miércoles, 12 de febrero de 2014

De dioses y de santos



Y de martirios y justicia divina...

La obsesión por atribuir a la Iglesia católica la exclusividad en la comisión de algunos males en la historia, particularmente, la persecución religiosa y la pederastia, alcanza a veces ribetes grotescos. Ello así, más allá obviamente de que tal exclusividad parece ignorar al Sanedrín y los sacerdotes que pidieron a Pilatos que “suelte a Barrabás”, si nos atenemos al Evangelio de Juan; o a los protestantes calvinistas que entre otras lindezas teológicas quemaron en la hoguera en Ginebra al médico (la misma profesión que San Valentín) Miguel Servet, que había tenido la mala idea de sugerir que la sangre circulaba por el cuerpo; o al Islam por hechos tan contemporáneos como públicos y notorios; o a la última de las religiones, el marxismo, y sus 100 millones de muertos. Tampoco le asiste, lamentablemente, exclusividad en el segundo de los vicios mencionados, y los matrimonios mormones con niñas de 10 años, o con niñas aún menores en Yemen, las violaciones de niñas cristianas en el mundo musulmán, las violaciones de niñas en la India o algunas prácticas rituales vinculadas con el pene de los párvulos en la circuncisión, hacen de la centralización de tal ominosa cuestión en una sola institución eclesiástica un cliché sesgado, que no sólo no elimina el flagelo, sino que permite encubrir su incidencia en todos los demás ámbitos no imputados.

Constantino presidiendo el Concilio de Nicea.
 
Sea como fuere, y a gusto de cada consumidor, el elegir el criterio de la exclusividad católica o bien amerarlo con la generalidad con que otras instituciones semejantes incurren en los mismos abusos, lo cierto es que, indudablemente, Geraldine Mitelman en su artículo Amando publicado en la última revista Viva (Clarín, domingo 9 de febrero de 2014), se pasó de la raya al relatar, en un apartado biográfico sobre San Valentín (pág. 22) que “nos referimos a la historia de un mártir ejecutado por la Iglesia católica en el año 270 d.C., durante el reinado del emperador Claudio II”. Evidentemente, Mitelman ignora que Roma no fue católica hasta mucho después. Tras la batalla de Puente Milvio (312 d.C.), que le permitió a Constantino el Grande (que vendría a ser o bien bisnieto, o bien sobrino-nieto –según las diversas fuentes- de Claudio II Gótico; y que para los ortodoxos, grandes tolerantes también, es San Constantino) deshacerse de Majencio e ir consolidando el poder en forma individual, supuestamente con los auspicios de la Cruz, y sobre todo del Edicto de Milán (313 d.C., 44 años después del martirio de San Valentín), el cristianismo pasó a ser aceptado como culto legítimo. Aunque en realidad, a partir de entonces su carácter privilegiado determinó que pronto se pusiera a perseguir a las religiones paganas (mitraísmo, Sol Invictus, etc.), pese a que Constantino en el año 321 dispusiese la observancia, para cristianos y no cristianos, del “venerable día del Sol”. Finalmente, ya rendido ante la insistencia monoteísta, en 326 el emperador dispuso la destrucción de todas las imágenes de dioses y la confiscación de los bienes de los templos (muchos de los cuales fueron ese mismo año también destruidos). 

Perfil de Claudio II Gótico en una moneda
 
Lo cierto es que, si seguimos al erudito historiador judeo-austríaco en lengua inglesa Walter Ullmann, en su obra Escritos sobre Teoría Política Medieval (Eudeba, Bs.As., 2003), que compila sus artículos más medulosos producidos en Cambridge, y a su par francés, no menos erudito en historia medieval, Georges Duby (El Matrimonio en la Sociedad de la Alta Edad Media, en Obras Selectas, Fondo de Cultura Económica, México, 1999, p. 278 y ss.), el matrimonio fue muy mal visto por el cristianismo primitivo, que es justamente aquél que clandestinamente y no tanto se desenvolvía durante el reinado de Claudio II Gótico. En realidad, tal institución era de raigambre pagana, provenía de las “viejas y venerables costumbres” que el cristianismo, con su vocación revolucionaria, venía a destruir. Su esencia era de naturaleza nítidamente genital, es decir, orientada a la estirpe, y de carácter fáctico, más allá de los diversos rituales y tipos de matrimonio que coexistieron o se fueron sucediendo en el milenio de romanidad. Nos dice Duby que en esos primeros tiempos (que fueron más largos de lo que suele pensarse) “la vertiente ascética… la lleva (a la Iglesia) a condenar el matrimonio, culpable de ser a la vez impureza, turbación del alma, obstáculo a la contemplación, en virtud de argumentos y referencias a las Escrituras que en su mayoría están reunidos ya en el Adversus Jovinianum de San Jerónimo” (p. 283). En fin, la naturaleza termina por imponerse sobre la convicción y el fanatismo de los primeros cristianos (sobre todo, las primeras cristianas, que recién convertidas a la fe que pregonaba el inminente fin del mundo, se negaban a mantener relaciones sexuales con sus maridos), y para moderar las pasiones de la carne, la Iglesia termina por aceptar y regular al matrimonio como un mal menor. Ello ocurre progresivamente, aunque de una forma difusa y demorada. En los primeros tiempos de las invasiones bárbaras, la Iglesia no pudo más que “ignorar” piadosamente las turbulentas pasiones de los reyes guerreros germanos, supongo que más por necesidad de sobrevivir que por indolencia. En medio de esa situación bastante libre, en la cual tallaban tanto las costumbres ancestrales romanas cuanto las germanas, los doctrinarios se limitaban a murmurar letanías condenatorias, que no trascendían el ámbito de los monasterios. La regulación, aunque parezca mentira, recién se impone socialmente para el siglo IX, y alrededor del año 1000 el matrimonio cristiano termina por proliferar en todos los ámbitos de la vida civil europea.
También es cierto que el emperador pagano Claudio II Gótico había prohibido el matrimonio (romano) a sus soldados, entendiendo que la vida militar estaba reñida con las obligaciones familiares, y con el objetivo de regenerar una auténtica casta guerrera, que tuviera esa función como norte y centro de la vida militar. Sin embargo, esa prohibición, como vimos, no entraba en contradicción con los preceptos de la Iglesia primitiva, sino antes bien coincidía con la prescripción de “ascetismo para todos” que el cristianismo imponía, y que pronto se haría moda también entre los paganos, de la mano del neo-platonismo.
Así que la cuestión del martirio de San Valentín se nos pone bastante confusa, si vamos a seguir sosteniendo, por empezar, que este médico romano casaba a los soldados en contravención a la prohibición imperial. En realidad, lo que se nos pone confuso no es el asunto ése del martirio –ya que la consecuencia natural de semejante transgresión probablemente fuera la de morir-, sino el tema de la canonización. O sea, por qué un médico romano que casaba bajo algún rito a jóvenes soldados devino en santo. A eso hay que sumar la circunstancia de que, a partir del Concilio Vaticano II, la Iglesia católica no reconoce a Valentín como santo, simplemente porque pone en duda incluso su existencia histórica.
Probablemente un médico romano haya sido ajusticiado a mediados de febrero de 269 por contravenir una prohibición imperial. También es altamente probable que la Iglesia primitiva, en ese momento en la clandestinidad y en pleno proceso de expansión revolucionaria, haya aprovechado cada muerto del sistema penal romano para proselitismo en beneficio propio.
En fin, no está de más mencionar que el notable emperador que fue Claudio II Gótico durante su breve reinado le valió la divinización apenas muerto (junio de 270), como a su antecesor y tocayo. De modo tal que el Divino Claudio II dispuso como dispuso en vida con la clarividencia de un dios, y ello transforma la muerte del médico Valentín en algo aún más complicado en términos religiosos.          

1 comentario:

Flor de Ceibo dijo...

Ilustrado y valiente, Occam. Agregar la ablación del clítoris de las niñas, que practican los islámicos incluso en la civilizada Cataluña separatista.