De una isla a otra isla.
La Argentina naufraga, y su infausto destino inmediato es inexorable. Mientras el gobierno, sin plan, sin ideas, anquilosado en una metodología automatista de hacer la plancha, administrar superávits forjados a fuerza de presión fiscal e inflación, y derrochar malamente en obras inauditamente caras, dispersas, electorales, superpuestas, contradictorias, imaginarias… insiste en su carencia de Plan B (que es una verdad a medias; a medias porque también hay carencia de Plan A) y se dedica a estimular ficticiamente un consumo que va en retroceso.
No es casual la identificación con la gran isla rebelde del Caribe (aunque toda la farsa de la visita inoportuna esté más vinculada a la seducción de ese apetecible 1,2% del electorado de la izquierda nostalgiosa): nuestra política nacional, desde hace más de un lustro es insular. Me refiero a que se comporta como si el país se tratara de una isla, aislada en medio de un inmenso océano, tan sólo comunicada mediante señales de humo con un módico archipiélago de otras islitas habitadas por tribus de dudosa viabilidad.
En la isla, asimismo, la política se reduce a una administración aldeana, en la cual 4 ó 5 actores interesados se reparten las utilidades del tráfico de bananas y pieles de mono, se adjudican las palmeras y se juegan al truco cada coco.
Con una tan reducida amplitud de miras, como caballo de mateo, se concibe entonces a la Argentina como un estrecho y autosuficiente coto de caza, en el cual todo sucede, como en un escenario de sit-com, y del cual nada entra ni nada sale. Un concepto aldeano seguramente adquirido en las frías noches de nuestro inclemente suelo austral, que obliga a los sacrificados pobladores a internarse en sus casas y permanecer, y la vida se desarrolla en un acotado ámbito, con las miserias propias de la ignorancia consecuente.

Mirarse el ombligo.
Sólo así puede explicarse la mediocre recurrencia a recetas septuagenarias para encarar, por ejemplo, el ostensible deterioro del sector servicios. A cómo otra vez los contribuyentes, como una suerte de Atlas abnegado, debemos cargar sobre nuestras espaldas los dudosos criterios de eficiencia empresaria de funcionarios designados a la bartola, para gestionar “estratégicos” sectores que los privados desechan: un Correo Oficial que pierde un centenar de millones de pesos al año, estatizado cuando la gente dejó de escribirse cartas, y con una mera utilidad de manipulación de urnas electorales; una empresa petrolera sin petróleo, ni proyectos serios de explotación, ni refinerías; una línea aérea cada vez más patética, en la que tallan por su “experiencia y eficiencia” los mismos antiguos funcionarios que años atrás crearon la entelequia de LAFSA, que la fusionaron con SW, y que hicieron tantas otras maravillas para la depredación definitiva de nuestro andamiaje aerocomercial; unas aguas y servicios sanitarios que requieren de un urgente plan de inversiones, y que ya está mostrando las fisuras y escaseces de la inercia abúlica y exasperante, para que los gestione el sindicato; un largo etcétera.
Sólo así puede entenderse ese obtuso afán recaudatorio del primer semestre de 2008, que llevó a que el país perdiera la oportunidad de exportar una cosecha histórica a valores históricos, lo que hubiera provocado un fecundo efecto derrame en la economía y hubiera pertrechado y vigorizado a un sector agrícola y agroindustrial que estaba a punto de sumergirse en el oscuro periplo de las vacas flacas.
También de esa sola manera puede abordarse la cartelización de los contratistas del Estado en un club de media docena de afortunados emprendedores que se transformaron de la noche a la mañana, de cadetes compracigarrillos en impresionantes magnates dignos de la lista Fortune.
Sólo así puede entenderse el desprecio e inoperancia con que se ha encarado metódicamente la política exterior, con imposturas vergonzosas, cholulismos patológicos, largas jaculatorias de obviedades en escenarios de cartón, patoteadas berretas a diestra y siniestra, campanitas en Wall Street, boinas en París, gorros de piel en Moscú, gorras verdes en Cuba…

De esa única manera puede también interpretarse el payasesco “plan de contingencia” que, en sucesivos pasos, puede resumirse así: cooptación de un (otro más) ortodoxo chicagón-boy para transformarse en un patriótico heterodoxo keynesiano; confiscación compulsiva de todos los depósitos correspondientes a jubilaciones privadas; anuncio de un mega-plan de obras faraónicas para proveer de (malos) trabajos a (poca) gente del (único que más o menos camina) sector de la construcción.

Y también sólo así pueden entenderse sus penosas secuelas, con ribetes tragicómicos similares, y equiparables a aquel increíblemente ficticio plan de vivienda propia para inquilinos: el nuevo sistema de cero kilómetros para primeros dueños (con un año de cuotas estables garantizado, y cuatro subsiguientes donde debe imponerse la fe religiosa) y el plan canje de heladeras (ya terminado antes de empezar).
Conmigo, el diluvio.
Con esas creativas medidas, meditadas y debatidas en frenéticas e intensivas reuniones por una veintena de cerebros oficiales, parece que algunos todavía esperan que a la Argentina no le llegará el huracán de recesión y detracción económica que se cierne sobre el mundo.
Si en 2008 presenciamos el desmoronamiento del sistema financiero internacional, durante 2009 vamos a vivir con angustia el traslado de ese derrumbe a la economía doméstica, el impacto real y material de tantas flechas rojas hacia abajo que vimos al lado de cada bolsa en las diapositivas de CNN. Seríamos bastante zonzos si nos conformáramos con contemplar extasiados, en una virtual “cadena nacional”, las obvias palabras del pintoresco nuevo presidente de EE.UU., que encima no está planteando otra cosa que replegar a su país sobre sí mismo para aguantar el chubasco.
No pasó un mes desde el comienzo de este año, y a la crisis angustiante de un campo sumergido en la depresión y la sequía se le suma la decadencia cuasi terminal del sector siderúrgico: luego de paro, movilización y corte de rutas, el sindicato no tuvo otra alternativa más que aceptar con resignación el despido de 1.200 trabajadores, la mitad de los cesanteados inicialmente. A las pujas salariales, corriendo detrás de la inflación, que caracterizaron los años anteriores, ahora las ha sucedido un regateo entre el sector gremial y la patronal más macabro: a cuántos entregamos a la desesperanza del desempleo, a cuántos salvamos provisoriamente por un par de meses más.
En el sector petroquímico el parate es casi total, y en general, el movimiento de contenedores de la actividad impo-exportadora se redujo en más de un 30%.
No es descabellado pensar, a estas alturas, que el desempleo llegará, en algún momento de este año, al 20%, por más manipulaciones de indicadores que es legítimo esperar en breve.
Desde que lo único importante en toda la politiquería barata del ámbito local es el diseño de estrategias electorales para ganar los próximos comicios, sinceramente se me ocurre que sería una interesante idea de parte del gobierno adelantar las elecciones legislativas para el próximo domingo. Esta idea de apostar a que la gente se olvide de todos los desastres cometidos en el año que pasó, y poder levantar la imagen ajada con un par de sabias cátedras sobre química y economía política en las consabidas jornadas de perfeccionamiento docente en que se transformaron las comunicaciones presidenciales, sucumbirá inexorablemente ante el avance de una realidad aplastante. No hay demagogia, ni clientelismo, ni fraude electoral que resista los embates de la adversidad económica, de la mishiadura social que ya llegó para quedarse.
Los pies y el plato.A lo único que podemos apostar como ciudadanos responsables, en este irremisible ocaso de una cultura política olvidable, es justamente a no olvidarnos de nada, y a custodiar celosamente que nadie, pero nadie, saque los pies del plato. La experiencia indica que la tendencia política más vaselinosamente escurridiza es la izquierda recalcitrante, aquélla que provoca las más nefastas aventuras “progresistas” de retroceso social y pobrerismo y rápidamente, apenas el viento empieza a soplar desde el lado del hartazgo popular, muda en feroz impugnadora de gobiernos que “traicionaron” los obvios lemas políticamente correctos, empíricamente esquemáticos, prácticamente estériles y capciosos.
Por lo pronto, ya Bonasso empezó a ponerse crítico, y tras bambalinas la retroprogresía comienza a hablar de “decepción”. Por eso aplaudo la valiente decisión de este gobierno en ser el segundo, luego de su espejo alfonsinista, en visitar el paraíso socialista caribeño. Para que las cosas queden más claras. Para que ninguno se olvide de quiénes se trata y quiénes fueron sus soportes legitimadores desde la rancia intelectualidad de las Cartas Abiertas.

Y sí: estamos así de truchos.
Ya no hay espacio para “peronizarse”, y del lado “grasita” del espectro transversal todos lo están viendo a Duhalde más alto y más rubio, mientras dicen, todavía en voz baja, que hay que “despegarse”. En eso el neoperonismo se parece bastante a la izquierda, y va adquiriendo un poco más de cintura para contrastar con la próspera barriga de vividor del Estado… sólo que no la suficiente. De ésta va a salir muy chamuscado, pero va a conservar poder territorial en tanto tenga capacidad de descargar en unas pocas e identificables cabezas (en la familia real por empezar, y no mucho más allá) la responsabilidad exclusiva del desastre: el que gana gobierna, el resto acompaña, y cuando el que gobierna se estrella, el resto no acompaña, así de simple. Por eso, como han dicho algunos sabios amigos, en el peronismo el único pecado imperdonable es perder.
Ahora bien, la cuestión va a residir, en esta ocasión, en que la vuelta de tuerca fue tan pronunciada que todos se pasaron de rosca, en que para salvarse, los caciques locales deberán efectivamente entregar las cabezas expiatorias. No creo sinceramente que en este caso baste solamente con soltar la mano y dejar que prensa, oposición y la bamboleante opinión pública los defenestren.