De la democracia podemos decir, casi como un latiguillo, que se trata del gobierno del pueblo y para el pueblo, lo cual, por supuesto, no quiere decir nada en absoluto, a más de que hace tiempo que la doctrina política y la propia experiencia han demostrado que el pueblo no gobierna, y que, con el avance de las tendencias migratorias, la globalización y los media, se trata de un concepto cada vez más difuso, dinámico y mudable, y por tanto, absolutamente alejado de cualquier intento de institucionalización, que es siempre un intento de estabilización.
En fin, la democracia como forma de gobierno postula la igualdad teórica de los ciudadanos, que son los habitantes de un Estado (a veces no, como ocurre con las modernas tendencias a la doble ciudadanía) que cumplen con determinados requisitos, por lo general, sólo de naturaleza etaria, para elegir y ser elegidos libremente, a través del sufragio universal y secreto, en forma periódica y sistemática. En definitivas, lo único que asegura la democracia, entonces, es la igualdad de los electores. Que cada voto vale lo mismo que el del vecino, aunque también ello se ha discutido, desde la introducción, por un lado, del voluntarismo en el ejercicio del derecho/deber (lo que fortifica a ciertas minorías especialmente activas, como es el caso de los EE.UU., y creciente y tácitamente, de nuestro propio país), y por el otro, desde ciertos manejos clientelares o manipulaciones plutocráticas (quien más dinero tiene más posibilidades tiene de llegar) que generan distorsiones, aunque no sólo a nivel de la igualdad, sino directamente en la formación de la voluntad general.
Las modernas democracias presuponen, para su vigencia, puesto que la voluntad es del pueblo y vuelve al pueblo en cada elección, la sumisión (también teórica) de los gobiernos a la legalidad, de forma tal de evitar que el ejercicio discrecional de la autoridad conspire contra el aseguramiento de la soberanía popular. Ese planteo, sabemos, es constantemente superado por las argucias y maniobras electorales que, de vicios inconfesables en el principio, se han ido transformado en costumbre imperativa en la compulsa por los votos, estirando el marco de legalidad, con ingenio y picardía, más allá de la previsión razonable de un legislador que ha quedado ingenuo por el decurso del tiempo y el cambio en el espíritu del hombre. Así pueden mencionarse como ejemplos, la compra de voluntades legislativas, el cambio de camisetas de los representantes recién elegidos a favor del rival electoral, el cambio permanente de domicilios y por tanto de jurisdicciones para que los candidatos con mayores posibilidades participen prácticamente en cualquier distrito de acuerdo con la conveniencia de turno (v.gr., un día senador por Santa Cruz, otro por Buenos Aires, después diputado por Capital Federal, y a los dos años concejal de Lomas de Zamora), la postulación, durante un mandato ejecutivo, a cargos legislativos que después no se asumen y viceversa, y un largo etcétera, tan largo como la imaginación y la tolerancia social lo permiten.
Vamos viendo, en esta somera y liviana aproximación, que con la democracia nos encontramos tan empantanados en el terreno de las definiciones como con cualquier otro vocablo, y ello resulta trascendente si se tiene en cuenta que esa maravillosa palabra griega designa nada menos que el orden institucional que rige los gobiernos de nuestro destino colectivo y también de nuestras vidas individuales.
Durante el siglo XIX, y por qué no en lo sucesivo, se planteó, en el ámbito del ordenamiento democrático, la tensión entre la libertad y la igualdad, como dos valores supremos de cualquier sociedad de este hemisferio. Lógicamente, no vamos a entrar en las honduras de ponernos a definir esos otros dos sustantivos abstractos. Bástenos con decir que esa tensión viene dada por la situación natural del individuo, como componente de una colectividad en la cual se desenvuelve y de cuyo orden se aprovecha. En otras palabras, se trata también de la tensión entre libertad y autoridad. Pero la cuestión de la igualdad, en la democracia, viene a atenuar la cuestión de la autoridad, puesto que la autoridad democrática emerge del número. Es decir, la democracia es el gobierno del número, y el número es enemigo del individuo. El concepto de “voluntad general” viene a ser, entonces, tan totalitario como cualquier otro, y todo ordenamiento democrático moderno tiende a establecer cortapisas normativas que permitan al individuo salvaguardar su libertad frente al atropello de la mayoría. Esos son los casos de la iniciativa popular, y también de las figuras del amparo, de las medidas cautelares autónomas y de la legitimación difusa.
Un caso ejemplificativo de esta situación estuvo marcado por la argumentación gubernamental en la ocasión del impuestazo de las retenciones en 2008: que el gobierno hace lo que quiere pues fue elegido democráticamente, y a quien no le guste, deberá esperar un nuevo turno electoral (en esa argumentación, el turno de las elecciones presidenciales, puesto que se argumentaba que los derechos de exportación son, -por una “ley de la dictadura”, nueva categoría parajurídica en boga- resorte del Poder Ejecutivo). De tal forma, la cuestión de la legitimidad de origen tiende a obnubilar la otra, más pretoriana si es que existe, de la legitimidad de ejercicio.
Para reafirmar este concepto, se ha hablado suficientemente de la necesidad de contar con gobiernos fuertes para garantizar la gobernabilidad; y el sistema proporcional argentino, aunado con el régimen de “listas sábana”, permite que un gobierno que logró ganar dos elecciones consecutivas, aunque sea por un margen despreciable y siendo siempre minoría, obtenga una abrumadora mayoría parlamentaria, que le permite hacer y deshacer prácticamente a su antojo, aun por encima de cualquier barrera constitucional: delegación de facultades impositivas, presupuestarias, penales, reforma del Consejo de
De tal forma, la democracia, concepto difuso y polemógeno si los hay, tiende a torcer hacia el bien de la igualdad, o gobierno de las mayorías, frente al bien de la libertad, que empieza entonces a ser considerado un producto cultural propio de las clases privilegiadas que, por la sola invocación de su ejercicio, se transforman entonces en destituyentes.
Esa construcción, por más que fuera hace tiempo considerada perimida por la práctica política más avanzada, ha vuelto a resurgir en nuestra Latinoamérica del eterno retorno, de la mano del “bolivarianismo”, con perdón del pobre de Simón Bolívar. Así, a cada capricho gubernamental, le siguen demostraciones “democráticas” del poder del número, generación de plebiscitos “a todo o nada” para demostrar, aunque sea por un voto de diferencia, que la voluntad del pueblo está con quien gobierna (y con las medidas que pergeña) y los demás son una minoría de antidemocráticos resentidos que difícilmente pueden ser considerados como parte integrante de ese pueblo que está con el gobierno, y siempre, siempre, quieren volver al pasado, y detener esa frenética y pujante marcha hacia el progreso que el gobierno ofrece.
Claro está, cada versión bolivariana se acomoda pragmáticamente al contexto que ofrece cada realidad local. Aquí por ejemplo, en
Con todo este contexto democrático, de turbia legitimación, si es que tal conceptualización es posible, un sábado a la mañana, bien tempranito, se sancionó una ley querida por todos, cuya principal –si no, única- razón de existir radica en la de sustituir (en lo formal, ya que no en muchos de sus contenidos, respecto de los cuales hasta se verifican peligrosas regresiones) a otra ley dictada por un gobierno de facto, al que se le hacen los honores de llamar, pomposamente, “dictadura” (con perdón de Camilo y de Julio César, por cierto).
Pero el asunto de ese hecho, que de tan repetido ya ni siquiera conmueve los ánimos de una sociedad aletargada y banalizada, no es tanto el modus operandi, las implicancias que puede acarrear a la generación de fuentes de trabajo, la desmonopolización o nueva monopolización, y otras yerbas.
Lo más complicado de este asunto radica, nuevamente, en la cuestión esta tan difusa y opinable, de la democracia. Puesto que la nueva ley permite que el Poder Ejecutivo sancione con la caducidad a aquellas emisoras que difundan –aunque no compartan- “opiniones antidemocráticas”. Claramente, resulta de un peligro supino para con la libertad el establecimiento de una previsión semejante. Y no sólo en el mezquino contexto en el que nos desenvolvemos, sino en su acepción más absoluta.
Por más que parezca el fruto de la más rigurosa lógica, no hay nada más antidemocrático que establecer la prohibición de opinar en forma antidemocrática. En primer lugar, porque para que una opinión sea antidemocrática, debe haber alguien que la califique como tal. En una democracia plural, es inconcebible que cualquier opinión pueda ser, per se, antidemocrática. ¿La añoranza, hecha pública, de la dictadura, es por ejemplo, una opinión antidemocrática? Debe entenderse claramente que no, puesto que quien hace pública una forma diferente de pensar está acogiéndose a las reglas de juego de la democracia, que entre otras cosas, suponen el libre debate y el debate franco y sincero. Sería en cambio antidemocrático, no opinar en contra de la democracia, evitar la confrontación de ideas, pero obrar solapadamente en ese sentido, conspirar en la clandestinidad. Toda opacidad, toda conducta de espaldas a la voluntad general, es de por sí antidemocrática, por más que luego políticos “democráticos” se solacen de sus exitosos resultados, como puede ser una “borocotización”, por ejemplo.
Ése es claro, para servir de ejemplo, un caso extremo. Puede darse, asimismo, una situación opuesta, a saber: que una opinión demasiado democrática cuestione la forma representativa de gobierno, la mediatización que Roussseau sostenía desnaturalizaba la democracia, y abogue por la caducidad automática de todos los mandatos y su reemplazo por asambleas populares. Esa actitud, claramente destituyente, es empero también profundamente democrática…
En definitivas, no hay sociedad sana, con esperanzas de perfeccionamiento en sus instituciones, de progreso y de dinamismo, que no preste oídos a los más diversos planteos y no permita las más variadas expresiones. Clausurar todo debate, en nombre de la democracia, es lo más contradictorio que puede imaginarse. Ni siquiera las monarquías absolutas han acallado las voces de sus detractores. De haber obrado como ahora se legisla, no habrían surgido ni Locke, ni Hume, ni Hobbes, ni Spinoza, ni Diderot, ni Rousseau, ni Voltaire, ni Fray Bartolomé de las Casas, ni Mariano Moreno…
Todo esto me hace acordar mucho a un chiste de Quino (Joaquín Lavado), en el cual todo el mundo circulaba mirando a los cuatro costados, con cara de miedo, mientras en medio de la calle, en una plazoleta, se enseñoreaba un cartel que decía “¿A que no saben prohibido qué?”.
2 comentarios:
El desprecio por las instituciones que practica este gobierno se ve facilitado por la incapacidad o por los intereses de los hombres que las integran.
La "Escribanía" funcionó como un relojito.
La intelectualidad populista apelaría a Laclau para justificar el clientelismo, y a las corruptelas de otras geografías para sostener el quid pro quo y demás yerbas de nuestro folclore parlamentario.
Reconozco, después de fracasar en varios debates, que defender al republicanismo realmente existente no es tarea sencilla frente a ese oportuno, elaborado y despiadado pragmatismo.
Pero nunca pierdo de vista el objetivo que está por encima de toda estrategia y así me pongo a resguardo de cualquier hechizante teoría:
"¿Para qué?"
Y después:
"¿Se verifica?"
Mensajero: Ya hace muuuchos, muchos años, un pensador francés de gran talento, aristócrata para más datos, llamado Carlos Luis de Secondat, Señor de la Brède y Barón de Montesquieu, conocido popularmente por el sitio de su dominio nobiliario, advertía que, para que un gobierno del pueblo pudiera ser un buen gobierno, un gobierno justo, además del sistema de "controles y contrapesos" originado en la división de poderes, y de los demás mecanismos que aseguraran la voluntad general, había un ingrediente intengible de absoluta imprescindibilidad. Ese ingrediente era la virtud.
Curiosamente, Montesquieu atribuía a la virtud un carácter más determinante, para la seguridad del buen gobierno, en las democracias que en las aristocracias o en las monarquías.
Modernamente, quizás un poco ensoberbecidos, otro más aletargados y embrutecidos, los humanos hemos tendido a considerar que la democracia asegura la virtud por sí misma, por su propio funcionamiento formal, cuando en realidad es precisamente lo contrario: el funcionamiento de la democracia, para obtener resultados buenos y justos, depende absolutamente de la presencia de la virtud.
Mis más cordiales saludos.
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