Complemento del post anterior.
Alguien me ha sugerido la necesidad de complementar y profundizar la línea esbozada en el post anterior. Vamos a ver si esta vez tenemos suerte. Juega de nuestra parte la inminencia del fin de semana, que permite un mayor detenimiento en la lectura. Y nos obliga sobre todo la proximidad, a dos semanas y monedas, del Día del Trabajo. Mucho se dirá al respecto, mucho se moverá con diversos propósitos con ocasión de esa fecha. Ésta es nuestra perturbadora contribución.

Hoy estuve de excursión laboral por una localidad del segundo cordón del Conurbano. Parece mentira cómo todos los centros de esas localidades se parecen tanto, con la calle comercial, angosta y saturada de vehículos circulando a paso de hombre y de vehículos estacionados paragolpe con paragolpe contra ambas aceras. Esas veredas cubiertas por un movimiento constante de hormigas, entorpecido por las columnas de los toldos y por algunos puestos ambulantes montados sobre caballetes, ofreciendo relojes Rolez y anteojos Raiband. Sobre el cielo se recortan, como un mosaico de Mondrian, los carteles que contienen pomposas marcas, franquicias de cadenas de electrodomésticos o marcas ignotas –seguramente, locales- pero con apariencia, tanto fonética como estilística, con pomposas marcas. De esos centros comerciales de frenética actividad las estaciones ferroviarias siempre están cerca. Antes de meterse en el pasaje subterráneo que pasa la vía para el otro lado, una inmensa batea con cientos de títulos en DVD, la música al mango de un extraño aunque se ve que difundido reguetón-cumbia-hip-hop, unos muñecos inflables espantosamente chillones y algo deformados de Backyardigans y héroes de dibujito japoneses. Al lado del vendedor, hablando un poco a los gritos por el estruendo musical, un policía presencia la oferta de productos truchos, y ambos hombres se acompañan para sobrellevar la monotonía de la rutina.
Cada lugar y cada momento se combinan de formas diversas para componer un cuadro que cambia con las horas y con las personas. Hay paisajes de tango, hay paisajes de blues, hay paisajes de bolero, hay paisajes de milonga surera… En este lugar y a la mañana, acercándonos al mediodía, el paisaje era de reguetón-cumbia-hip-hop, con teclados electrónicas y voces distorsionadas hacia los agudos, con otras distorsiones provenientes de parlantes saturados… bien podría ser un paisaje de música de calesita.
En fin, no voy a detenerme en una descripción que supongo bien conocida por la leal concurrencia. Simplemente apuntaré un detalle que, en un paisaje ya conocido, y ciertamente invariable en la variación de colores y de modas, una suerte de coral que siempre es el mismo y siempre es diferente, ha llamado mi atención. No porque no pueda explicarlo, sino más bien por lo contrario. No porque en sí mismo genere sorpresa, sino porque genera desasosiego. En medio de esa calle comercial tan típica, está situada una sucursal del Banco Nación, también más o menos típica. Lo que llama la atención es la cola escalofriantemente multitudinaria que sale de la entidad bancaria y se prolonga, ocupando todo el ancho de la vereda, 50 metros hacia la esquina, y luego cien metros más dando la vuelta por la calle lateral, hasta perderse por la otra esquina. Una cola que es la misma en su densidad y longitud a las 11 de la mañana, a las 12 del mediodía, a la 1 de la tarde… Una cola que es la misma, y sin embargo, siempre es diferente, como el río heraclíteo, porque la clientela se renueva, y el ritmo de atención evidencia incluso alguna celeridad. En esa cola conviven transitoriamente algunas personas mayores, otras ancianas (que son empero el grupo etario minoritario), mucha gente de mediana edad, muchos jóvenes. Los jóvenes, todos con gorrita blanca y pantalones de gimnasia abuchonados, charlan animadamente con las jóvenes, de pantalón de jean ajustado, cinturón de tachas y chaleco o campera corta, estilo “inflado”, de color blanco también. Si uno no supiera de qué se trata, y viniera evolucionando por las terrazas y las nubes en una máquina del tiempo hasta aterrizar en el medio de la calle comercial, diría que se trata de las “blancas palomitas” de Jacinta Pichimahuida, aggiornadas al siglo XXI. Muchas madres, pocos chicos, lo que resulta razonable después de todo, ya que la espera nunca es grata, ni siquiera para entrar al cine. También algunos cuantos señores de treinta-cuarenta y pico. Los hay incluso de saco y corbata, de trajes algo vetustos y mucho más baqueteados, con preponderancia de los tonos marrones. Y de las camisas amarillas. Seguramente gestores…
Es 15 de abril, o sea, la mitad exacta del mes. Para alguien cuya única relación con el Estado es la impositiva, es decir, que pone pero no accede a ningún beneficio de esas arcas, la fecha resulta un día como cualquier otro. Viernes, encima. Tentación de rajarse temprano y comenzar el fin de semana medio día antes, como hacen los europeos. Sin embargo, oculta un significado especial para un conglomerado importantísimo de personas en esa y en tantísimas otras localidades del conurbano. Alguien no lo sabe, pero cae de maduro, es fácil de inferir hasta para un distraído. Alguien invirtió dos horas y media de su mañana para llegarse hasta allí e invertirá otras dos horas y media de su tarde para volverse, luego de haber acometido algunas diligencias impuestas por su trabajo. Ciertamente, para alguien el programa no resultaba grato, ni siquiera cuando se comprometió, una semana atrás (pensando que el haber demorado 7 días la travesía era algo parecido a haber eludido el compromiso… una ilusión tan frecuente y leve como la vida misma). Sobre todo porque alguien, al perderse 5 horas in transitu, se perdía también 5 horas de trabajo. Y, créanme, alguien está lejos de ser un workoholic (al menos, en estos días).
Pero esas 5 horas de trabajo efectivo aportarían sustentabilidad al fin de semana de alguien, como para otros (como alguien ahora comprobaba) esa sustentabilidad la aporta exactamente la actitud contraria: la de perderse las horas de la mañana, y tal vez algunas horas de la tarde, en una cola que reportará a esos otros los mismos beneficios que las horas de trabajo efectivo hubiera aportado a alguien.
En fin, parece complicado, pero es bien sencillo. Lo que a alguien le despierta curiosidad, por su anticuada formación familiar, y hasta educativa, es que ese modelo funcione (y ahora comienza a entenderse el post anterior, espero). Que perder el tiempo funcione, reporte alguna utilidad. Y repito –y también remito al post anterior- que cuando hablo de perder el tiempo no hablo del ocio, al que yo atribuyo innumerables y valiosísimas cualidades. Hablo del no-ocio, y del no-trabajo. De ese limbo de negatividad y de negación que se compone tan sólo de perder el tiempo; o sea, del derroche absurdo del bien más preciado que se le otorga a una criatura mortal al nacer. El único bien auténticamente escaso, irrecuperable, que se pierde desde que se recibe, y que uno debe administrar con sapiencia y responsabilidad, si quiere, simplemente, que la aventura de vivir (esa aventura tan prestigiada por la sensiblería pero tan despreciada por la moderna cosmovisión), al final, haya valido la pena.
Para que perder el tiempo depare alguna utilidad (¡quién no habrá soñado desde chico con que le pagarían por hacer una cola en el banco! La utopía se ha cumplido, y ya sabemos quién va a beneficiarse de su propaganda), alguien debe pagar la fiesta. Es decir, sabemos que la paga el Estado, que lo hace mayormente desde los recursos que la ANSeS “administra” para los jubilados de hoy y de mañana. Pero también sabemos que el Estado no produce nada, salvo déficits y gastos. Y cuando se pone a producir, mejor agarrarse la cabeza, como en el caso del Correo, que pierde centenares de millones de pesos al año mientras la escasa correspondencia que sigue circulando por sus carriles llega siempre abierta y depredada (un poco más de socialismo real para nostálgicos). O como en el caso de Aerolíneas, que le sale a cada argentino que eventualmente usa su servicio alguna vez en toda su vida al menos un millar de pesos al año.
No voy a caer en la perorata del contribuyente, aunque mucha justicia tendría que enfoque la cuestión desde ese lado, sobre todo, no porque el contribuyente pague mucho, sino porque paga siempre de más. No sólo paga fortunas por todo lo que consume, por la aplicación de los impuestos indirectos de naturaleza regresiva (por si no se entiende: anti-redistributivos… no se deje engañar, señora), antipolítica que se beneficia de la inflación. Sino porque paga educación que luego debe procurarse en establecimientos privados porque los públicos están en las más patéticas condiciones de abandono (antes espiritual y académico que edilicio).
Y paga salud que luego debe recobrar a través de sistemas de medicina prepaga, también privados. Y paga transporte público, al que no sólo no puede subirse, sino que justifica que adicionalmente le apliquen “medidas disuasorias” a la movilidad privada, restándole espacio para la circulación, aumentándole los impuestos al combustible, los costos de estacionamiento, las patentes, los seguros.
Y paga deporte que luego tiene que ver con pésima calidad de dirección y precarias coberturas, con patéticos relatores y peores comentaristas baja-línea política, mientras lo saturan con martilleante propaganda estalinista del estilo de 1984 (al libro de Orwell, me refiero), debiendo a cambio privarse de ir a la cancha y llevar a sus pibes como hacía su viejo con él mismo y que fuera la experiencia que evoca cada vez que desempolva del último cajón la camiseta que ya no puede ponerse, si es que valora mínimamente su integridad física. Y de tal forma, no yendo ya a la cancha, y cortando también la cuota social por un espectáculo que ya no disfruta, tampoco contribuye con las arcas del club, que debe depender cada vez más del trajinar mendicante en los pasillos de la política.
Y paga seguridad de la que mejor ni hablar, mientras blinda puertas, enreja ventanas, pone alarmas, paga una garita de vigilancia en la cuadra, cambia el auto por algún cascajo modelo noventa y pico para no llamar la atención…
No voy entonces a caer en la tentación de hablar del contribuyente medio, que es el argentino medio, el que yuga todos los días y se lamenta cuando pierde 5 horas de trabajo que son 5 horas de efectivo, pero se lamenta más cuando los precios dispersos de los supermercados crean una sensación realmente apremiante en su billetera.
Voy a hablar más macro, desde un horizonte sistémico. De dónde viene la plata, el excedente que permite sostener a tanta gente perdiendo el tiempo.
Todos sabemos que proviene, principalmente, de los commodities que produce la Argentina y cuyo precio ha crecido impetuoso por demandas internacionales de alimento. Esas demandas internacionales demandan materias primas. Ni se nos ocurra elaborar algo más que aceite, porque de ello se encargan las industrias de los países compradores, y si no nos gusta, comprarán a Brasil, o a EE.UU. También ha crecido la producción, es evidente. Cuando un producto vale mucho, se lo producirá hasta en las macetas. Ese producto, de cultivo latifundista por su propia naturaleza, demanda el trabajo de una sola persona para atender varios miles de hectáreas (a diferencia de la carne, que ya no deja tanto, y por eso se ha achicado la cabaña, pero que emplea a muchas familias por campo). Y la mayor parte de los millones de hectáreas puestos a producir ese monocultivo está concentrada en pocas manos, mientras los productores menores también siembran del oro verde, para ver si pueden pelecharla.
Pero aun más concentrado está el mercado de la intermediación, el bendito “sector exportador”, que es el verdadero fijador de precios internos. Hablamos de media docena de gigantes, todos de extranjera titularidad.
A ese complejo (y a otros menos importantes, pero con funcionamientos idénticos) el Estado le aplica impuestos, a los que no les dice impuestos, pero ése es otro cantar… Como la base imponible está expresada en moneda extranjera, esos ingresos del Estado son en moneda fuerte, lo que le permite al Estado emitir ingentes cantidades de circulante para el mercado interno, que a su vez deprecian el valor real de la moneda local, con lo que diluyen los beneficios sociales que ostentosamente otorga como generosas dádivas humanitarias. Y así se van pedaleando las degenerativas condiciones de viabilidad a futuro. Alguien lo pagará mañana.
En ningún momento, entre tanto bicicletear, el Estado detuvo su pedaleo para levantar la cabeza y planificar mínimamente los próximos 3 ó 4 kilómetros de viaje. Como si se tratara de un emirato emplazado sobre un gigantesco mar de petróleo.
Si a eso le sumamos el deterioro progresivo de la clase media (en inquietante y acelerado proceso de proletarización, al punto de que hoy la mayoría de los analistas coincide en que “clase media” es antes bien un autoconcepto psicológico-cultural de pertenencia, que una entidad o un estrato socioeconómico), parecería que, efectivamente, se está aplicando a nuestro país, un modelo.
Un modelo en el que el Estado distribuye sobre una masa humana cuantitativa y cualitativamente cada vez más dependiente, aquellos excedentes devenidos de actividades híperconcentradas en las manos de un puñado de poderosos, que exige para la prosecución de sus actividades en el país de una regulación laxa (si es posible, incluso inexistente), de la prescindencia de mano de obra y de un mediano control social, que asegure que esas actividades no son perturbadas. Desde esa dimensión es más fácil atisbar el descalabro medular, la amenaza profunda y estructural, que produjo al modelo el conflicto nacional y social de 2008, y que lo llevó a mesurar los embates que, igualmente, se siguen produciendo con menor tenor, mayor dispersión y planos de actividad menos sensibles.
Todavía ese modelo no ha podido encontrar una forma de concentrar y simplificar la matriz del transporte de cargas. Y ello explica el peso y capacidad obstructiva que conserva esa actividad, la única que tiene todavía entidad de actor sociopolítico trascendente.