Fueron los antiguos romanos (cuándo no) los que inventaron el taxi. Carros de dos ejes trasladaban a los clientes y medían, mediante un sistema de ruedas dentadas (una vertical y otra horizontal), que a su vez determinaba que cada un kilómetro girara una criba con bolitas de metal y dejara caer una de las esferas en un cuenco, la distancia recorrida. Terminado el viaje el cochero contaba la cantidad de bolitas acumuladas en el cuenco, y establecía entonces la cantidad de kilómetros transitados, que era el parámetro tarifario regulado por el Estado. No había regateo ni había consideración a la cantidad de pasajeros (siempre dentro de la capacidad del vehículo, claro).
Un mito urbano de la modernidad porteña, pero que ya tiene muchos años, tantos como los relojes digitales, señala la existencia de un “piripipí legal”, es decir, de una forma de engañar al reloj para conseguir que él incremente el valor del viaje con mayor frecuencia que los 200 metros recorridos o el minuto de espera. Un viejo portero de edificio que conocí en la residencia donde estudiaba, hace ya como veinte años, y que había sido tachero por muchos años, me afirmó que el mito era cierto, y que se traducía en una forma generalizada de conducir el taxi.
La maniobra es la siguiente: se acelera el auto más de lo necesario con antelación a una detención segura (por ejemplo, un semáforo en rojo a 50 metros, o un embotellamiento), y luego se lo frena bruscamente. El reloj viene contando los metros en función de los giros de su mecanismo, que ante la interrupción repentina, por inercia, siguen un poquito más, y cuentan más metros recorridos que los realmente realizados. Sencillo. Cualquier usuario puede constatarlo en cualquier momento. Una vez detenido el vehículo bruscamente, pasados unos segundos en el semáforo, cae la siguiente ficha, sin que la espera o cualquier otra causa manifiesta lo justifiquen.
Es una maniobra trivial, una picardía, un pecado de niños. El robo de metros no implica, para tranquilidad de los usuarios, una diferencia significativa, de 2, 3 pesos, 4 tal vez si el viaje es un poco más largo. Por ejemplo, para un viaje de 6.000 metros exactos que realizo a diario, el costo debería ser de $ 23,20. Con esperas en semáforos, sube a $ 26,10 en la peor hipótesis, más probablemente, a $ 24,94, $ 25 redonditos. Sin embargo, y fuera del horario pico, con buena fluidez en el tránsito, en esos 15 a 20 minutos de viaje uno gasta unos $ 27,84, que por supuesto, son $ 28 redondos, $ 30 si uno tiene la costumbre de dejar propina. Como digo, el resultado de tanta frenada son $ 2 ó $ 3 de diferencia.
Lo incómodo, que a mí ya me tiene bastante molesto, es la forma generalizada de conducir de la que hablaba más arriba. Ver al chofer estirar la tercera y poner la cuarta a metros de decenas de luces rojas de frenado que indican que indefectiblemente habremos de detenernos, soportar el saludo con la cabeza que la frenada brusca provoca y rogar porque ninguno nos choque de atrás, son todos aspectos de una antipatía que va creciendo con la repetición de los episodios. Ya instalados en el tráfago, las aceleradas para avanzar 20 metros y las subsiguientes frenadas intempestivas, fuera de lugar y de oportunidad, terminan por dibujar un gigantesco culo en mi cara, que es difícil pueda retirarse de ella hasta que no pongo la llave en la cerradura de la puerta de casa.
Insisto, la picardía de rapiñar unos centavos con el asunto ése del mito del “piripipí legal” me tiene sin cuidado. El usuario de taxi debe calcular elásticamente el costo de su viaje, porque está sometido a un sinnúmero de imponderables. Lo que es realmente exasperante es cómo una suposición casi supersticiosa, pero en todo caso, sin un resultado económico sensible, puede dar lugar a una forma de conducir tan pelotuda, incómoda para el pasajero y supongo que también incluso para las pastillas de freno. Y ello es todavía más grave cuando tal conducta se uniformiza como una religión sometida a compulsivos rituales. Cualquier pibe que agarra el taxi las primeras semanas conduce normal, pero al mes o a los dos meses está haciendo las mismas gansadas que el resto.
Otras cosas que me molestan del servicio:
1) El conductor maleducado, que ni saluda cuando uno sube al taxi, o responde al saludo con una interjección gutural, pero que tres cuadras antes de llegar a destino hace algún comentario amistoso, generalmente vinculado con el clima, o con el culo de “esa mina”, para ganarse la propina.
2) La falta sistemática de cambio. La última que padecí, respectó a un pago con un billete de $ 50 para un viaje de $ 32 en el que le dije que cobrara $ 35. Obviamente, kiosco de por medio, le terminé dejando $ 30 ¿Hice mal?
Un billete de $ 100, que la obtusidad oficial considera todavía un papel fuerte, y que como alguien apreció, hoy día está más equiparado a los viejos $ 10 que a los viejos $ 20, sigue siendo para ellos algo así como un violeta pero de € 500, por más que todos los viajes que uno pueda realizar en Capital se ubican en una franja de entre $ 30 y $ 80, y ni hablar si son después de las 22 hs.
3) El conductor que recién empieza. Debería ser a estas alturas un artículo de museo. Sin embargo, cada vez abunda más. Debe el cliente decirle exactamente todas las calles del itinerario, pero por las dudas, no distraerse un segundo leyendo el diario, porque seguro que se pasa de largo, y luego hay que dar una vuelta, entre disculpas y redondeos, que siempre terminan beneficiándolo.
A un amigo y a mí intentaron hacérnosla en Montevideo, delante de la Municipalidad, en la 18 de Julio. Íbamos para Pocitos por la Costanera. Un viaje idóneo hasta para un ciego. Sin embargo, apenas nos subió, encaró para el lado opuesto. Advertido por nosotros de su falla, explicó que recién empezaba en un taxi, que se había pasado 14 años trabajando en una oficina, a lo que le respondimos si además de trabajar vivía y dormía adentro de la oficina, porque no hay que ser taxista para saber cómo andar por la Costanera (siempre derecho, con el río a un costado, ¿no?).
A un amigo de ese amigo de la anécdota anterior lo intentó pasear un taxista el sábado pasado. El pibe le dijo minuciosamente todo el camino, pero sin embargo, donde tenía que doblar se distrajo y siguió. Su excusa fue que era chileno, a lo que el otro le replicó que lo cierto era que no conocía las calles, y que entonces no podía conducir un taxi (estamos hablando de las calles y avenidas más conocidas de Buenos Aires, zona de turistas y postales), a lo que el conductor a su vez contestó, con algún desequilibrio de entendimiento o de susceptibilidad también frecuente en la profesión, que no lo tratara de analfabeto, que él era maestro. Bueno, para hacerla corta, el resultado fue que el taxista se bajó, el pibe también, el taxista le tiró una piña, y el pibe, que la esquivó, le rompió la cara. Los dos en la comisaría hasta las 2 de la madrugada.
Para información del lector, probable usuario, aunque sea esporádico, del servicio de taxis (la calle no está para andar esperando el bondi a las 2 de la mañana en Santiago del Estero al 1.400): Los choferes de taxi tienen la obligación de hacer un curso especial tanto de civismo e idoneidad conductiva, cuanto de calles y planos de Buenos Aires, con examen incluido. Claro está, la crisis, blablá, la necesidad, blablá, perdí el laburo, blablá, no tuve tiempo de hacerlo, blablá, mientras estudio ya comienzo a trabajar porque blablá… La cantinela de siempre. Total, el que se jode, es el usuario. Como decía Nirvana, serve the servants. Innovador concepto de “servicio”. Muy a la socialista. O sea, agua y ajo.
4) El que no lleva niños. Ocho treinta de la mañana. Garúa finito, que cala los huesos, no pasa ni el loro por la calle. Esperando para llevar al párvulo al cole. De pronto aparece el techo amarillo, allá en el fondo. Uno deja al pibe en la vereda y baja al asfalto a sacar la mano como un poseído, porque media docena de oportunistas, al verlo esperando en la esquina, caminaron media cuadra hacia delante para ganarle de mano y robarle el taxi. El taxi se detiene junto a uno. Uno se da vuelta para agarrar la mano del pequeño, y el taxi, al ver que viaja un niño, arranca de golpe y velozmente se pierde en la espesa mañana de Buenos Aires. Uno putea. A uno le pasó ya varias veces, así que tiene que entender que se trata de una nueva costumbre instalada. Ignoro cómo se portarán los demás chicos arriba de un taxi. El mío se porta bien. Pero más allá de ello, lo interesante sería que no lo ignorara el INADI. No son cantitos xenófobos de hinchadas de fútbol, ni negritos que se bañan con agua caliente. Es la privación de un servicio público irregular (porque le falta la característica de regularidad horaria y de uniformidad territorial) por una discriminación etaria. Un servicio que el Estado debe garantizar en sus otras características: continuidad, libre acceso, universalidad, no discriminación.
5) El perverso y el psicópata. Algo de todo ello ya lo trató Scorsese en Taxi Driver, así que no nos detendremos mucho en ello. Primero, porque la película es demasiado buena y es imperdonable que algún lector no la haya visto. Segundo, porque el tema es tan desagradable como los exponentes. De los dos tipos, me quedo con el psicópata (más a la manera de Taxi Driver). El perverso me resulta repulsivo. Si continuamente está buscando el compinchismo, y que todos los temas desemboquen en sus fantasías retorcidas cuando viaja con un varón, no me alcanzan las palabras para describir mi repudio cuando viaja con una mujer. Recomiendo a las mujeres bajarse de inmediato ante la menor insinuación (por ejemplo conocido y directo, comentarle a la pasajera qué buenas tetas tiene una chica que pasa caminando), en la primera esquina, sin pagarle, y caminar hacia algún lugar habitado, sea negocio, parada de colectivos, etc. Siempre el celular debe estar en la mano, y siempre también deben tomarse los datos del auto, y cuando es posible porque tiene el cartelito en el respaldo, los del chofer.
6) El que anda con las ventanillas bajas en pleno infernal verano. Es una variante del “piripipí legal”. Un ahorro ínfimo en combustible que resulta tan inexplicable como incómodo, metidos dentro de una lata con vidrios como lupas bajo un sol inclemente.
7) El que tiene el auto sucio. ¿Cuánto cuesta una buena funda impermeable de asientos?
8) Un largo etcétera, que espero completen los lectores con los comentarios.