Por qué la cultura popular, con su sabiduría práctica, nos dice a cada rato: "Callate, no lo nombres", o "ni se te ocurra decirlo", o "no lo digas ni en joda"; o, cuando el suceso ya aconteció, se habla de que "lo quemé" o "lo quemaste", o "lo lechuceaste", etc.
Cuántas veces uno habla con algún interlocutor habitual u ocasional de una tercera persona a la que hacía años no nombraba ni estaba siquiera al tanto de su existencia, y a las horas, o al día siguiente, suena el teléfono y de esa persona se trata, o aparece algo relacionado en las noticias, o alguien en alguna reunión inocentemente hace un comentario vinculado a ella.
En fin, voy a referir dos de esas relaciones ("coincidencias") que me sucedieron hoy. Porque no puedo dejarlas pasar otra vez, sin compartirlas:
1- El lunes me vino a la cabeza imprevistamente, mientras miraba televisión y trataba de no pensar en nada, el término "Arcadia". Pensé entonces en su denotación, como un lugar ideal, de paz, felicidad y armonía, una Utopía, tal como ha sido considerada por los poetas románticos.
Pero también se me ocurrió pensar en la raíz griega arkaios, que quiere decir "viejo", "antiguo" (de allí viene el vocablo "arqueología", por ejemplo). De hecho, Arcadia era una provincia de la Grecia clásica, con lo que probablemente significase "la antigua". Los poetas románticos, y también algunos renacentistas, ponen en esa idea una carga de nostalgia por el paraíso perdido, la sostienen como un camino diverso de la civilización, el producto de un decurso natural y espontáneo, ajeno a la voluntad del hombre (y agrego yo: por ello, no humana).
Bueno, lo cierto es que el lunes empecé a pensar en el término "Arcadia", sin ningún motivo, y sin que ningún devaneo previo, lineal, circular o caracolesco, me llevara hacia allí. Simplemente surgió de golpe en mi cabeza.
Hoy salí hacia mi trabajo con tiempo de sobra y con cambio de dinero en falta, con lo que decidí afrontar el recorrido caminando, por más que 6 km distancian mi casa de mi oficina. Los días otoñales, pero otoñales en serio, frescos a la sombra y soleados, son los más propicios para mí. A unas 20 cuadras de mi origen, me encontré con una librería de usados que años atrás frecuentaba, y que por esas cosas, había olvidado. Entré, miré por un rato los estantes de Filosofía, Antropología e Historia, y di, al cabo de unos 15 minutos, con un libro de Bertrand de Jouvenel llamado... Arcadia, que es una colección de ensayos de Economía Política editada por Monte Ávila en Caracas en 1969.
En la página 219 está el ensayo titulado "Introducción al problema de la Arcadia", que se inicia con este párrafo:
El poder del hombre es grande y la tierra pequeña; eso es lo que tenemos que decirnos hoy en día. Y yo admito que se diga, con el orgullo del advenedizo, que, partiendo hace menos de cien siglos de una condición miserable, ha podido elevarse a la posesión de tan bella conquista; pero yo desearía que se dijese también, con otro tono, maravillado, grave y tierno: que esta dulce presa que se nos ha entregado, toca a nuestro corazón y compromete nuestra respondabilidad, debe ser tratada como un jardín cerrado, delicioso y frágil, con solicitud, como es necesario para que la pianta uomo alcance ahí todo su brillo.

2- Hablaba ayer a la tardecita con una persona acerca del problema de la injuria, arma artera y miserable que ha colmado nuestro espacio político, y hasta cualquier ámbito de convivencia (que usualmente, también es de competencia) humana. ¿Qué debe hacer un injuriado, un calumniado, frente al atroz crimen de que ha sido víctima? Las modernas estrategias comunicacionales conducen al silencio, a apostar a que todo se aplaque y todo se olvide. En las sociedades de la excitación fugaz, de la novedad, la gente tiende a olvidar las cosas con tremenda prontitud. Es una ventaja de la aldea global, frente a las aldeas reales (en las cuales, por cierto, ese tipo de atentados contra el honor eran muy infrecuentes, pues el proferidor se arriesgaba a una pronta y efectiva condena, o a vérselas con el indignado objeto de sus maledicencias, florete o pistola de por medio).
El derecho penal provee de una tenue (casi utópica, o arcádica) herramienta de justicia, a través de la tipificación de un delito que no sólo es dependiente de instancia privada (como los delitos sexuales, que dependen de la denuncia de la víctima), sino que es directamente de acción privada: la víctima debe incoarlo y proseguirlo, sin contar con ayuda alguna del Estado a través de sus fiscales.
Empero, en la instancia propiamente judicial, la valoración acerca de la ofensa dependerá exclusivamente de la subjetividad del juez, al que puede, por ejemplo, parecerle poca cosa, o cosa no ofensiva, que se diga que uno es tal o cual cosa, o que piensa de tal o cual modo, o que le gustan o no le gustan determinadas cosas o personas, por más que se encuentre acreditado que todo ello es una mentira.
Con las calumnias el asunto se pone aún más difícil. La víctima no sólo debe encarar por sus propios medios todas las instancias del proceso, sino que encima debe probar, sin lugar a duda razonable, su absoluta inocencia respecto del crimen que temerariamente se le ha atribuido.
El lector comprenderá rápidamente lo diabólico de ese esfuerzo reclamado para limpiar el buen nombre y honor. Además de invertirse la carga de la prueba: quien denuncia es quien debe probar; y aquí el denunciante es el calumniador, que se quedará de brazos cruzados viendo cómo el calumniado se esfuerza por desmentir la especie que le han endilgado.
En efecto, ¿cómo puede probarse que nunca ocurrió algo que efectivamente no tuvo lugar jamás? Por ejemplo, si A acusa a B de drogarse todas las mañanas durante los últimos 2 años, B no podrá condenar a A por calumnias solamente con probar que ahora no lo hace... En tal caso, B sólo agradecerá al Cielo su buena fortuna si A lo hubiera calumniado con el consumo de cocaína, pues éste puede acreditarse mediante la famosa (y por algo tan vigente) rinoscopía. Sin embargo, aun así, si B se hace la rinoscopía, y resulta que aparecen lesiones nasales que prueban que alguna vez consumió cocaína, hace 10 ó 15 años atrás, igualmente la calumnia terminará impune, por más que resulte una total mentira que B haya consumido ese narcótico en los últimos 2 años.
¿Y si A acusa a B de haber vendido drogas? ¿Cómo puede B desenvolverse en un proceso de este tipo? ¿Aportando testigos que digan que nunca lo vieron vender? A todas luces, todo ello es insuficiente.
Entonces, la calumnia y la injuria, así amparadas por nuestro ordenamiento, dan lugar a un nuevo sistema de criminalización social, de estigmatización: alguien con llegada a los medios, con la posibilidad de espetar calificativos ante un micrófono, o teniendo un tabloide que recoja falsedades atenuándolas con el uso del verbo en potencial, puede causar daños irreparables en la valía y en el honor de enemigos personales, profesionales o políticos.
Y si cuenta con un poco de estructura, por ejemplo, con el apoyo de uno de esos partidos políticos que son un sello de goma y una veintena de agitadores, el calumniador saldrá absolutamente impune en virtud de la "duda" que lo ampara, tras volcar en el estrado media docena de falsos testimonios que, aunque absolutamente enervados por la contraparte, den lugar a que el juez sostenga que todos pudieron estar razonablemente equivocados acerca de la culpabilidad de B... Sobre todo, si la veintena de agitadores, al grito de "asesino", "torturador", "violador", "ladrón" o lo que sea, presionan al juez para que se acurruque en su sillón demasiado grande... Porque la calumnia, encima de todo, sólo se configura como delito cuando es dolosa, o sea, cuando a sabiendas de que B no delinquió, se lo acusa. Pero si el calumniador pensaba equivocadamente que B había delinquido, todo bien y a su casa, absuelto.
Hoy, 12 horas después de mi conversación recién resumida, al hacer la Claringrilla (compro Clarín a veces por el Atlas de la Argentina, que por suerte ya está en sus últimos tomos), me encuentro con la siguiente frase de Mateo Alemán:
El mejor remedio en las injurias es despreciarlas.
Es claro, Mateo Alemán, conocido sobre todo por la novela picaresca Guzmán de Alfarache, nació en Sevilla en 1547 y murió en México en 1615. Su reflexión acerca de las injurias, en su contexto temporal, habla de un ejercicio de magnificencia, de altura ante las bajezas de los demás. Pero ciertamente, ayudado por la ausencia de Internet, de los periódicos, la TV, la radio y los celulares.

Todos vivimos en asechanza los unos de los otros, como el gato para el ratón y la araña para la culebra.