viernes, 1 de julio de 2011

Humano demasiado humano


El Príncipe ensayaba su papel de dios. El Gran Jefe se lo había quitado a sus ayas, sentándolo en una silla adecuada. Y ahí estaba, en la sombría sala de banquetes, con las rodillas y los pies juntos, el pecho hacia fuera, la barbilla proyectada, los ojos abiertos, pero vacíos de expresión. (…) Estaba sentado tratando de respirar en forma imperceptible y de no pestañear, mientras las tinieblas oscilaban y el esfuerzo formaba lágrimas en sus ojos.

(…)

Una de las lágrimas rodó desde el ojo nublado del Príncipe hasta su mejilla. Se dio por vencido y pestañeó rabiosamente.

-Vaya –dijo el Jefe-. Lo estabas haciendo tan bien, pero lo echaste a perder. Tenlos abiertos y llorarás por la gente. ¡No pestañees!

-¡Tengo que pestañear! ¡Las personas pestañean!

-Pero tú ya no serás una “persona” –dijo el Jefe enojado-. Serás el dios, Gran Casa, elevado solemnemente al trono, con el poder en una mano y la prudencia en la otra.

-¡Me verán llorar!

-Deben verte llorar. Es una profunda verdad religiosa. ¿Crees que un dios que conserva los ojos abiertos puede hacer otra cosa que llorar por lo que ve?

-Cualquiera lloraría –dijo el Príncipe malhumorado- con los ojos abiertos, sin pestañear ni frotárselos.

-“Cualquiera” –replicó el Jefe- pestañearía o se los frotaría. Ésa es la diferencia.

William Golding, El dios Escorpión, Alianza Editorial, Madrid, 1973, pp. 41-42.



Para los chinos, el rey está imbuido de la “fuerza del cielo”, lo que implica, según la expresión de Lao-Tse, actuar sin actuar (wei-wu-wei), o sea, acción inmaterial y permanente por pura presencia. El Tao-te-ching, LXXVIII, consigna los atributos reales de “vencer sin luchar, hacerse obedecer sin mandar, atraer a sí sin llamar, actuar sin hacer”. Asimismo, el Lun-yu, XII, 18, 19, describe como virtud del soberano la extrema inmaterialidad (la extrema distancia con las pasiones bajas de los mortales), sus acciones y conducta “no tienen sonido, ni olor”, son sutiles “como la pluma más leve”. Sin embargo, poseen la inexorabilidad e infalibilidad de las energías de la naturaleza. Dice Meng-Tse que las fuerzas de los hombres comunes “se pliegan ante ella, como los hilos de la hierba se pliegan bajo el viento”.

Finalmente, el Tshung-yung, XVI, 5-6, XXXI, 1, no puede ser más claro: “Los hombres soberanamente perfectos, por la vastedad y profundidad de sus virtudes son semejantes al cielo; por su extensión y duración son semejantes al espacio y al tiempo sin límites. Quien se encuentra en esta excelsa perfección no se muestra y, sin embargo, como la tierra, se revela con sus beneficios; no se mueve, y sin embargo, como el cielo, opera numerosas transformaciones; no actúa y sin embargo, como el espacio y el tiempo, lleva a cumplimiento perfecto sus obras”. Pero sólo un tal hombre “es digno de poseer la autoridad soberana y de mandar a los hombres”. Del comportamiento del soberano (wang) dependían ocultamente los fastos y desgracias del reino y las cualidades morales de su pueblo, en su acción –devenida íntimamente antes de su ser que de su hacer- de convertir en buena o mala la conducta de su pueblo.



Del texto de Golding, referido al antiguo Egipto, así como de los extractos citados procedentes de la China tradicional, se desprende claramente una conclusión fundamental: el carácter divino no compete a la persona sino a la investidura. Con independencia de la forma de selección (en algunas tradiciones, de carácter hereditario, en otras como la república romana, de elección aristocrática, o durante el Principado, mediante designación por el antecesor), la investidura del gobernante se imponía sobre la persona de carne y hueso, y pesaba a partir de entonces una segunda identidad, que relegaba aquella humana y falente previa.

Las repúblicas contemporáneas no perdieron esa necesaria escisión entre la condición humana del gobernante y la sacralidad de la investidura, que debía imponerse sobre la primera, en tanto el hombre pasaba a detentar una posición con un hondo contenido simbólico superior a su acotada y terrenal circunstancia. Consagrado en ellas un sistema de selección democrático, no entraremos en esta ocasión a analizar qué criterios –si el número, o la sangre, o el mérito militar, por ejemplo- resultan más felices en términos de resultados. Pero sí corresponde, en rigor, evaluar los criterios que sustentan los resultados. Porque con la actividad gubernamental, y sobre todo, con la investidura gubernamental, se pone a prueba la “dignidad para mandar a los hombres”, lo que repercute desde luego en la supervivencia y consolidación de la institución que trasciende a las personas de los gobernantes.



Si vamos a encarar semejante asunto, aunque sea en forma liminar, debemos recordar que de un tiempo a esta parte, sobre todo a partir del siglo pasado, los resultados son evaluados a partir de variables exclusivamente cuantitativas y económicas: crecimiento del PBI, fortaleza de la moneda, poder adquisitivo del ingreso, participación del salario en el producto, tasa de empleo formal, nivel de vida, etc. Esa evaluación cuantitativa entonces, ha otorgado enorme relevancia a los sistemas de observación y cuantificación, circunstancia que no ha pasado desapercibida por los ojos de nuestros gobernantes, para poder, sobre todo y antes que nada, invertir la relación tradicional, y subordinar la investidura a la circunstancia contingente, terrenal y falible, de la persona. El sojuzgamiento y manipulación de esos organismos y mecanismos de cuantificación ha sido entonces una acción de avasallamiento relevante a efectos de someter los resultados a la voluntad de la persona, que ya había sometido la investidura (y por tanto, la había derogado en su carácter superior y trascendente, como expresión de una comunidad histórica y cultural).

Sometida la investidura trascendente, la personalidad contingente y material del gobernante se desliga de cualquier imperativo de conducta, y puede entonces justificar sus acciones en su propia conveniencia o en su capricho. Es una de las primeras consecuencias palpables de esa impostura. Las acciones concretas del gobernante pasan a ser evaluadas como astucias y ocurrencias plausibles en un juego cortesano de escalamiento, como si el gobernante siguiera siendo una persona carnal y falente en procura de acceder al gobierno, en lugar de ser el gobierno en sí mismo, el gobierno encarnado.



Sometida la evaluación de los resultados, y la postulación de los resultados también, además de llevarse puesta la investidura, la persona del gobernante se lleva puesta también la condicionalidad de su posición. Vale entonces recordar que la evaluación de los resultados (sin desmerecer los mecanismos de cuantificación) es necesariamente de naturaleza polimórfica, como lo es la materia sobre la que se desenvuelve la política: una comunidad histórica. Es decir, un concepto compuesto por dos términos necesariamente variopintos y escurridizos: los hombres y el tiempo. Con ello queremos decir que, más allá de los resultados económicamente cuantificables, debemos también evaluar aquéllos que conciernen a la sacralidad de la investidura, a la trascendencia de la institución como reflejo de esa comunidad histórica que cristaliza (porque toda afirmación sobre la indeterminación fluctuante es necesariamente solidificación).

En esa apertura mayor también está contenida la diferencia de nivel que desde siempre estuvo establecida entre suerte y triunfo, entre desgracia y calamidad; siendo que los segundos términos de ambas díadas comprenden pero no se agotan en los primeros.

Como hemos visto, para los chinos los resultados cuantificables eran considerados, pero sólo cobraban total relevancia cuando se los tamizaba con los resultados trascendentes operados sobra la comunidad histórica. “Fastos y desgracias” serán triunfos y calamidades cuando en la consideración entra a tallar esa dimensión, que está expresada en términos morales: “las cualidades morales del pueblo”, la capacidad de “convertir en buena o mala la conducta del pueblo”.

Curiosamente hogaño, a los gobernantes se los felicita por hechos exclusivamente atribuibles a la suerte, indisponibles a su voluntad, como son en general las cuestiones (o mejor, fenómenos o eventos) condicionantes de la macroeconomía: la evolución del precio internacional de las materias primas, o la emersión de un gigantesco mercado en la otra punta del mundo, o el deterioro o la apreciación de determinada moneda extranjera, etc.; mientras se considera que aquello que sí es resorte de su gobierno, las cuestiones humanas, resultan producto de un azar, o de una fuerza de la naturaleza caprichosa y externa.



[Recientemente la muy humana presidenta de un infortunado país del Sur comparó ciertas calamidades concretas palpables, claramente atribuibles a la degradación moral del pueblo, a su pérdida de valores y de referencias, reflejo de las mismas taras evidenciadas por las personas que asaltando el gobierno han subyugado a las instituciones, con la mayor resistencia de ciertas bacterias a los anticuerpos. Asimismo, otro lenguaraz del mismo staff no se cansa de repetir que esas calamidades son también padecidas por otros pueblos, sugiriendo que las mismas tienen un carácter equiparable al de un fenómeno de la Naturaleza, indisponible y ajeno a la función política.]



Bien sabemos no obstante que la materia prima de la política son los hombres. La política como afirmación es la que da la forma a la materia, que es en esencia y tendencia, indeterminada y caótica. Los hombres no tienden a la comunidad, sino al aglomeramiento, a la masa, al vulgo. Todo pueblo (y hay que tener cuidado con la utilización promiscua de un término tan preciso) es fruto de una decisión política, y sobre todo, es en sí mismo un triunfo político. Al tratarse asimismo de una comunidad histórica, y se nos perdonará la repetición, la dimensión temporal no es menor o anecdótica, sino concreta y permanente. Es decir, que un pueblo es un triunfo político que obliga a su permanente ratificación y actualización.

[En el antiguo Egipto, para volver al ejemplo del principio, el rey era llamado “Horus combatiente” –Hor ahá- para simbolizar, por una parte, el triunfo solar del principio ascendente como naturaleza del soberano, pero también para indicar que, más allá de tener “sangre divina”, el hombre era constituido como rey, y luego como tal periódicamente debía ser confirmado, mediante ritos que renovaran la vigencia de la sa, es decir, del poder fluido que determina la cadena ininterrumpida del gobierno a lo largo del tiempo, de generación en generación. Los antiguos germanos también imponían una periódica reconfirmación de sus reyes, sustentada en la evaluación de resultados. Esos resultados discriminaban claramente los fenómenos naturales que no les podían ser atribuidos (pestes, sequías, inundaciones, heladas) de los resultados políticos que caían en forma directa en la esfera de su responsabilidad (triunfos bélicos, más nacimientos, mayor seguridad para la vida en los poblados, mayor felicidad del pueblo, etc.). La consecuencia de una evaluación disvaliosa de los segundos –germanos eran, no lo olvidemos- era la pérdida de la cabeza de la persona, para la salud de la investidura; como para los egipcios era la ingesta de un suave veneno, que “detenía el Ahora”, y justificaba un bello y brillante sarcófago para el Museo Británico.]

Se trata entonces de un triunfo político permanente, a riesgo de que, por su discontinuidad en algún momento, se transforme en una derrota política definitiva.



Y es por ello que insistimos con aquello que desde siempre estuvo tan claro y ahora está tan oscuro: la investidura institucional, cristalización permanente de la comunidad histórica, es trascendente, o sea, debe superar y solapar a la persona contingente, que es mortal y humana, y por lo tanto, está sometida al doble condicionante de la limitación física y de la limitación temporal. Si la persona se desliga de esa identidad superior concerniente a la investidura, y se pone por encima de su suprema responsabilidad, la comunidad, el pueblo, adquiere la minúscula dimensión de la persona: se transforma en un mero agregado de personas, o sea, en vulgo.



De ello se desprende entonces, que la evaluación de los resultados no sólo no requiere de sistema de cuantificación alguno, sino que cualquier intento de cuantificarlos caerá en saco roto. Puesto que la mera circunstancia de subyugar la trascendencia de la investidura a la persona concreta que detenta el gobierno implica, como resultado natural y espontáneo, la humanización, es decir, la disminución al nivel diminuto de la circunstancia humana concreta (mortal, terrena, falente), de la comunidad histórica, destruyéndola como tal.



No nos extrañe entonces, que el pueblo ya no se comporte como tal, ni nos extrañe que, humana demasiado humana, una persona pequeña para la responsabilidad que inviste, ignorante de cualquier trascendencia superior en su destino, compare esa calamidad con la evolución de una bacteria resistente. Después de todo, los humanos no somos desde lo físico otra cosa que la respuesta tecnológica de un montón de bacterias a los desafíos de la supervivencia.




10 comentarios:

Conrado Agustino dijo...

Verdaderamente, llama la atención que en los tiempos que corren cobre efecto numerológico tan determinante que un/a jefe/a de Estado se quiebre permanentemente, lloriquee y recuerde cada vez que le es propicia la pérdida de un ser querido, o que haga alharaca de sus vahídos y desmayos, o que diga que por "una cuestión de género" a él o a ella todo le cuesta más, etc. Llama la atención que esas vulnerabilidades hoy sean un mérito para tamaña responsabilidad. Sobre todo, que evidenciadas como una carga casi insoportable, que le impide cumplir regularmente y con la mayor energía las funciones que le fueron confiadas, sean asimismo el principal argumento de popularidad para continuar por cuatro años más.
Uno recuerda, hace no mucho, la dignidad y estoicismo con que Mitterrand sobrellevó un cáncer letal durante varios años al frente del Estado francés. O incluso cómo el trivial y siempre afecto a las cámaras de Menem debió contenerse ante la muerte de su hijo, siendo que lo podría haber explotado electoralmente en los inminentes comicios para su reelección. Si no lo hizo, es porque en ese momento la lectura de tamaña debilidad no tenía repercusión pública positiva. En caso contrario, seguramente allí lo habríamos tenido haciendo lo que ahora parece que arrima porotos: la política del "vestidito negro".

Muy bueno el artículo. Hace hincapié en cuestiones sutiles, que no he visto tratadas por los comentaristas políticos actuales (aunque, justo es decirlo, ello no reviste mayor mérito, en atención a la pobreza de los análisis corrientes). Atentos saludos, esta semana desde Colombia.

Occam dijo...

Amigo C.A.: Gracias por su aporte. Una perspectiva absolutamente coherente con el sentido sugerido, que está vinculado con la austeridad en los actos de gobierno (vetusta enseñanza de la antigua escuela primaria), y también con la responsabilidad por la investidura, que no es otra cosa que la extensión del principio de que todo derecho emerge de un deber previo, y toda atribución, también depende intrínsecamente de un sentido del deber.

Que la pase usted bien en la ciudad de los fantasmas, disfrute de la codialidad caribeña y coma buenos crustáceos.

Un cordial saludo.

Anónimo dijo...

Estimado OCCAM:
¿como puedo comunicarme con usted? ¿tiene un correo personal para contactarse?
Somos los jovenes de Uruguay (www.formaciones.wordpress.com) y nos gustaria hacerle una serie de consultas.

Saludos!

Occam dijo...

Estimados amigos de Formaciones: Déjenme una dirección de correo electrónico, y yo les escribiré.
También pueden escribirme a la casilla de este post (corraldelobos@hotmail.es), que no suelo abrir, pero sabiendo que ustedes van a comunicarse, estaré pendiente de las novedades.

Mis cordiales saludos.

Mensajero dijo...

Lejos estamos del HOMBRE NOBLE.
Toda la teoría política del momento tiende a la degradación.
A exponer el inodoro de las repúblicas exitosas para intentar descontar un poco las alturas.
En alguna página de la Antología de Bretón que usted cita hace poco se lee: "La mayor capacidad de un hombre mediocre pero dotado de talento es la de detectar las debilidades de los que valen más que él".
Esa parece ser la carta principal del modelo de Laclau.

Occam dijo...

Mensajero: Sencillamente brillante su comentario. No sólo no tengo nada que agregar a él, sino que me haré de la frase que usted gentilmente aporta (no textualmente, porque me olvido, pero la idea está). Me evoca aquella otra de Sarmiento, de la razón para condenar a los grandes hombres es absolver en la consideración de los demás a los pequeños).

En fin, hoy es una fortaleza del hombre mediocre aquélla que conduce a resaltar su mediocridad ante los demás. Cuanto más limitado en su sintonía fina, chabacano, ilimitado en sus pasiones gruesas y debilidades, irritable, ambicioso, envidioso, vengativo, trivial, frívolo, desmesurado en sus afectos y desafectos, se demuestre, el hombre político parece que cotiza más.

Un cordial saludo.

RELATO DEL PRESENTE dijo...

Impresionante publicación. Lamentablemente en nuestro país -y de un tiempo no muy lejano a esta parte- nos hemos mal acostumbrado a que los hechos de la Presi sean sometidos a la indulgencia de la lástima, incluso a sabiendas de que ni ella respeta el mentado luto derivado de un hecho absolutamente fortuito. Y no sólo quedamos allí sino que, además, tenemos que escuchar a la viuda loca señalándonos con el dedo por cuestionarle cosas.

Hace no más un par de meses, en una cadena nacional de esas con las que nos agobia casi semanalmente, la Presidente había recriminado a algunos empresarios por no agradecerle las condiciones previsibles económicas para el desenvolvimiento normal de la actividad comercial. Independientemente de la veracidad de las afirmaciones -sabemos que ve una dimensión paralela bastante más bonita que aquella en la que habitamos- llegó al extremo de pedir que se le agradezca por lo que, en definitiva, es su función.

Esa es la realidad de nuestra sociedad hoy en día, no sólo se percibe a nivel gubernamental -ya hemos dicho eso de que el pueblo tiene el gobierno que mejor lo representa cultural y socialmente- sino que se vive en cada estrato social. "Me robaron pero gracias a Dios no me hicieron nada", "me secuestraron, pero me trataron bien." Tan bajo hemos caído que agradecemos lo insólito por ser el mal menor. Es lógico que ante este panorama, una trasnochada con fiebre uterina y lágrima de artificio para las cámaras venga a exigirnos reverencias por el mero hecho de hacer lo que las obligaciones de su investidura le exigen.

Si hiciéramos una evaluación de gestión por objetivos cumplidos, tristemente zafa. Esa costumbre de no presentar plataformas electorales ni propuestas de gestión que han adquirido sin que nadie se las reclame, hace que tengan un inventario en blanco para hacer lo que se les cante.

Yendo a las referencias de costumbres políticas de antaño, parece mentira que, cuanto más divinos eran considerados los gobernantes, más efectivos eran los mecanismos de control. La humanización de la política, al menos en nuestro país, nos deja sólamente lo peor de la especie.

Saludos!

destouches dijo...

El problema del gobierno ha sido y es capital en la historia del hombre. Por eso, los hombres de antes, más sabios que nosotros, se lo tomaron con la debida seriedad. El poder es algo terrible que, por lo tanto, debe ser cuidadosamente fundado. Sucede que el criterio meramente utilitario del gobierno, propio de las versiones desacralizadas y racionalistas, demuestra conducir a formas de gobierno débiles y a gobernantes que sólo pueden ampararse en la lenidad, la estulticia y la corrupción para conservar lo que frágilmente han conseguido.

Occam dijo...

Relato: Muchas gracias por pasar y por regalarnos ese comentario tan realista. Creo que hay una confusión malsana entre el mecanismo de selección institucional (voto universal obligatorio, igualitario, condicionado sólo por parámetros etarios, etc.) y la investidura superior del gobernante como cabeza de un pueblo.
Si a nivel proselitista puede ser válido exhibir que el candidato es tan humano como uno, que es un tipo común y corriente, que tiene los mismos problemas, desvelos, hábitos, pasatiempos, debilidades, tentaciones o vicios que el común de la gente, esa misma situación previa no puede ser aceptada luego de la entronización gubernativa, puesto que la responsabilidad suprema demanda de un módico sacrificio (como el de mantener los ojos abiertos) y una renovación espiritual, que eleve al hombre a la altura de su posición.
Tal vez podría entonces postularse ese ajado adagio al revés: en lugar de afirmar que el pueblo tiene los gobernantes que se merece, puede decirse que los gobernantes tienen (porque forjan) un pueblo a su imagen y semejanza.
De allí la terrible trascendencia de la posición elevada. Luego veremos si hay algo que "agradecerles" (más allá del clima, o del precio internacional de la soja), pero empecemos por exigirles aquello que desde siempre se exigió a los superiores: talento, compromiso, sacrificio, superioridad intelectual y moral, disciplina, austeridad, acción heroica, sentido del deber. A mayor prerrogativa, mayor responsabilidad.
Recuerdo todavía la lección de Kagemusha, La sombra del guerrero, la película de Akira Kurosawa (cuya última proyección, uno o dos años atrás, fue efectuada por la TV pública, por lo que seguramente fue apreciada por nuestra cinéfila), en donde se muestra la transmutación de un mendigo y ladronzuelo, que por su extraordinario parecido físico, debe reemplazar al jefe del clan Takeda.

Un cordial saludo.

Occam dijo...

Destouches: Admiro su notable capacidad para decirlo todo con precisión y síntesis. Agradecido por tan valioso aporte. Sin embargo, debo decir, consciente de la desacralización del mundo y de la trivialización de la actividad gubernamental concebida solamente desde una perspectiva utilitaria-administrativa, que las Repúblicas mantienen ciertas normas trascendentes respecto de la investidura. No siempre escritas, o cuando escritas, insuficientes. No pertenece al dominio regulatorio y normativo aquello que es previo, superior y ajeno al Derecho (y también a la moral). Nadie puede prever que el Presidente de una República se desnude en público, o desvíe obscenamente fondos de los jubilados para campañas electorales, pongo como ejemplos groseros e improbables. Las normas de decoro suelen mantenerse en el nivel del sobreentendido weberiano, sencillamente porque a nadie en sus cabales se le había ocurrido o había experimentado ciertas vulgaridades, triquiñuelas y bajezas propias de seres pequeños, advenedizos que no están a la altura de las responsabilidades conferidas y de la posición superior en que se los ha colocado.
El sobreentendido del caso partía de la convicción de que cualquiera que llegara a tan elevada posición, lo hacía porque la valoraba por sobre todas las cosas, como un fin y no como un medio. Y valorar esa posición es naturalmente valorar las instituciones de las que emerge.

Mi cordial saludo.