sábado, 4 de junio de 2011

Sueño y caída



El amigo Mensajero, en su muy recomendable Gobierno Paralelo, publicó hace dos días un excelente relato de Auguste Villiers de L'Isle Adam (1838-1889), recopilado por André Breton en su Antología del Humor Negro, titulado El asesino de cisnes (cuyo personaje es Tribulat Bonhomet, un melómano similar a como Jean Baptiste Grenouille era un "perfumómano"), y que supongo integra originalmente sus célebres Cuentos Crueles (o los Nuevos Cuentos Crueles, quizás). Breton ha dicho del humor negro que "...es enemigo mortal del sentimentalismo con aire perpetuamente acorralado -el eterno sentimentalismo sobre fondo azul- y de una cierta fantasía del corto vuelo, que se toma demasiado a menudo por poesía..." Como la poesía es un paisaje que atravesamos de vez en vez, con variable (falta de) éxito, no podemos dejar de complacernos con la definición, que tantas veces puede cabernos pese al escándalo general. Pongamos un pequeño ejemplo:


Bárbaros

Seríamos otra vez los guerreros primitivos
desafiando la puesta del sol en el horizonte
pisando las sonrisas desdentadas,
acariciando la tierra.
Seríamos quienes devoran la distancia
sin sosegar hasta el reviente de las cabalgaduras,
un magma incandescente, calcinando la llanura,
saqueando vida de corazones tenues.
Seríamos tal vez los arquitectos del espacio
dibujando constelaciones por capricho,
regando de estrellas las siluetas
sacrificando tiempo al desvarío
borrando sombras con luces que proyectan sombras,
opacando luces con el brillo de nuestro desafío.
Seríamos la usina del planeta,
el rotor que provoca las noches.
Con sólo echar a rodar... el resto es cuestión de inercia
y tal vez de voluntad de olvido.
Podríamos suprimir el universo,
secar las flores, detener los ríos,
desvanecer las montañas en lejanos nubarrones
y éstos en un cielo limpio,
ahogar el cielo en las mareas,
evaporar los mares por el fuego de nuestro ímpetu,
encerrar nuestra energía en una caja de yesca...
con sólo cerrar los ojos.


En fin, a esa entrada mencionada hice el siguiente comentario, que motiva el presente artículo:

Hermoso relato del asesinato como forma de arte. Comprendo que me cuesta comprender, aunque coincido en que probablemente no haya color más bello que el de la sangre fresca que mana. Hay muchos indicios que permitirían sostener que lo más sublime de la vida está justamente en los límites que suponen su negación o su término. Recuerdo que Luca Prodan refería el concepto del orgasmo como "una pequeña muerte". El reciente finado Sábato teorizaba que los sueños son momentos en que efectivamente se vive en la ultratumba, antes aun que anticipos del Más Allá, de modo tal que el dormir también sería un morir de alguna forma. Ahora bien, quienes más duermen son los que más vida tienen, comenzando por los recién nacidos, y se ha dicho que la sensación de caída que se produce al entrar el sueño en el cuerpo es un resabio de la que siente el que está por nacer al ser forzado a ver la luz. Algo he escrito hace tiempo al respecto, y creo que voy a rescatarlo de entre desordenados papeles. Apenas lo encuentre, claro. Porque perder las cosas en el desorden es también una manera de asesinarlas.


Claro está que mediocre e ineficaz resulto hasta para el oficio de asesino, con lo que... voici ma promesse:

Cuando comenzamos a soñar tenemos una repentina sensación de súbita caída, que nos estremece en una fugaz convulsión en las piernas y nos devuelve por un momento a la vigilia. Dicen que esa sensación (o percepción) es un vestigio de los primeros miedos, que se presentan tempranamente, en brazos de la madre, en la posibilidad que ella deje al niño caer. Empero, difícil y raramente ocurra esa posibilidad, la que entonces demuestra una percepción no basada en la experiencia sino en la previsión, lo cual no deja de resultar perturbador, desde que la capacidad de prever resultados futuros a partir de situaciones presentes no es una cualidad característica del lactante, y va aflorando con la evolución del intelecto, justamente más o menos a partir de que el niño abandona los brazos de la madre, al menos como hábito permanente, y de forma muy paulatina.

Puede bien sostenerse que, una vez alcanzada cierta capacidad de previsión, el sujeto efectúa una revisión de sus experiencias y descubre que existió la posibilidad de la caída; y en todo caso, si ésta existió fehacientemente, intuir que puede volver a suceder. Ahora bien, entonces resulta difícil sostener que esa percepción que nos acompaña toda la vida cuando la consciencia se aletarga, es un vestigio de la primera etapa de nuestra infancia. En todo caso, resultará de nuestra racionalización ulterior referida a esa etapa, pero entonces aparece la posición aun más insostenible, desde que la razón forma parte de la consciencia, y la percepción de la caída, de su aletargamiento, del ingreso al mundo profundo y no consciente.

Así las cosas, es probable que la percepción inconsciente de la caída obedezca efectivamente a una experiencia verificada, y no a una potencialidad. Esa experiencia no puede ser otra que el parto, y todo su trabajo previo. La posición erguida del ser humano ocasiona el parto, lo impulsa con una premura mayor que la de la Naturaleza. (Si el hombre naciera en término, sería con el precio de la muerte segura del que está por nacer o de la madre, o de ambos a la vez. El feto emplea 8 semanas para el desarrollo de su sistema nervioso, mientras que el chimpancé precisa de sólo 2 semanas. Es claro que el sistema neuronal humano es doblemente complejo que el del primate, y el cerebro, unas cuatro veces mayor. Sin embargo, el término de gestación es sólo un mes más prolongado en el hombre que en el chimpancé. Y por la sabiduría evolutiva, entre la trigésima y la cuadragésima semanas se ralentiza notablemente el crecimiento fetal, que luego recupera el ritmo original, una vez nacida la criatura. V. Nuestros orígenes, el hombre antes del hombre, de
Herbert Thomas, Gallimard, 1994 / Ediciones B S.A. para el mundo de habla hispana, Barcelona, 1997, especialmente pp. 142-145).

Por eso decimos que los humanos somos una especie prematura, caracterizada por esa perpetua inmadurez e incompletitud de la neotenia. En fin, lo cierto es que la gravedad impele con su fuerza irresistible al feto de cabeza hacia abajo, y cuando esa cabeza se encaja en el canal de parto, el sujeto -aún antes de nacer- experimenta su primera percepción de la caída, la que luego se hace efectiva en la traumática salida al mundo exterior, ese inmenso espacio de indefensión y hostilidad en el que reina la fuerza de la gravedad en su patencia más sórdida.

Supongo que el parto en cuclillas, antigua usanza que ahora tiende a regresar, y que facilita todo el proceso, debe consolidar la percepción del caso, pero no me atrevo a sostener que agrave el bajorrelieve esculpido en el inconsciente.

Lo expuesto conduce a reforzar el carácter traumático de nuestra llegada al mundo, el cual no puede ser enervado por nuestra experiencia vital posterior, y se manifiesta en forma de fantasías como el paraíso perdido, o en realidades como el sexo, el bienestar de la inmersión en el agua, la fascinación por el mar, y la protección de dormir bajo techo. Lo expuesto tal vez otee sin mayor claridad ni dirección en el horizonte inalcanzable de la trascendencia y de la preexistencia. No hay mirada más restringida que la que comienza en nosotros mismos.


8 comentarios:

He-who-glides-on-snow dijo...

Leí alguna vez* que esa sensación de caída al momento de entrar al sueño ya la tenemos incorporada desde antes de nacer.
Según esto, proviene de cuando aún dormíamos en las copas de los árboles y una caída durante el sueño significaba un alto riesgo de muerte (por el golpe o a manos de algún predador nocturno).
Este miedo -para nada irracional en aquel entonces- se habría grabado en el disco rígido de la especie, junto al resto de los instintos naturales.

Buen blog.
Espero haber aportado algo útil. Otramente puedes ignorar todo el comentario.


*no logro recordar si fue en Los Dragones del Edén (Carl Sagan, 1977) o en El Mono Desnudo (Desmond Morris, 1967). Ambos son altamente recomendables.

Occam dijo...

Estimado deslizador: Es muy útil su aporte, y se vincula con una teoría de la impronta genética algo más aventurada quizás, pero no por ello menos atractiva. Es la misma que sostiene que nuestro miedo natural a la obscuridad tiene orígenes en la primera época de la hominización, cuando los primates que caminaban erguidos vivían en la sabana de altos pastos, y sus principales depredadores eran los felinos nocturnos (hay muchos cráneos de homo hábilis con incisiones de colmillos de esos carnívoros). Claro que hay muchos cabos que atar para establecer parentescos tan lejanos. Si bien todavía no ha sido completamente refutada la posibilidad de que el hábilis sea un pariente lejano del humano, sí hoy es seguro que el australopiteco (es decir, la familia australopoide, que contiene numerosas especies) ha sido una rama evolutiva fracasada, un "callejón sin salida", que cronológicamente convivió con el hábilis, como el neanderthalensis lo hizo con el hombre de Cro Magnon.
Era mucho más sencillo 30 años atrás, cuando todo parecía sugerir una cadena evolutiva racionalmente explicable: australopitecus, homo hábilis, homo erectus, hombre de Heidelberg, hombre de Neanderthal, hombre de Cro Magnon. Sin embargo, a medida que avanza la paleontología, encontramos que los erectus se extinguieron hace tan sólo 50.000 años, y que el Cro Magnon y el homo sapiens arcaico, que antes se lo tenía por más reciente, ya se extiende hacia el pasado más allá del umbral de los 200.000 años. De modo tal que es probable que, para esa época, convivieran en la Tierra al menos 4 especies* de "hombres" diferentes, que anteriormente se consideraban sucesoras unas de otras. De todas las especies hasta ahora descubiertas, tan sólo los australopitecos pueden arrogarse con certeza antepasados arborícolas. Si bien caminaban (sin mucha gracia, bamboleando) en 2 patas, tenían brazos largos y fuertes que les permitían trepar los árboles, y mandíbulas y demás datos fisiológicos mucho más cercanos a los simios (en particular, al gorila) que a cualquier espécimen del género homo.
Lo que está claro es que, si algo se ha perdido definitivamente en toda esta aventura, es el instinto. Nada de instintivo hay en el homo sapiens, aunque sí hay pulsiones propias de su origen animal. Por ello es que se prefiere hablar de impronta genética. Igualmente, el tema de la antropogénesis es apasionante, y amerita un tratamiento más exhaustivo, que abordaré próximamente.

Un cordial saludo, y muchas gracias por pasar y por comentar.

* Especie: Se define por su relación con otras especies. En la ramificación evolutiva, la especiación se presenta cuando dos especies no son capaces de reproducirse entre sí, o pudiendo, no dejan descendencia fértil (p. ej., el burro y el caballo).

He-who-glides-on-snow dijo...

Don Occam, sin otro ánimo que el de satisfacer la propia curiosidad: ¿ni el instinto de supervivencia nos ha quedado?
Pucha qu'estamos jodidos.

Occam dijo...

Bueno, tanto no sé al respecto. Me refiero, a que la supervivencia obedezca a un instinto, aunque bien claro está lo contrario: que los instintos procuran la supervivencia. Por otro lado, la etología señala conductas altruistas (contrarias a la supervivencia) en varias especies, fundamentalmente en las aves voladoras, en donde se han encontrado especies con hasta un 10% de incidencia sobre la población total de ese tipo de sacrificios (v.gr., los pájaros más viejos, que deliberadamente se demoran y alejan de la bandada para entretener a los depredadores). En las sociedades tradicionales humanas, el altruismo, manifestado por la doble vía de la trascendencia, el heroísmo y el ascetismo, ha alcanzado extermos evidentemente no animales.
Un atisbo de instinto mamífero sí se conserva en los recién nacidos, al buscar la teta de la madre y también en la succión. Pero una vez que la cultura comienza a expresarse en la transferencia aun involuntaria al nuevo ser, la natura va progresivamente ocultándose. Podemos decir que el hombre es una cuerda tensada entre lo uránico y lo ínfero, entre lo solar y celeste y lo oscuro y terrestre, entre la fuerza animal que subyace agazapada y la posibilidad divina que está en potencia. Como decía Nietzsche, un puente entre el mono y el súperhombre, que las culturas tradicionales simbolizaban en el cetro, como eje simbólico entre el cenit y el nadir de la existencia (que como eje, también simboliza la estabilidad del ser frente al cambio constante de la rueda que gira, el devenir). Por eso, el desvelamiento del ser era la piedra de toque de la vida tradicional, a través del llamado "segundo nacimiento". Y por eso, resultan tan peligrosas para las personas sin una ardua preparación previa, las vías de acceso que rompen el velo de la razón, pues éstas bien pueden llevar antes que a la iluminación, al obscurecimiento, despertando esas fuerzas bestiales que ocultamos. Es el caso de las drogas por ejemplo.
Pero bueno, me he explayado quizás demasiado. Todo esto, como dije amerita un mejor tratamiento.

Un cordial saludo, y otra vez gracias por sus comentarios.

Mensajero dijo...

"Bárbaros" merecería integrar la citada antología.
Es mi opinión.
Freud, ya lo comentamos alguna vez, hablaba de sensación oceánica para referisrse a esos sentimientos que nos poseen a partir de algunas melodías, del sonido del mar, de las cosas grandes que nos revelan nuestro pequeño lugar en el universo, pero que más allá de todo eso, y especialmente, obturan, por un momento, la dictadura del lenguaje, y no encontramos sobrecogidos por emociones anteriores, o muy cercanas, a la caída.
De esas aventuiras atávicas emerjo perturbado por la encrucijada ética: ¿vanidad o despaego?
La aventura lírica del yo o el camino del monje.
Elecciones personales en cada caso.
Lo único cuestionable, tal vez, sería permanecer quieto, como Hamlet, dedicado a la duda.

Occam dijo...

Mensajero: Pues muy honrado y agradecido entonces.
Freud ha sido un tipo muy inteligente, y sobre todo muy perspicaz a la hora de atender esos síntomas que los antiguos llamaban "signos", y que evidencian una conexión perturbadora con algo que nos excede y nos es esquivo.
Konrad Lorenz (y sigo con la etología), por otra parte, apuntaba la característica humana de "última especie", y como tal, un compendio en sí misma de toda la aventura de la vida, desde el organismo unicelular, al pez, al renacuajo, etc.
En cuanto a la pregunta existencial contenida al final de su comentario, la respuesta no puede ser unívoca, aunque claro está, por su negativa (la duda, la indefinición, la no afirmación, el mero discurrir) la respuesta es correcta: los caminos de la trascendencia son siempre dos, la acción y la contemplación, el heroísmo y el ascetismo, que en la mujer se reflejan en los dos tipos correlativos: la amante y la madre.

Un cordial saludo, y gracias por la inspiración.

He-who-glides-on-snow dijo...

Occam, justamente pensaba en el bueno de Friedrich cuando puse la consulta. Agradézcole la respuesta, el tiempo empleado en ella, la buena predisposición y el desasne que se caía de maduro (eso de andar leyendo libros "of ancient lore" sin actualizarme luego).
Contrariando a quien dijo que las excusas no se filman, aclaro que soy un simple trabajador de la construcción y que es vastísima mi ignorancia acerca de muchos de los temas tratados aquí.
Va un cordial saludo.

Occam dijo...

Estimado Deslizador: Por el contrario, su trabajo no es una excusa sino un honor. Muchos posts atrás he hablado alguna vez del homo faber como nuestra característica humana más venerable, y clamado por su renacimiento solar en nuestra Argentina en la que ya no se puebla ni se fundan ciudades. Nuestra Argentina desierta y despoblada a la par que acromegálica y saturada en cada vez más invivibles ciudades-cloaca.

En cuanto al esfuerzo que usted agradece, habrá notado que antes bien es un placer para mí la escritura, porque resulta ella para mí también la forma más eficaz para poner en orden las ideas. Por lo mismo, apelo y agradezco el método dialéctico que se plasma en los comentarios, y que, además de enriquecer los artículos, procura nuevas e insospechadas perspectivas.

Mi más cordial saludo.