresión de Lao-Tse, actuar sin actuar (wei-wu-wei), o sea, acción inmaterial y permanente por pura presencia. El Tao-te-ching, LXXVIII, consigna los atributos reales de “vencer sin luchar, hacerse obedecer sin mandar, atraer a sí sin llamar, actuar sin hacer”. Asimismo, el Lun-yu, XII, 18, 19, describe como virtud del soberano la extrema inmaterialidad (la extrema distancia con las pasiones bajas de los mortales), sus acciones y conducta “no tienen sonido, ni olor”, son sutiles “como la pluma más leve”. Sin embargo, poseen la inexorabilidad e infalibilidad de las energías de la naturaleza. Dice Meng-Tse que las fuerzas de los hombres comunes “se pliegan ante ella, como los hilos de la hierba se pliegan bajo el viento”.

Finalmente, el Tshung-yung, XVI, 5-6, XXXI, 1, no puede ser más claro: “Los hombres soberanamente perfectos, por la vastedad y profundidad de sus virtudes son semejantes al cielo; por su extensión y duración son semejantes al espacio y al tiempo sin límites. Quien se encuentra en esta excelsa perfección no se muestra y, sin embargo, como la tierra, se revela con sus beneficios; no se mueve, y sin embargo, como el cielo, opera numerosas transformaciones; no actúa y sin embargo, como el espacio y el tiempo, lleva a cumplimiento perfecto sus obras”. Pero sólo un tal hombre “es digno de poseer la autoridad soberana y de mandar a los hombres”. Del comportamiento del soberano (wang) dependían ocultamente los fastos y desgracias del reino y las cualidades morales de su pueblo, en su acción –devenida íntimamente antes de su ser que de su hacer- de convertir en buena o mala la conducta de su pueblo.



Del texto de Golding, referido al antiguo Egipto, así como de los extractos citados procedentes de la China tradicional, se desprende claramente una conclusión fundamental: el carácter divino no compete a la persona sino a la investidura. Con independencia de la forma de selección (en algunas tradiciones, de carácter hereditario, en otras como la república romana, de elección aristocrática, o durante el Principado, mediante designación por el antecesor), la investidura del gobernante se imponía sobre la persona de carne y hueso, y pesaba a partir de entonces una segunda identidad, que relegaba aquella humana y falente previa.

Las repúblicas contemporáneas no perdieron esa necesaria escisión entre la condición humana del gobernante y la sacralidad de la investidura, que debía imponerse sobre la primera, en tanto el hombre pasaba a detentar una posición con un hondo contenido simbólico superior a su acotada y terrenal circunstancia. Consagrado en ellas un sistema de selección democrático, no entraremos en esta ocasión a analizar qué criterios –si el número, o la sangre, o el mérito militar, por ejemplo- resultan más felices en términos de resultados. Pero sí corresponde, en rigor, evaluar los criterios que sustentan los resultados. Porque con la actividad gubernamental, y sobre todo, con la investidura gubernamental, se pone a prueba la “dignidad para mandar a los hombres”, lo que repercute desde luego en la supervivencia y consolidación de la institución que trasciende a las personas de los gobernantes.



Si vamos a encarar semejante asunto, aunque sea en forma liminar, debemos recordar que de un tiempo a esta parte, sobre todo a partir del siglo pasado, los resultados son evaluados a partir de variables exclusivamente cuantitativas y económicas: crecimiento del PBI, fortaleza de la moneda, poder adquisitivo del ingreso, participación del salario en el producto, tasa de empleo formal, nivel de vida, etc. Esa evaluación cuantitativa entonces, ha otorgado enorme relevancia a los sistemas de observación y cuantificación, circunstancia que no ha pasado desapercibida por los ojos de nuestros gobernantes, para poder, sobre todo y antes que nada, invertir la relación tradicional, y subordinar la investidura a la circunstancia contingente, terrenal y falible, de la persona. El sojuzgamiento y manipulación de esos organismos y mecanismos de cuantificación ha sido entonces una acción de avasallamiento relevante a efectos de someter los resultados a la voluntad de la persona, que ya había sometido la investidura (y por tanto, la había derogado en su carácter superior y trascendente, como expresión de una comunidad histórica y cultural).

Sometida la investidura trascendente, la personalidad contingente y material del gobernante se desliga de cualquier imperativo de conducta, y puede entonces justificar sus acciones en su propia conveniencia o en su capricho. Es una de las primeras consecuencias palpables de esa impostura. Las acciones concretas del gobernante pasan a ser evaluadas como astucias y ocurrencias plausibles en un juego cortesano de escalamiento, como si el gobernante siguiera siendo una persona carnal y falente en procura de acceder al gobierno, en lugar de ser el gobierno en sí mismo, el gobierno encarnado.



Sometida la evaluación de los resultados, y la postulación de los resultados también, además de llevarse puesta la investidura, la persona del gobernante se lleva puesta también la condicionalidad de su posición. Vale entonces recordar que la evaluación de los resultados (sin desmerecer los mecanismos de cuantificación) es necesariamente de naturaleza polimórfica, como lo es la materia sobre la que se desenvuelve la política: una comunidad histórica. Es decir, un concepto compuesto por dos términos necesariamente variopintos y escurridizos: los hombres y el tiempo. Con ello queremos decir que, más allá de los resultados económicamente cuantificables, debemos también evaluar aquéllos que conciernen a la sacralidad de la investidura, a la trascendencia de la institución como reflejo de esa comunidad histórica que cristaliza (porque toda afirmación sobre la indeterminación fluctuante es necesariamente solidificación).

En esa apertura mayor también está contenida la diferencia de nivel que desde siempre estuvo establecida entre suerte y triunfo, entre desgracia y calamidad; siendo que los segundos términos de ambas díadas comprenden pero no se agotan en los primeros.

Como hemos visto, para los chinos los resultados cuantificables eran considerados, pero sólo cobraban total relevancia cuando se los tamizaba con los resultados trascendentes operados sobra la comunidad histórica. “Fastos y desgracias” serán triunfos y calamidades cuando en la consideración entra a tallar esa dimensión, que está expresada en términos morales: “las cualidades morales del pueblo”, la capacidad de “convertir en buena o mala la conducta del pueblo”.

Curiosamente hogaño, a los gobernantes se los felicita por hechos exclusivamente atribuibles a la suerte, indisponibles a su voluntad, como son en general las cuestiones (o mejor, fenómenos o eventos) condicionantes de la macroeconomía: la evolución del precio internacional de las materias primas, o la emersión de un gigantesco mercado en la otra punta del mundo, o el deterioro o la apreciación de determinada moneda extranjera, etc.; mientras se considera que aquello que sí es resorte de su gobierno, las cuestiones humanas, resultan producto de un azar, o de una fuerza de la naturaleza caprichosa y externa.



[Recientemente la muy humana presidenta de un infortunado país del Sur comparó ciertas calamidades concretas palpables, claramente atribuibles a la degradación moral del pueblo, a su pérdida de valores y de referencias, reflejo de las mismas taras evidenciadas por las personas que asaltando el gobierno han subyugado a las instituciones, con la mayor resistencia de ciertas bacterias a los anticuerpos. Asimismo, otro lenguaraz del mismo staff no se cansa de repetir que esas calamidades son también padecidas por otros pueblos, sugiriendo que las mismas tienen un carácter equiparable al de un fenómeno de la Naturaleza, indisponible y ajeno a la función política.]



Bien sabemos no obstante que la materia prima de la política son los hombres. La política como afirmación es la que da la forma a la materia, que es en esencia y tendencia, indeterminada y caótica. Los hombres no tienden a la comunidad, sino al aglomeramiento, a la masa, al vulgo. Todo pueblo (y hay que tener cuidado con la utilización promiscua de un término tan preciso) es fruto de una decisión política, y sobre todo, es en sí mismo un triunfo político. Al tratarse asimismo de una comunidad histórica, y se nos perdonará la repetición, la dimensión temporal no es menor o anecdótica, sino concreta y permanente. Es decir, que un pueblo es un triunfo político que obliga a su permanente ratificación y actualización.

[En el antiguo Egipto, para volver al ejemplo del principio, el rey era llamado “Horus combatiente” –Hor ahá- para simbolizar, por una parte, el triunfo solar del principio ascendente como naturaleza del soberano, pero también para indicar que, más allá de tener “sangre divina”, el hombre era constituido como rey, y luego como tal periódicamente debía ser confirmado, mediante ritos que renovaran la vigencia de la sa, es decir, del poder fluido que determina la cadena ininterrumpida del gobierno a lo largo del tiempo, de generación en generación. Los antiguos germanos también imponían una periódica reconfirmación de sus reyes, sustentada en la evaluación de resultados. Esos resultados discriminaban claramente los fenómenos naturales que no les podían ser atribuidos (pestes, sequías, inundaciones, heladas) de los resultados políticos que caían en forma directa en la esfera de su responsabilidad (triunfos bélicos, más nacimientos, mayor seguridad para la vida en los poblados, mayor felicidad del pueblo, etc.). La consecuencia de una evaluación disvaliosa de los segundos –germanos eran, no lo olvidemos- era la pérdida de la cabeza de la persona, para la salud de la investidura; como para los egipcios era la ingesta de un suave veneno, que “detenía el Ahora”, y justificaba un bello y brillante sarcófago para el Museo Británico.]

Se trata entonces de un triunfo político permanente, a riesgo de que, por su discontinuidad en algún momento, se transforme en una derrota política definitiva.



Y es por ello que insistimos con aquello que desde siempre estuvo tan claro y ahora está tan oscuro: la investidura institucional, cristalización permanente de la comunidad histórica, es trascendente, o sea, debe superar y solapar a la persona contingente, que es mortal y humana, y por lo tanto, está sometida al doble condicionante de la limitación física y de la limitación temporal. Si la persona se desliga de esa identidad superior concerniente a la investidura, y se pone por encima de su suprema responsabilidad, la comunidad, el pueblo, adquiere la minúscula dimensión de la persona: se transforma en un mero agregado de personas, o sea, en vulgo.



De ello se desprende entonces, que la evaluación de los resultados no sólo no requiere de sistema de cuantificación alguno, sino que cualquier intento de cuantificarlos caerá en saco roto. Puesto que la mera circunstancia de subyugar la trascendencia de la investidura a la persona concreta que detenta el gobierno implica, como resultado natural y espontáneo, la humanización, es decir, la disminución al nivel diminuto de la circunstancia humana concreta (mortal, terrena, falente), de la comunidad histórica, destruyéndola como tal.



No nos extrañe entonces, que el pueblo ya no se comporte como tal, ni nos extrañe que, humana demasiado humana, una persona pequeña para la responsabilidad que inviste, ignorante de cualquier trascendencia superior en su destino, compare esa calamidad con la evolución de una bacteria resistente. Después de todo, los humanos no somos desde lo físico otra cosa que la respuesta tecnológica de un montón de bacterias a los desafíos de la supervivencia.