jueves, 16 de abril de 2009

Delito, conflicto, innovación (homenaje a Durkheim)


El sociólogo francés Émile Durkheim, cuyo aniversario de natalicio se cumpliera ayer (15 de abril de 1858-15 de noviembre de 1917), fue considerado por unos cuantos, no sólo el padre de la Sociología moderna, sino el padre del funcionalismo dentro de esa disciplina. Ello así, a partir de la lectura que se hace de una de sus obras fundamentales, El Suicidio, en lo concerniente a la necesidad que tiene toda sociedad de contar con elementos antisociales, y sobre todo, con un volumen funcional de conductas contrarias al consenso social.

La precisión acerca de qué es una sociedad de consenso no es muy clara. Es sabido que el entorno legal presenta, en toda sociedad y en todo tiempo, un nivel de coincidencia con el consenso social bastante alto, pero nunca completo. Es así como las normas evolucionan (o mejor dicho, mutan con el tiempo), en general, varios años luego de que se verifiquen los cambios sociales.

Max Weber situaba ese consenso en el concepto de Einverständnis, es decir, que la sociedad funciona en virtud de un cúmulo de sobreentendidos que cada individuo se forma respecto de las actitudes y procederes naturalmente esperables de sus semejantes. Cuando alguien se sale de la línea, se pasa de rosca, opera sobre sus semejantes de una manera no social (usualmente considerada ilógica, o injusta, o cruel, o demente), se quiebra esa mínima relación de confianza a priori que los individuos establecen entre sí como tibios lazos funcionales, y nos encontramos en presencia del fenómeno del delito.

Es decir, la explicación sociológica weberiana del fenómeno delictual se sitúa un paso antes que la previsión jurídico penal. El Derecho objetivo vendría a respaldar con su accionar punitivo el tramado de relaciones sociales nacidas de ese común sobreentendido sobre cuestiones básicas y elementales de la convivencia.

Es así cómo, las numerosas lagunas penales generadas por la garantía liberal de prohibición de analogía, son completadas en el ideario colectivo de una forma espontánea. Todos recuerdan que, años atrás, la figura penal de la violación protegía tan sólo a la “mujer honesta”, y que el tipo sólo se hallaba configurado por el acceso carnal. De tal forma, una parte importante de la doctrina (nunca menor de la mitad) consideraba que la fellatio forzada era un mero abuso deshonesto, similar a alguna manito desubicada aplicada furtivamente en un colectivo lleno. Sólo cuando esa conducta, abusiva o violatoria, según se la mirara, propasó por su reiteración los límites de tolerancia social, se reflejó en una modificación del Código Penal que receptó el supuesto dentro de la hipótesis de violación, a la par de eliminar la ambigua distinción entre mujer honesta y la que no lo es tanto, que lo único que conseguía era pesquisar a la víctima.

Es claro: todo esto ocurrió en 1998, cuando todavía formaba parte del sobreentendido social una equiparación cualitativa entre una cosa y la otra. Antes de que se pusiera de moda intercambiar entre adolescentes algunos favores sexuales a cambio de $ 5, o de una birra… Ciertamente, debe aclararse que este último cambio social también fue amparado por la previsión penal en su última modificación a los delitos contra la integridad/libertad sexual, al considerar que el sexo entre adolescentes, mientras ninguno de ellos sobrepasara los 21 años de edad (hay que recordar al lector que hay hoy día adolescentes de cerca de 40), ni tuviera menos de 12 de edad mínima, y siempre que mediara consentimiento, no constituía ningún caso pasible de represión penal.

Pero no nos desviemos del meollo de la cuestión. Aludimos al principio al funcionalismo de Durkheim, y de ello es de lo que hemos de hablar.

Ocurre que el sociólogo francés consideraba que el delito es intrínsecamente natural al cuerpo social, que no hay sociedad sin delito. Por lo tanto, el delito es un hecho social espontáneo y, por su permanencia y difusión sin excepciones, constituye un caso eminentemente social y no asocial, o antisocial, como se lo consideraba tradicionalmente. El asunto, a partir de esa constatación, pasa a ser una cuestión de grados (exceso: anomia; carencia: entropía).

Todo hecho social, como queda prístinamente establecido en la otra obra fundamental del autor, Las reglas del método sociológico, es funcional, es decir, sirve para algo. Cuando deja de servir para algo, desaparece, o permanece en una forma meramente ritualizada o formal. Ejemplo: La venia militar, que resulta un rito nacido del saludo de los caballeros andantes en época medieval, que levantaban la visera del yelmo para mostrar la cara y la mirada a fin de identificarse frente a un par que apareciera en su camino. Otro: El brindis que se efectúa chocando las copas, también nacido en época medieval, en medio de conspiraciones palaciegas. Como en esa época las copas eran de metal, y el veneno abundaba, los comensales las golpeaban fuertemente entre sí para que sus contenidos se mezclaran.

¿Para qué sirve el delito como hecho social? Durkheim le asigna una doble perspectiva: en primer lugar, para afirmar con la sanción general, el consenso primitivo, es decir, para cohesionar a los miembros conformes del cuerpo social, ante la presencia de una amenaza hacia su pacto de vida.

En tal sentido, esa concepción se enlaza con las características definitorias de los cuerpos sociales a través de los opuestos (mejor dicho, de los oponentes) y la amenaza o presencia de conflicto con ellos. Ya hemos citado, en un post reciente titulado 2 de abril, la concepción de Ernst Nolte acerca de la identidad de las naciones, que sigue rigurosamente la línea conceptual de Carl Schmitt y su teoría de la relación amigo-enemigo en el plano del Derecho internacional (hostis). En el caso de Durkheim, la relación germinal de la identidad y la cohesión también se da para el interior de cada sociedad, en una relación socio-delincuente, que puede ser calificada, por el término latino como inmicus (enemigo íntimo, interior).

En definitiva, Durkheim no escapa en esta percepción a la posición filosófica que en el siglo XVII sostuvieran tanto Thomas Hobbes como Baruch Spinoza, acerca de la necesidad que existía de que el estado de naturaleza, la guerra de todos contra todos, permaneciera vigente en el plano internacional, para garantizar la paz en el interior de las sociedades. Es decir, la existencia de una relación reversible entre los conceptos de hostis y de inmicus.

Ciertamente, esa reversibilidad luego fue progresivamente desapareciendo, con la introducción de elementos mercantilistas transnacionales en la evolución de Occidente. Ya al finalizar la Primera Gran Guerra, se dio en Alemania una profunda y unánime condena social hacia los especuladores internos que durante la contienda acaparaban productos y hasta las raciones de comida que repartía el Estado, especulando con la segura alza futura por escasez. Asimismo, importantes intereses norteamericanos, ingleses y franceses promovieron, por cuestiones económicas, el rearme alemán de 1935.

Todo esto Durkheim no lo pudo ver, ya que a su muerte el tablero de Europa estaba todavía en tablas, con una guerra de trincheras absolutamente estática que amenazaba con perpetuarse, y un único ganador hasta el momento: la Alemania de los Hohenzollern, que habiendo firmado por separado la paz con Rusia, se había anexionado numerosos territorios al Este, entre ellos, los tres países bálticos. Sin el polémico ingreso de los EE.UU. del presidente Woodrow Wilson en esa contienda (1917), la solución más posible era la diplomática, a través de una paz westfaliana, y no mediante una imposición unilateral y abusiva de parte de los ganadores en Versalles, que daría lugar a futuras tragedias mayores.

Lo que sí es cierto es que, mientras en las economías occidentales abiertas, de corte capitalista, se propagaba una tendencia hacia la conflictividad simultánea, interior y exterior, y el fenómeno del crecimiento delictual para la guerra (atentados contra diplomáticos extranjeros, tolerancia de abusos contra extranjeros, por ejemplo) o a propósito de ella, en el resto del mundo se estaba estableciendo una tendencia opuesta, que numerosos y talentosos analistas de la época consideraron que iba a imperar unánimemente durante todo el siglo XX en todo el mundo: la idea de la unanimidad social a través del fortalecimiento de los Estados totales, respaldados –o directamente estructurados- por los partidos únicos (v.gr., Mihail Manoilescu, El Partido único, 1937).

A esa tendencia le acompañó, en el campo comunista, un resurgimiento de los presupuestos hobbesianos de la reversibilidad, pero adoptándolos precisamente revertidos: Las naciones resultan en una ficción burguesa, y por tanto la guerra entre naciones también lo es. La única forma de guerra válida será la interior, la guerra civil, entre clases sociales, o mejor dicho, entre una vanguardia revolucionaria que intentaría guiar al proletariado en el camino de la redención y unas fuerzas de seguridad burguesas que intentarían proteger los intereses de la clase dominante. De tal manera, la paz internacional, tan publicitada por el partido bolchevique en 1918, estaría asegurada por la conflictividad interna, promocionada por el mismo partido a través de las sucesivas Internacionales.

Ahora bien, debemos aclarar que esa visión se torna sinuosa a partir de la doctrina del socialismo en un solo país, que se hace patente con el fracaso del proyecto de expansión del comunismo hacia Occidente en el período de entreguerras, y más aún, con la férrea dictadura impuesta por Josef Stalin en los años ’30 (y durante todo su reinado), y la consecuente revalorización de los componentes nacionales (burgueses) como incentivo para que el pueblo ruso hiciera suya la contienda ideológica que se desarrollara durante la Segunda Guerra Mundial. Ya para entonces, los panfletos proletarios fueron reemplazados por La Madre Rusia te necesita”.

La posición hacia la guerra interior renace luego de finalizada la contienda, con el inicio de la Guerra Fría, y se acentúa a partir de las revalorizaciones de la IV Internacional (de la revolución permanente), con la teoría centro-periferia, que ubica al Tercer Mundo como el nuevo sujeto oprimido (y nuevo motor de la historia, en lugar del proletariado), e impulsa la guerra de guerrillas en Latinoamérica, África y Asia.

De modo tal, que la teoría de la reversibilidad sigue vigente, con sus claroscuros propios de una etapa histórica tan dinámica, pero se perpetúa pese a la caída del comunismo a partir de ciertos tópicos estratégicos rápidamente pergeñados por los EE.UU. en 1991 con la enunciación del New World Order durante la presidencia George Bush (p). A partir de entonces, toda guerra en el mundo será guerra interior, con un propósito punitivo, policial, de parte del Orden Internacional contra algunos renuentes identificados en forma individual. Las feroces guerras de agresión llevadas adelante por la OTAN contra Yugoeslavia en 1991 y contra Servia en Kosovo después, contra Irak en 1992 y otra vez contra el país mesopotámico en 2003, pero esta vez, a través de la entente anglo-norteamericana, al igual que contra Afganistán, la agresión contra El Líbano, etc., son pretextadas en cuestiones “humanitarias” y en la necesidad de establecer la democracia y asegurar los derechos de ciertas minorías internas del enemigo. Los organismos internacionales, en primer lugar la ONU, pero también el Tribunal de Justicia Internacional de La Haya, han acompañado todas esas acciones, convalidándolas ex post y criminalizando tan sólo los actos de los vencidos pero ya no, como en el Juicio de Núremberg, a la guerra de agresión en sí misma, como “el más atroz de los delitos”, padre de todas las calamidades subsecuentes de la guerra (véase el estupendo libro de Danilo Zolo, La justicia de los vencedores, Ed. Trotta, Madrid, 2007).

En definitiva, la paz internacional se encuentra garantizada con estas expediciones de caza, de carácter policial, al interior de los Estados considerados criminales. De tal forma, la posición de la reversibilidad del conflicto intra-extra social, conserva, luego de un siglo turbulento desde su íntegra formulación durkheiminiana, su más pura validez.

La segunda utilidad que Durkheim le encuentra al delito como hecho social funcional, es su carácter innovador. En efecto, una sociedad sin delito es una sociedad anquilosada, en camino de la entropía (no olvidemos la influencia que la segunda ley de la Termodinámica tuvo en la estructura del planteamiento finisecular de nuestro sociólogo). Esa misma preocupación fue manifestada, muchos años después, por el criminólogo abolicionista noruego Nils Christie (Los límites del dolor), al constatar con preocupación el bajísimo nivel de hechos delictivos verificado en los países escandinavos.

El delito, siempre dentro de ciertos niveles funcionales, guarda entonces un eminente carácter de dinamizador del cambio social, y en tal sentido, se encuadra en las teorías aristotélicas del conflicto natural y necesario. Podemos citar como ejemplos de ese influjo innovador, las transgresiones que dieron lugar a que progresivamente se despenalizara la homosexualidad o el adulterio.

Hoy, a ciento cincuenta años, más un año, más un día, del nacimiento de Durkheim, nos debemos situar frente al fenómeno del delito desde esa doble perspectiva. La corrupción estructural ha sido socialmente aceptada, desplazada por la consideración positiva hacia el éxito económico solamente, que desde siempre (nuevamente caemos en Max Weber, Historia Económica General: antes fueron los piratas, los mercenarios y los aventureros; ahora son los hombres de negocios y sus satélites) ha prescindido de toda consideración etiológica sobre el origen de las fortunas.

Asimismo, otra conducta innovadora, aunque si bien, atípica, es decir, no delictual, pero que por su picardía implica un desafío al Einverständnis, al sobreentendido en que se fundamenta el consenso social, es aquélla que se está propagando desde el mismo gobierno general, ampliando hasta el absurdo los límites de tolerancia normativos a los presupuestos de la representación democrática: compra de representantes recién elegidos para representar a la oposición; compra de senadores opositores para que reviertan la posición partidaria, en contra de determinada ley; engaño al electorado con la postulación de candidatos que nunca habrán de asumir el cargo electivo; extorsiones a autoridades locales con el manejo discrecional de la “caja”; presiones a jueces con el manejo discrecional del Consejo de la Magistratura; etc.

Todas esas acciones se encuentran amparadas por la imprevisión o ambigüedad de la ley, cuando no, por leyes ad hoc de carácter dudosamente constitucional, pero rebasan los límites del consenso social. Es decir, ¿en verdad los rebasan? De la certidumbre de la respuesta, dependerá que esta lamentable experiencia presente constituya, o bien, un fecundo punto de partida hacia el saneamiento institucional, o bien, el antecedente o la confirmación de un cambio social hacia un modelo de escasa representatividad pero altísimo poder de manipulación. De la sociedad depende. También puede ser que la sociedad ya se encuentre en un nivel de anomia, de crisis absoluta de sus sistemas normativos y sancionatorios (que no necesariamente son jurídicos). Es claro: anomia es parecida a anemia, y no sé por qué, a mí me suena también pariente de abulia

16 comentarios:

Nippur de Lagash dijo...

Fascinante escrito, que también sirve para recordar que los antiguos griegos sostenían un concepto que puede resumirse "así como es en grande, así es en pequeño".

Recordemos también el sentimiento de venganza que aún subyace en algunos pedidos de justicia.


Saludos.

Occam dijo...

Nippur: Muchas gracias por su comentario, y por el elogio. Muy bien elegida la cita, que por lo demás se aplica para el orden cósmico y para el microcósmico, según los avances de la ciencia.
El sentimiento de venganza, o de revanchismo, está directamente vinculado con esa pretensión de trasladar los conflictos al interior de las sociedades. Debe leerse en concomitancia con el abandono imperdonable de la política internacional, a favor de las farsas y la impostura. Para ejemplo, la claudicación de soberanía en materia penal, a favor de terceras potencias, que se entrometen, con la excusa judicial, en las cuestiones argentinas, ignorando el principio de que los crímenes se juzgan en la jurisdicción donde sucedieron, con prescindencia de la nacionalidad de las víctimas.
Un cordial saludo.

Anónimo dijo...

Occam, tenés algo ya publicado? Si no es así deberías hacerlo, ya que encuentro tu redacción muy entretenida (no al liviano estilo de Tinelli!!!!), y la verdad que siempre tocás temas interesantes y variados.

Luego de esta succionada de medias, te agradezco por tus escritos, siempre suman.

Saluti,
Muñeco

Claude dijo...

Me gustó la idea de consenso social que se expresa en el castigo (condena jurídica, condena social, repudio convencional o la que sea) a lo que no es parte de ese consenso. Yo noto que ya dimos un paso en lo que comúnmente se llama “desintegración”, que es algo así como el desmoronamiento de ese consenso social.

Occam dijo...

Muñeco: Muchas gracias por los elogios. Tengo algo publicado, en efecto, sobre la cuestión, que data del año 1999, cuando daba clases sobre esas cuestiones en la Universidad de Buenos Aires. También tengo publicados un par de libros de literatura, aunque todas esas cosas las he dejado allí, en el papel, y no las he traído a la página. Todo lo que aquí se ha escrito fue realizado exclusivamente para el blog. Otra vez muchas gracias, y mis más cordiales saludo.

Claude: Efectivamente, estamos en niveles de anomia, es decir, de carencia de regulación social efectiva. La idea del castigo o de la reacción social es la de reafirmar los valores de la sociedad de consenso, pero el consenso es previo a la norma, con lo que también es previo a la sanción.
Mis más cordiales saludos, y muchas gracias por pasar.

Destouches dijo...

Impecable análisis. Y muy bien escrito, además. Cuando encuentre un poco de tiempo, dejo un comentario un poco más sesudo. Abrazo.

RELATO DEL PRESENTE dijo...

Vamos en camino a la anarquía jurídica. Cada vez menos acatamos las normas.

Si nos tuviéramos que guiar por el desuetudo, ya tendríamos que abolir toda la legislación.

Occam dijo...

Destouches: Muchas gracias por el comentario. Espero ese otro más sesudo, para cuando se haga de un ratito.

Relato: Ni me lo diga. Ayer al mediodía asaltaron el restaurante (en realidad, cantina familiar de precios populares, a razón de $ 25 por barba) donde estaba comiendo con mi familia. Pleno día, barrio capitalino con un cana en cada esquina, calles angostas, con avenidas lejanas para escapar, etc. Dos individuos con aspecto y vocabulario de policías o ex policías, con pistolas con silenciador.
Por suerte no nos pasó nada. Nadie salió herido, que es hoy día lo máximo a lo que podemos aspirar los habitantes.
La situación tan anómica y crítica permite que comencemos a plantearnos una refundación institucional íntegra. No más parches, no más herencias catastróficas de diversas administraciones negligentes y omisas (código de "convivencia", ratificación de tratados internacionales insólitos, sin ningún análisis, y que todos nuestros vecinos aprobaron introduciendo numerosas reservas, etc.). O nos hacemos cargo, o desapareceremos irremisiblemente, y tan sólo seremos un sitio de curiosidad arqueológica, como predijo Tato.

Un abrazo.

aquiles m dijo...

Me supera el post la capacidad de análisis.
Necesito más tiempo para masticarlo.
Y no lo tengo. Volveré.
Los hombres estamos acostumbrados a lo gestual.
Todo es ceremonia en nuestras vidas, aun en las cosas nimias.
Hago hincapié en uno de ellos.
Judas besó en la mejilla a Jesús para entregarlo.
En ese tiempo no había identi-kit, pero se las arreglaban igual..
Los códigos siguen existiendo, aún es estos tiempos de refinada perversión.
Los buenos y los malos...
Todo es a través de convenciones.

Mensajero dijo...

Hace días que intento digerir el post.
Me resulta muy dificil asimilar la idea del castigo como afirmador, sostenedor y motorizador del consenso social.
Por supuesto que no niego su funcionalidad.
Pero siempre tendí a simpatizar con las desestabilizaciones.
Es que viví de modo opresivo la herencia de deberes y rituales sociales.
Pero ante el desastre producido por el individualismo a escala global (es que finalmente lo único que logramos sus feroces defensores fue avivar giles; hay saberes y prácticas que evidentemente deben vivirse en secreto, así como el maestro solo habla cuando el alumno está listo; hoy creo que no fue buena idea decirle a todo el mundo que era un indivíduo) me veo obligado a someter mis esperanzas y convicciones a juicio.
Para sostener eticamente mi individualismo y mi conducta asocial, acepto negociar la intromisión del Estado en mis asuntos económicos como moneda de cambio.
Reconozco también el imperativo ético de no ser indiferente a la realidad social de mi comunidad.
Pero no acepto con facilidad someterme activamente a los consensos, y fundamentalmente, no entrego mi tiempo así nomás. Es la mercancía más valiosa que atesoro y defiendo.
No reniego de los valores de libertad, dignidad y solidaridad heredados, pero sí de las práxis disciplinarias que los sostienen, o sostenían.
En mis equipo de trabajo he sido más o menos exitoso propiciando la libertad y la autonomía confiando en que el grupo se autoregulará para alcanzar sus objetivos, en una especie de liberalismo al revés: en lugar de propiciar la autoregulación de las estructuras macro, propicio la de las micro, en oposición al liberal realmente existente que suele sostiener rígidos y regulados modelos en el interior de su empresa o estructura gerenciada y propicia lo contrario en el mercado.
Pero no se me escapa que aquí también opera la idea del castigo. Aunque reformulada: el que hace reclamos disciplinarios o pide mayores normas, procedimientos y rutinas, es el que cumple el rol delictivo.
Y resulta fundamental su aporte.
Saludos, y no se ofenda por mi caradurez manifiesta al opinar desde el amateurismo un post tan elaborado.

Occam dijo...

Aquiles:
Muy cierto lo que usted dice. Otros, como Verbitsky, según cuentan las lenguas indiscretas, invitaba a tomar un café, y se sentaba próximo a la ventana, para la ceremonia de Judas.
Mis más cordiales saludos.

Occam dijo...

Mensajero: Tal vez no esté lo suficientemente claro en el texto que escribí. Durkheim sostiene que el delito tiene la función de cohesionador social. Puede ser por la sanción que se le aplica, pero también puede ser por la falta de ella. En nuestros tiempos y en nuestro país, la cohesión que provoca el delito se traduce en un consenso bastante amplio de la sociedad, en el sentido de que se encuentra en juego una forma de vida, los derechos de los habitantes y su libertad de circular, de permanecer, y hasta de vivir y de tener. El consenso viene dado justamente, antes bien, por el hecho del delito, que por la reacción formal (estatal). La reacción informal (social) precisamente demuestra el factor dinamizador del delito con prescindencia de la pena.

Su segunda reflexión, la elitista, me parece mucho más interesante (quizás por ello mismo). Grave error ha sido la democratización de los espíritus, sin preparación previa, sin objetivos, y sobre todo, sin sustancia. Eso mismo es aplicable a otras manifestaciones individualistas y/o hedonistas, como el tema de las drogas. Como sustancia, la droga es eminentemente neutra. El problema está en el individuo que la consume y que, si no está espiritualmente preparado, terminará siendo esclavo.

En cuanto a la regulación espontánea, evidentemente usted ha tenido mucha suerte al encontrarse con colaboradores bien dispuestos, ambiciosos, creativos, inquietos y con sentido común a la vez. Créame que parte de mis largos silencios bloggeriles obedecen a que yo no he tenido la misma suerte. La última porquería que produjo el equipo con el que trabajo llevó a que me "reclamaran" directivas más precisas y tema-objetivo-encuadre-planteo y tipo de letra y formato de la hoja también (por no decir, que lo haga yo mismo, que es como terminan casi siempre estas cuitas). Caso contrario, todo lo que producen los demás (desde mi humilde y aciaga experiencia) es "a reglamento".

Un abrazo.

Mensajero dijo...
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Mensajero dijo...
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Mensajero dijo...

Occam, Por un lado debo reconocer que en mi rubro cuento con ventaja ya que en el rubro creativo, es fundamental y a la vez natural trabajar con redactores y diseñadores enamorados y orgullosos de lo que producen. Por supuesto que todo tiene su contracara. Lidiar con las vanidades es la que más padezco:
Y por el otro, gracias a su respuesta ahora me queda bien claro el poder dinamizador del delito.
Me apena pensar en su concepto de nación como comunidad de destino, que tanto me gustó, y ver como no estamos disipando.
Un gran saludo.

aquiles m. dijo...

Qué menos de ese miserable, mi apreciado Occam?