miércoles, 3 de septiembre de 2014

King Friendly

No. No está relacionado con su condición de país avanzado en su legislación igualitaria, en la dilusión de las figuras jurídicas tradicionales para la ampliación de derechos de algunos colectivos. No está relacionado con su nueva condición de meca del turismo friendly, de la hotelería friendly, de la noche friendly o del Registro Civil friendly que anda casando igualitarios ejemplares eslavos poco caros a los afectos de Putin (lo que de por sí ya es gracioso).

No está relacionado con la bandera del arco iris que ahora ondea en los aleros de hoteles, bares o restaurantes, o en raves y fiestas masivas; y que ha obligado a que el neo-indigenismo deba adoptar la huipala (en su versión más anglófila, escríbase "wiphala") más compleja de los 49 cuadraditos, adoptada en 1945 por el Primer Congreso Indigenal Boliviano (liderado por Monrroy Block, Lanza Ordóñez y Velasco), de la etiqueta de la bebida "Champancola" inventada por los italianos Salvietti y Bruzzone. (Ante la dificultad para su confección, posteriormente se había optado por simplificarla en barras horizontales con los 7 colores del arco iris -añadiendo el blanco al medio y eliminando el añil-, pero luego, para diferenciarse de la insignia LGBTT, volvió al esquema de los cuadritos).

Nos referimos al Rey de los Amistosos. El que manda en las estadísticas cuando los contendientes se olvidaron los porotos y se ponen a jugar para pasar el rato, para cobrar unos buenos mangos en derechos de televisación y para probar jugadores, o desempolvar viejos esquemas tácticos que ni borrachos usarían en partidos en serio.



Otra cosa, claro, es cuando se juega por los puntos. Allí la presión reduce el tamaño del arco rival, los nervios traicionan, la cabeza (esa bendita aliada para el concepto, pero maldita boicoteadora para la espontaneidad y la resolución decidida) pone dudas entre el ejecutor y su objetivo... Allí vuelve a ser patente ese latiguillo europeo que dice que "En el fútbol puede ganar cualquiera, pero siempre ganan los alemanes".


 
  

 

lunes, 30 de junio de 2014

Le génie

Leyendo a Saint Pol Roux (Ideorrealidades. Poemas y papeles dispersos de la obra futura, Ed. Descierto, Buenos Aires, 2013, pág. 92-3; Trad.: Violeta Percia), me encuentro, dentro de sus Pensées Inédites (Pensamientos Inéditos), con este fragmento, que quizás explique muchas cosas:

Le génie est un désordre qui produit de l'ordre.

El genio es un desorden que produce el orden.

Se aplica a muchas cosas, a muchos planos de la vida y a sectores y actividades, a todos esos microsistemas en que se fragmenta y compone el barullo que llamamos sociedad, y que algunas raras veces suena como una sinfonía.

Se aplica a muchas cosas, y explica otras tantas. Explica sobre todo carencias, ausencias, orfandades. Explica el marasmo de la mediocridad omnipresente, ominosa, triunfante y hegemónica.

Es que claramente,

Le génie c'est l'erreur pour les hommes, et c'est la vérité pour les dieux.

El genio es el error para los hombres, y es la verdad para los dioses.

 Y el programa propuesto dice que

Il faut cesser d'être quelqu'un pour être quelque chose. On était dieu, on devient homme. Il faudra cesser d'être un homme pour redevenir un dieu.

Hace falta dejar de ser alguien para ser alguna cosa. Éramos dios, devinimos hombre. Hará falta dejar de ser hombre para redevenir dios.

(págs. 94-5) 


miércoles, 12 de febrero de 2014

De dioses y de santos



Y de martirios y justicia divina...

La obsesión por atribuir a la Iglesia católica la exclusividad en la comisión de algunos males en la historia, particularmente, la persecución religiosa y la pederastia, alcanza a veces ribetes grotescos. Ello así, más allá obviamente de que tal exclusividad parece ignorar al Sanedrín y los sacerdotes que pidieron a Pilatos que “suelte a Barrabás”, si nos atenemos al Evangelio de Juan; o a los protestantes calvinistas que entre otras lindezas teológicas quemaron en la hoguera en Ginebra al médico (la misma profesión que San Valentín) Miguel Servet, que había tenido la mala idea de sugerir que la sangre circulaba por el cuerpo; o al Islam por hechos tan contemporáneos como públicos y notorios; o a la última de las religiones, el marxismo, y sus 100 millones de muertos. Tampoco le asiste, lamentablemente, exclusividad en el segundo de los vicios mencionados, y los matrimonios mormones con niñas de 10 años, o con niñas aún menores en Yemen, las violaciones de niñas cristianas en el mundo musulmán, las violaciones de niñas en la India o algunas prácticas rituales vinculadas con el pene de los párvulos en la circuncisión, hacen de la centralización de tal ominosa cuestión en una sola institución eclesiástica un cliché sesgado, que no sólo no elimina el flagelo, sino que permite encubrir su incidencia en todos los demás ámbitos no imputados.

Constantino presidiendo el Concilio de Nicea.
 
Sea como fuere, y a gusto de cada consumidor, el elegir el criterio de la exclusividad católica o bien amerarlo con la generalidad con que otras instituciones semejantes incurren en los mismos abusos, lo cierto es que, indudablemente, Geraldine Mitelman en su artículo Amando publicado en la última revista Viva (Clarín, domingo 9 de febrero de 2014), se pasó de la raya al relatar, en un apartado biográfico sobre San Valentín (pág. 22) que “nos referimos a la historia de un mártir ejecutado por la Iglesia católica en el año 270 d.C., durante el reinado del emperador Claudio II”. Evidentemente, Mitelman ignora que Roma no fue católica hasta mucho después. Tras la batalla de Puente Milvio (312 d.C.), que le permitió a Constantino el Grande (que vendría a ser o bien bisnieto, o bien sobrino-nieto –según las diversas fuentes- de Claudio II Gótico; y que para los ortodoxos, grandes tolerantes también, es San Constantino) deshacerse de Majencio e ir consolidando el poder en forma individual, supuestamente con los auspicios de la Cruz, y sobre todo del Edicto de Milán (313 d.C., 44 años después del martirio de San Valentín), el cristianismo pasó a ser aceptado como culto legítimo. Aunque en realidad, a partir de entonces su carácter privilegiado determinó que pronto se pusiera a perseguir a las religiones paganas (mitraísmo, Sol Invictus, etc.), pese a que Constantino en el año 321 dispusiese la observancia, para cristianos y no cristianos, del “venerable día del Sol”. Finalmente, ya rendido ante la insistencia monoteísta, en 326 el emperador dispuso la destrucción de todas las imágenes de dioses y la confiscación de los bienes de los templos (muchos de los cuales fueron ese mismo año también destruidos). 

Perfil de Claudio II Gótico en una moneda
 
Lo cierto es que, si seguimos al erudito historiador judeo-austríaco en lengua inglesa Walter Ullmann, en su obra Escritos sobre Teoría Política Medieval (Eudeba, Bs.As., 2003), que compila sus artículos más medulosos producidos en Cambridge, y a su par francés, no menos erudito en historia medieval, Georges Duby (El Matrimonio en la Sociedad de la Alta Edad Media, en Obras Selectas, Fondo de Cultura Económica, México, 1999, p. 278 y ss.), el matrimonio fue muy mal visto por el cristianismo primitivo, que es justamente aquél que clandestinamente y no tanto se desenvolvía durante el reinado de Claudio II Gótico. En realidad, tal institución era de raigambre pagana, provenía de las “viejas y venerables costumbres” que el cristianismo, con su vocación revolucionaria, venía a destruir. Su esencia era de naturaleza nítidamente genital, es decir, orientada a la estirpe, y de carácter fáctico, más allá de los diversos rituales y tipos de matrimonio que coexistieron o se fueron sucediendo en el milenio de romanidad. Nos dice Duby que en esos primeros tiempos (que fueron más largos de lo que suele pensarse) “la vertiente ascética… la lleva (a la Iglesia) a condenar el matrimonio, culpable de ser a la vez impureza, turbación del alma, obstáculo a la contemplación, en virtud de argumentos y referencias a las Escrituras que en su mayoría están reunidos ya en el Adversus Jovinianum de San Jerónimo” (p. 283). En fin, la naturaleza termina por imponerse sobre la convicción y el fanatismo de los primeros cristianos (sobre todo, las primeras cristianas, que recién convertidas a la fe que pregonaba el inminente fin del mundo, se negaban a mantener relaciones sexuales con sus maridos), y para moderar las pasiones de la carne, la Iglesia termina por aceptar y regular al matrimonio como un mal menor. Ello ocurre progresivamente, aunque de una forma difusa y demorada. En los primeros tiempos de las invasiones bárbaras, la Iglesia no pudo más que “ignorar” piadosamente las turbulentas pasiones de los reyes guerreros germanos, supongo que más por necesidad de sobrevivir que por indolencia. En medio de esa situación bastante libre, en la cual tallaban tanto las costumbres ancestrales romanas cuanto las germanas, los doctrinarios se limitaban a murmurar letanías condenatorias, que no trascendían el ámbito de los monasterios. La regulación, aunque parezca mentira, recién se impone socialmente para el siglo IX, y alrededor del año 1000 el matrimonio cristiano termina por proliferar en todos los ámbitos de la vida civil europea.
También es cierto que el emperador pagano Claudio II Gótico había prohibido el matrimonio (romano) a sus soldados, entendiendo que la vida militar estaba reñida con las obligaciones familiares, y con el objetivo de regenerar una auténtica casta guerrera, que tuviera esa función como norte y centro de la vida militar. Sin embargo, esa prohibición, como vimos, no entraba en contradicción con los preceptos de la Iglesia primitiva, sino antes bien coincidía con la prescripción de “ascetismo para todos” que el cristianismo imponía, y que pronto se haría moda también entre los paganos, de la mano del neo-platonismo.
Así que la cuestión del martirio de San Valentín se nos pone bastante confusa, si vamos a seguir sosteniendo, por empezar, que este médico romano casaba a los soldados en contravención a la prohibición imperial. En realidad, lo que se nos pone confuso no es el asunto ése del martirio –ya que la consecuencia natural de semejante transgresión probablemente fuera la de morir-, sino el tema de la canonización. O sea, por qué un médico romano que casaba bajo algún rito a jóvenes soldados devino en santo. A eso hay que sumar la circunstancia de que, a partir del Concilio Vaticano II, la Iglesia católica no reconoce a Valentín como santo, simplemente porque pone en duda incluso su existencia histórica.
Probablemente un médico romano haya sido ajusticiado a mediados de febrero de 269 por contravenir una prohibición imperial. También es altamente probable que la Iglesia primitiva, en ese momento en la clandestinidad y en pleno proceso de expansión revolucionaria, haya aprovechado cada muerto del sistema penal romano para proselitismo en beneficio propio.
En fin, no está de más mencionar que el notable emperador que fue Claudio II Gótico durante su breve reinado le valió la divinización apenas muerto (junio de 270), como a su antecesor y tocayo. De modo tal que el Divino Claudio II dispuso como dispuso en vida con la clarividencia de un dios, y ello transforma la muerte del médico Valentín en algo aún más complicado en términos religiosos.          

lunes, 3 de febrero de 2014

Lecturas porteñas

Acabo de leer "La Guitarra Encantada" (1902) de Godofredo Daireaux, que creo que ejemplifica claramente el carácter relativo de la riqueza -similar al de la felicidad-. Sustancialmente, se resume en una pequeña propiedad rural, con algunas más cabezas de ganado para comer bien y vender de vez en cuando, los instrumentos de labranza para trabajar la tierra, ropa decente, vivienda y una guitarra para tañer sus cuerdas por las noches. El resto, si se goza del don de la salud, sobra. Algo parecido atisbó Chesterton en su propuesta del igualitarismo agrario. Él sostenía que la propiedad es función de la libertad, y que los sistemas político-económicos modernos tenían una tenaz inclinación por suprimirla. Para que la propiedad pueda satisfacer los requisitos de la vida digna y sin sobresaltos (autonomía de la familia en su parcela: vivienda, alimentación, vestido, ajuar, salud y libros), la palabra clave -desconocida o abominada por las "economías de la potencia" (Bertrand de Jouvenel), por la lógica del crecimiento constante- es moderación.
También leí "Un terrible experimento" (1908) de Roberto J. Payró. Un científico sale a hacer una prueba de campo para probar el carácter "artificial y efímero" de la honradez (que él sostiene que sólo se mantiene por influencias externas al individuo mismo). Consigue conchabo como mayoral de tranvía, y va al trabajo humildemente vestido y con los bolsillos repletos de monedas. Cuando subió el primer pasajero y le dio una moneda de 20 centavos por un boleto de 10, él le devolvió otra moneda de 20, y el pasajero se hizo el distraído y la guardó. El siguiente pasajero le pagó con el cambio justo, pero él nuevamente le devolvió inadecuadamente, esta vez, una moneda de 10 centavos, y el segundo pasajero también se hizo el sonso y la guardó. Y así sucesivamente, absolutamente todos los pasajeros se aprovecharon de la ocasión para quedarse con el cambio mal habido. También dejó pasar sin boletos a otros tantos pasajeros, y nadie lo llamó. Cuando pasó el inspector, le "mangueó" módicos 50 centavos, conceptuando que los que viajaban gratis respondían a la corruptela personal del mayoral. El colmo lo produjo una señora mayor que, al recibir el cambio desproporcionado e injusto en su provecho, no contenta con los 20 centavos que acababa de "ligar" de chiripa, se consideró de araca, y empezó a vociferar que el mayoral le había dado una moneda falsa, así que éste, para sosegarla, aceptó la moneda falsa que le dio la vieja, y se la cambió por una real. Al cabo de una jornada provechosa (aunque económicamente costosa), el científico había probado empíricamente lo que se propusiera: la honestidad es función de una influencia externa. Y eso, ya en 1908 era evidencia.
 
 

viernes, 31 de enero de 2014

Chestertoniana (2)

Otra vez sobre el onano-progresismo:

"El mundo moderno no es malo; en cierto modo el mundo moderno es demasiado bueno. Está lleno de feroces y malgastadas virtudes. Cuando se perjudica una empresa religiosa (como se perjudicó el Cristianismo con la Reforma) no es solamente a causa de los vicios desencadenados. Los vicios, por cierto se desencadenan y se extienden y causan perjuicios. Pero las virtudes también andan desencadenadas; y las virtudes se extienden más desenfrenadas y causan perjuicios más terribles. El mundo moderno está lleno de viejas virtudes cristianas que se volvieron locas. Enloquecieron las virtudes porque fueron aisladas unas de otras y vagan por el mundo solitarias.

"De ahí que algunos cientistas se preocupan por la verdad; y su verdad es despiadada, y de allí que algunos humanistas se preocupan sólo de la piedad y su piedad (lamento decirlo) frecuentemente es falseada. Por ejemplo: el señor Blatchford ataca al cristianismo porque está loco de una virtud cristiana; la puramente mística y casi irracional virtud de la caridad. Tiene la extraña idea de que facilitará el perdón de los pecados, diciendo que no hay pecados que perdonar. El señor Blatchford es no solamente uno de los primeros cristianos; es el único de los primeros cristianos que realmente mereció ser comido por los leones. Porque en su caso, la acusación pagana es verdadera: su misericordia significa anarquía. En realidad, por ser tan humano, es enemigo de la raza humana". [G.K.C., Ibídem, p. 22]

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Y otra vez sobre el relativismo (¡termina coincidiendo con el concepto de "último hombre"!):

"Ese peligro consiste en que el intelecto humano es libre de autodestruirse. Tal como una generación podría impedir la existencia de la generación siguiente, recluyéndose toda en monasterios o arrojándose al mar; así un núcleo de pensadores puede impedir, hasta cierto punto, los pensamientos subsiguientes, enseñando a la nueva generación que no existe validez en ningún pensamiento humano. Sería cargoso hablar siempre de la alternativa entre la razón y la fe. La razón en sí misma es un objeto de fe. Es un acto de fe afirmar que nuestro pensamiento no tiene relación alguna con la realidad". [pág. 25]. 


 

Contra el relativismo

[Contra el relativismo obsesivo, neurótico, desmesurado y nihilista. Dirás que, con tanto relativizarlo todo, ya se ha negado hasta a sí mismo. Cierto. Sin embargo, qué tremenda agonía debemos padecer en términos prácticos los mortales, envueltos en la trama siniestra de la onano-progresía, su afán de destrucción y su admiración libidinosa por todo lo abyecto, lo retorcido, lo feo y lo dañino.] 


"Los modernos maestros de la ciencia insisten, sobre la necesidad de basar toda investigación, en un hecho. Los antiguos maestros de la religión, se mostraron igualmente entusiastas de esa teoría. Empezaron basándose en el hecho del pecado; un hecho tan evidente como las papas. Fuera posible o no fuera posible que el hombre se purificara con ciertas aguas milagrosas, no cabe duda de que necesitaba purificación. Pero algunos caudillos religiosos de Londres, relativamente materialistas, comenzaron en nuestros días a negar, no la discutible milagrosidad del agua, sino a negar la indiscutible existencia de la mancha".

"Si es cierto (como evidentemente lo es) que un hombre puede hallar exquisito placer desollando un gato, el filósofo religioso puede llegar a una de dos conclusiones. Debe, o negar la existencia de Dios, que es lo que hacen los ateos; o bien negar la inalterable unión entre Dios y el hombre, que es lo que hacen los cristianos. Parece que los nuevos teólogos piensan llegar a una solución altamente racionalista negando el gato...".

Gilbert. K. Chesterton, Ortodoxia, Editorial Porrúa, México, 2007 (1ª Ed.: 1908), p. 8.   


Esta gatita se llama Venus, y es real.
  

jueves, 8 de agosto de 2013

Curiosamente




"El Papado tendrá nuevas normas. Lo malo de ayer dejará de serlo. La misa será protestante, sin serlo. Los protestantes serán católicos sin serlo. El Papa se alejará del Vaticano en viajes y llegará a América, en tanto la humanidad caerá".
Benjamín Solari Parravicini (que también es argentino), profecía de 1938 


Es curioso que la mayor parte (y la más bullanguera) de quienes propugnan por una “apertura” progresista de la Iglesia sean asimismo personas completamente alejadas de la religión católica. Bien profesantes de otros cultos, bien ateos. Siempre pendientes de novedades concernientes antes al plano político-material de la vida terrena, que al plano sacerdotal-espiritual que debería regular y orientar la vida de la institución eclesiástica.
Decimos que es curioso, porque siglos ha insumido al pensamiento moderno consagrar la separación definitiva de la Iglesia respecto de los asuntos del mundo. Desde la reserva interior que aceptaba Spinoza para el súbdito (innovando así respecto de Hobbes, que esperaba de éste la adhesión integral de cuerpo y alma), a la progresiva independencia de las monarquías respecto del papado (llegando a los extremos de las iglesias nacionales, de las que la anglicana es el ejemplo paradigmático), a la libertad de culto y la creación de instituciones civiles laicas en los Estados nacionales, a la directa indiferencia del poder político respecto de todos los cultos, e incluso, a la prohibición de cualquier alusión religiosa en los asuntos públicos de que hacen gala los más recientes avances (eliminación de crucifijos y de cruces de banderas, juzgados, edificios educativos, de la invocación de Dios como fórmula documental, etc.).
Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Con ese axioma táctico la Iglesia avanzó en la antigua Roma, para obtener primero la tolerancia hacia la desobediencia de los fieles respecto de cualquier exigencia de juramento a la autoridad política, luego la propia consagración como autoridad religiosa oficial con Constantino, y un siglo después, con la prohibición de los cultos paganos y su persecución con Teodosio. Con la debacle e implosión final del Imperio Romano de Occidente, la Iglesia ocupó el pináculo de la auctóritas, pasó a ser fuente y fundamento del poder terrenal. El emperador del Sacro Imperio Romano Germánico había de ser consagrado y entronizado por la autoridad católica para gozar de legitimidad, cuestión que luego se prolongó a las monarquías que cobraban progresivo vigor como fuerzas de unificación nacional: París bien vale una misa, dijo con pragmatismo el austero protestante Enrique de Navarra, al convertirse al catolicismo para acceder a la corona de Francia.


En fin, luego las guerras de religión, e incluso la contrarreforma, adunarán el concepto de separación de Iglesia y Estado, y la progresiva detracción de la Iglesia de los asuntos públicos, como también en Occidente, la decisión del Estado de apartarse absolutamente de la esfera de actuación clerical (concordato de 1966, reconocimiento de la educación libre, o sea religiosa, luego del intento secular de publicizarla en la mayor medida, etc.).
El poder político y la sociedad civil (en tanto sujeto político) se encontraban entonces ya libres y emancipados de la tutela eclesiástica. La Iglesia debía renunciar a su influencia terrena para centrarse en su misión espiritual, que en todo caso, redundaría mediatamente en regulación social de las conductas, estableciendo valores y reglas extra-jurídicas para sus fieles.
Esos valores y reglas, primeramente, fueron aceptados por el poder terrenal como idónea guía ética (en tanto guía del comportamiento ordenado) para la regulación social: recordemos que el peronismo, la principal fuerza política de la historia argentina moderna, reivindica sus raíces humanistas cristianas, y lo mismo hace la mayor parte del antiperonismo, que ha atacado a aquél con un fervor "cruzado" en 1955, si bien entonces hubo asimismo englobado a amplios sectores de ateísmo militante.
En cambio el progresismo, que como el liberalismo en los ’90 ocupa en exclusividad desde el año 2000 el panorama ideológico argentino (tanto en lo relativo a los consensos como en cuanto a los temas de agenda, las cuestiones que a todo el arco político le resultan relevantes), no hesita en proclamarse contrario a esos valores y reglas. En tanto superador (la visión progresista de la historia supone la superioridad moral de lo posterior en el tiempo, la idea de que la humanidad se encamina mecánicamente, por el mero giro de las manecillas del reloj, hacia una mayor madurez, sabiduría, bondad, unidad y capacidad para solucionar problemas) es negador. En tanto relativista, es enemigo de cualquier esquema normativo, sea éste jurídico, sea religioso. Por más que resulte polémico (frente a la utopía progresista que aspira a la supresión del conflicto y a la composición irenista de un tranquilo estanque social de aguas quietas como el aceite, donde la indiferenciación sustituya las discordias nacidas del individualismo o las corporaciones), hay que decirlo: cuando se suprimen las reglas de exclusión, las reglas que condicionan y delimitan las fronteras de las instituciones, éstas desaparecen.
Con la desaparición de las reglas desaparecen las instituciones. De nada sirve postular que “familia” como unidad celular es tanto un grupo constituido por padre-madre-hijos como un grupo constituido por amigos-compañeros de trabajo-un sobrino-el vecino de enfrente. Los márgenes se difuminan, la particularidad diferenciante de la institución se diluye en el estanque. Esta evidencia no obedece a ninguna moralina apriorística. No estamos en contra de que se considere familia, por ejemplo, a todo el grupo de personas que habita bajo un mismo techo, aunque ello habrá de deparar nuevas polémicas. La familia es una construcción social. En las sociedades matriarcales todos los hijos son de todas las mujeres, que viven aisladas de los hombres y los crían hasta cierta edad, en que los varones pasan a vivir en los colegios masculinos. En esas sociedades, la familia es el conjunto de las mujeres, mientras que los colegios masculinos (generalmente, constituidos bajo la invocación totémica de alguna divinidad) son otras instituciones separadas, dedicadas a la caza y a la guerra y al culto particular. Precisamente la Iglesia ha tomado prestados conceptos organizacionales semejantes a los de los colegios masculinos, y también lo han hecho las órdenes monásticas budistas por ejemplo. 


Bertrand Russell estimaba (Matrimonio y Moral, 1929) que en un futuro el Estado suplantaría la figura del padre (como educador, proveedor, preceptor, inspirador e ideólogo) y Aldous Huxley fue aún más lejos en Un mundo feliz (1932), al predecir la desaparición definitiva de la familia a través del monopolio del Estado en la reproducción mediante manipulación extrauterina y la prohibición absoluta de la monogamia: un mundo de individuos que viven una vida despreocupada, matizada de frecuentes relaciones fugaces.
Si la familia es una construcción social, es entonces artificial, y si es artificial, entonces puede ser suprimida. Dentro de ese razonamiento de índole progresista, que parte siempre desde la relativización genealógica de raigambre nietzscheana, pero empleada con propósitos de mera demolición, toda institución es, en cuanto elemento diferenciante, una engorrosa herencia vestigial, que la progresiva iluminación de la razón en el hombre habrá de suprimir.
Hay en ello una drástica diferencia, tanto con el pensamiento tradicional, cuanto con el superhumanismo nietzscheano que detectó su agonía. En ambos órdenes, la institución, como toda creación humana –de por sí, dificultosa, ardua y prolongada por muchas generaciones- era valorada como un tesoro. Un tesoro a preservar en el caso de la tradición; un tesoro que cimentara una evolución, que motivara su perfeccionamiento, en el caso de Nietzsche (quien se tomó el trabajo en Genealogía de la Moral -1887- de recordarle al mundo lo penoso y hasta tortuoso que fue el proceso de domesticación del hombre, para lograr de él una conducta civilizada que hoy puede parecer espontánea, pero que siempre corre el riesgo de perderse: “mata el miedo que guarda el animal, limpia el cuerpo pues dentro de él estás”. [Víd. este artículo]
La artificialidad de las instituciones en cuanto construcciones sociales, debe entonces servir para tomar consciencia de su fragilidad, de la necesidad de preservarlas, antes que para justificar su eliminación. El corrimiento progresivo de la frontera de denotación (qué cosas entran dentro del concepto y cuáles permanecen –todavía- afuera), que va de la mano de la flexibilización en la regulación de las instituciones, es un evidente sistema de dilución de la particularidad en el estanque de la indiferenciación, y por tanto, un mecanismo “poco traumático” de eliminación. La familia es una institución arcaica, vetusta, el último bastión corporativo (el término es usado, como siempre en nosotros, con su acepción clásica o durkheiminiana, es decir, como cuerpo social intermedio -víd. acá-) a ser derribado para dejar desnudo al individuo.
Pero, para preocupación de este esquema tan plano, debemos decir que el individuo también es una construcción social, y entonces también puede ser suprimido. Un individuo formado a partir de la familia como transmisora primaria de valores, y contenido por otras instituciones también axiomáticas, guarda una particularidad que choca contra la pretensión homogeneizadora y minimalista de la modernidad progresista (que pretende la suave superficialidad del homo consumens: ¿la vida despreocupada del “mundo feliz”?). Pero la desindividuación paradójica que esconde la eliminación de las instituciones, ¿acaso no deja nuevamente al descubierto esa animalidad descarnada, o sea, no deshumaniza

                                                                                               Imagen de Banksy, artista callejero británico.
 
Tenemos por un lado al marginal delincuente, generado a los ponchazos, al margen de cualquier atisbo de institución familiar (a lo sumo, la difusa figura monoparental de una madre casi ausente, que colecciona hijos de distinta procedencia y que no tiene la capacidad para criarlos), que se define casi excluyentemente en cuanto consumidor, viviendo el día a día "jugado", sin la mínima capacidad de ahorro ni de previsión, y que carece en absoluto de empatía porque desconoce las bases formativas del amor humano (también artificial). Por eso golpea a los viejos, por eso dispara al vientre de las embarazadas, por eso mata al padre delante de sus hijos.
Por el otro lado, al hedonista centrado en su progreso material, en la disponibilidad de íconos de consumo, electrónica de última generación, autos rimbombantes, viajes exóticos, mujeres de exhibición, esclavizado por el apego material que determina que hasta los hijos sean una adquisición caprichosa, y casi siempre, avergonzado y distante de su familia de origen.
Lo postula Norman O. Brown en El cuerpo del amor (1966): para lograr la universalización total, el paso definitivo hacia la indiferenciación y el igualitarismo, hay que eliminar tanto al individuo cuanto a la fraternidad (que es el concepto a través del cual él abarca tanto a las instituciones como a las corporaciones y también a las naciones, etnias y otras formas de agrupación opuestas al universalismo). Para eliminar al individuo no hace falta más que despojarlo de todo su “ornamento superestructural” (evidente y expresa inspiración marxista en su pensamiento): alma, espíritu, mente individual, personalidad. Despojarlo de todos esos elementos diferenciantes para desnudar su naturaleza animal. Como animales los hombres desindividuados formarían espontáneamente un ser superior, la Humanidad, como las abejas forman la colmena o las hormigas el hormiguero. Ese libro influyó definitivamente en el movimiento hippie. Aunque a título anecdótico, debemos consignar que, previamente a su carrera universitaria en casas de estudio de poco renombre (Róchester y Santa Cruz), Brown perteneció a la Oficina de Servicios Estratégicos (OSS), antecesora de la CIA. No consta que haya ocurrido en algún momento su desvinculación de la compañía.  
Es curioso entonces también cómo el progresismo, que confía tanto en la capacidad del hombre de auto-iluminarse y alcanzar la perfección y la armonía en una sociedad sin conflictos y sin diferencias, desprecie en tanto artificial, a toda creación humana, y tan sólo valore los fundamentos “naturales”. Toda creación humana, por ese mismo hecho de haber sido creada por el hombre, puede ser eliminada por el hombre. Hemos visto que, si puede ser eliminada, para el progresismo debe ser eliminada para dar paso a lo nuevo, en una suerte de renovación constante, similar al fenómeno tecnológico. Ampliando los límites hasta que los límites abarquen el todo, y entonces el fenómeno particular desaparezca.
Es decir, lo artificial señala la particularidad, diferencia, discrimina, separa las aguas, clasifica… conspira contra la igualdad natural (un principio apriorístico común a todo el pensamiento moderno). Destruyendo entonces todo lo humano, descarnando el muñeco de Dios hasta el tuétano, se llega al paraíso humano. Tiene su lógica: a todo paraíso se accede después de la muerte.
Todos los argumentos que sostienen la ampliación/dilución de los límites respecto de cualquier particularidad diferenciante se sostienen en la autoridad de la Naturaleza. Curiosamente, la autoridad de la Naturaleza (como creación de Dios) fue invocada tantas veces por la Iglesia como fundamento de sus regulaciones civiles. Pasando la Naturaleza de ser creación de Dios a ser creación de la Ciencia, es comprensible que la Ciencia entonces señale o respalde el nuevo paradigma anti-normativo. Pero el problema está, como siempre, en la cuestión ontológica: si el hombre es hijo de la Naturaleza o es su padre. Como hijo de Dios, vendría a ser lo primero, y entonces en todo caso el teólogo sería el naturalista. Pero como padre de la Ciencia, en cambio sería lo segundo. Y en ese segundo caso, solamente un solipsismo cartesiano puede fundar el criterio de Verdad en el sujeto, y ya no hay objeto.
Es el mismo solipsismo característico de la modernidad que funda la utopía de la supresión absoluta y definitiva de las diferencias, de la dilución total en el estanque, en criterios que por subjetivos son artificiales.
Destruir las diferencias por haber detectado en ellas su germen artificial, para conseguir la igualdad en la indiferenciación que procede de un deseo, de un concepto, de una visión, que por tanto es artificial, nos devuelve, en su paradoja, a la sensatez.
Ocurre que mentar a la Naturaleza como fundamento de Verdad es una falacia. Nada hay en el hombre de natural. Todo en él es creación. Si su cuerpo no ha sido por él creado, sí lo ha sido la consciencia y reflexión sobre su cuerpo. El límite de la percepción humana está en la percepción humana. El hombre sólo puede comprender al mundo como hombre y en tanto hombre. Todo lo demás lo excede y lo niega. El mundo entonces, en tanto construcción humana, es artificial. ¿Destruirá entonces el hombre al mundo? En pos del logro de la igualdad absoluta a través de la indiferenciación, eso es posible, si no es ya un proceso en marcha.
Pero volvamos a nuestro tema del principio: el desvelo de aquellos que no son católicos, o que son sólo nominalmente católicos y son progresistas (ésos que no creen ya en ningún dogma, ni obedecen ningún precepto, ni pisan jamás una iglesia, pero que de vez en cuando se persignan, o dicen que “creen en Dios” como un concepto genérico y difuso) es el proceso de apertura de la Iglesia. Cruzan los dedos ante cada posibilidad de un anuncio, ponderan la posibilidad de un cambio, extractan (¿descontextualizan?) cualquier referencia que pueda esperanzarlos… Nos preguntamos acerca del sentido final de esa nerviosa expectativa. ¿Se convertirán en católicos quienes no lo eran y volverán a la Iglesia los que alguna vez lo fueron si la Iglesia difumina (aún más) los límites entre lo que admite y lo que no admite en su seno, hasta hacerlos desaparecer? Y en tal caso, ¿qué diferencia habría entre ser católico y no serlo?
El Concilio Vaticano II (1962-65) avanzó decididamente en ese esquema de apertura. Felipe Pigna, en el último número de Viva, elogia entusiasta a Juan XXIII como “el mejor Papa” que ha tenido la Iglesia. Ya hemos dicho (aquí y aquí), empero, que las opiniones de ese autor son casi una pauta exegética infalible… por opción contraria. Pigna, que evidentemente no es católico, llega a esa calificación por la decisión y convocatoria a ese concilio ecuménico, que él considera (y no está solo en esa apreciación) antecedente del movimiento tercermundista que afectó a Latinoamérica poco después. Lo que nadie dice, pero todos ven, es que muy pocos habrán retornado a la Iglesia por esa apertura sesentista, pero una evidente estadística señala que más bien la Iglesia no ha dejado desde entonces de perder fieles.
En Europa los templos católicos son casi exclusivamente monumentos y museos sostenidos con fines turísticos, mientras una religión fuerte y dogmática como el Islam gana camino a pasos agigantados recabando crecientes adhesiones, ya no sólo de los inmigrantes magrebíes o árabes, sino de los propios europeos de muchas generaciones. Nos enteramos hace poco de la furia que acometió a Frank Ribéry (rubio descendiente de galos o de francos) cuando en un festejo del Bayern Múnich lo bañaron en cerveza. Recién pudieron calmarlo cuando le aseguraron (¿le mintieron?) que la cerveza del festejo no tenía alcohol. Es que Bilal Yusuf Mohammed se convirtió en 2009 a la religión que ya es la mayoritaria en Francia (país en donde hay más mezquitas que en Marruecos y Túnez juntos, incluyendo la que el Estado francés ha ayudado financieramente a construir en Poitiers, la ciudad en que Carlos Martel frenó en 732 la conquista de Europa por el Islam). 

 
 
Y el Islam gana adeptos de forma irreversible, con una velocidad arrolladora, ocupando una creciente proporción en toda Europa y también en los EE.UU. (donde se ha duplicado la cantidad de mezquitas en los 12 años que pasaron desde el 11-S), con sus preceptos rígidos y estrechos como un corsé, con su liturgia en árabe desde Al-Adhan, con sus prohibiciones absolutas, la exigencia de renunciamientos, de reclusiones (en el hogar o dentro de los vestidos desde la coronilla a la punta de los pies), de ascetismo, de la renuncia a las tentaciones materiales del mundo… su censura al hedonismo y su intolerancia para con los desvíos.
Mientras tanto, la Iglesia, con su complaciente apertura, obedeciendo a una presión obstinada y casi exclusivamente concentrada sobre ella, se ha transformado en una ONG más de buenos propósitos humanitarios. La apertura ha acercado la Iglesia a su entorno local (a través del empleo exclusivo del idioma local, y la adopción de música popular ligera en la liturgia, palmas arriba, moviendo las caderas, las actividades colectivas, los fogones, etc.) y a su entorno social (el trabajo de caridad, los voluntariados en villas y hogares de necesitados, etc.), pero la ha hecho víctima del proceso general de desacralización del mundo que experimenta Occidente. 
Reflexionábamos días atrás, a propósito de este artículo acerca de la necesidad de recuperar el misterio como factor movilizador. El misterio que se ha perdido con las órdenes iniciáticas, pero que increíblemente se sostiene en algunos mitos populares, retoños insospechados de un árbol de paganismo que se creía seco.