Escultura Canto al Trabajo (Paseo Colón e Independencia), de Rogelio Yrurtia. 14 personas arrastrando una pesada roca. Simboliza que la unión y el esfuerzo en el trabajo son capaces de superar las mayores dificultades.
A fines de los '80, principios de los '90, estaban los grasas que iban a las bailantas a escuchar las cumbias melódicas de ese entonces, y que conformaban un mundo periférico todavía muy plural. Cuando me refiero a pluralidad, hablo de la pluralidad etaria. En los galpones de un club de barrio, con una iluminación de bombitas de colores, que pronto fue dejando lugar a "efectos" un poco más jugados, como la bola de espejos, se sorteaba un Fitito '73 con la entrada y se tomaba mucha cerveza en vasos de plástico, en torno a mesas de plástico, mientras la monada mostraba su plasticidad para el baile y la franela en la pista. A esos bailongos iba toda la familia: la mamá gorda, el papá cansado, las nenas pintarrajeadas en minifaldas o pantalones blancos, y también los precoces nietitos, regalos tempranos de algunas de las nenas para que la mamá gorda renovara su vocación de mamá gorda por una generación más. A veces, si no había con quién dejarla, también se sumaba la abuela con su vestido floreado y su imponente y exánime busto... tan imponente como el de Lía Crucet, que hacía las delicias de chicos y grandes. Los chicos, evocando su reciente idílica etapa de mamíferos, los más grandes, soñando con flotar entre esas nubes de blandura sudorosa. Todo el bailongo, puliendo las baldosas negras de la cancha de básquet y de handball, reproducía una sana escena de casorio y de cumpleaños de 15, con éxitos innumerables de las 9 docenas de discos de los Wawancó y los Palmeras. Gente de trabajo, de trabajos pesados, o sucios, ingratos, de trabajos de mierda, con diversiones al alcance de su billetera, pero también al alcance de sus pretensiones, módicas y sencillas.
Entonces se empezaron a diferenciar los bailes, aunque en el interior eso llegó más tarde. Ya la vieja no acompañaba a sus hijas, y los jóvenes se congregaban en algunos clubes de barrio, mientras los viejos (los "treintones", los "cuarentones", como se les decía por entonces a los cincuentones y los sesentones) iban a otros clubes de barrio.
A fines de los '80 y principios de los '90 también estaban los chetos. Ésos iban a los boliches de calidad, que a las infaltables bolas de espejos sumaban la infalible luz negra en los lentos, los flashes que nos hacían ver a todos como en una secuencia de movimiento-cuadro-por-cuadro, las barredoras y otros artilugios giratorios parecidos a platos voladores. La pista, en un boliche bueno, siempre tenía que estar bien diferenciada del resto del piso, generalmente en desnivel, y por supuesto, se desaconsejaba que hubiera mesas, las que eran reemplazadas por sillones bajos propicios para el manoseo clandestino, cuya zona de emplazamiento se conocía como "reservados" (y que luego se propagó a la jerga cabaretera, aunque con un sentido más comercial -DRAE, XXIIª ed., 7ª acepción). Allí los chetos escuchaban la música de moda, y con intensa devoción y apasionamiento pasaban de ser fans de Depeche Mode a fans de Guns & Roses, a fans de Bob Marley, de Soda Stéreo, de Charly García, de los Redondos o de Los Pericos. Con la altísima volatilidad de las modas pasajeras, las habitaciones se transformaban en inmensas bateas de variadísimos géneros, con un solo disco por grupo, gastado durante un año a lo más, para no volverlo luego a escuchar en la puta vida, generalmente Greatest Hits o el que pegó en la radio. Los chetos se uniformaban: con la chomba Lacoste (fundamental el cocodrilo, si no, mejor que ni te pusieras una chomba), con los cardigans, con el suéter al cuello, con los zapatitos náuticos, con el jean de marca... cuando llegó el grunge, con camisa a cuadros escoceses, etc., etc. Claro, para estar al día, era muy difícil ver entre éstos a pibes laburantes. Eran todos estudiantes, hijos de papis que podían mantenerles tan exigente handicap.
A fines de los '80 y principios de los '90 también estaban los rolingas, una subcultura levemente marginal del conurbano y de los barrios de zona Sudoeste de la Capital, proveniente de gente de clase media y clase media baja, en general trabajadora, que recalaba en los lugares de rock, de Flores o de Bánfield. Por ese entonces casi todos llevaban el pelo largo, usaban camperas de jean llenas de prendedores y la inflatable tuquera colgada al cuello entre numerosos talismanes y el pañuelo grasoso. Fundamentales eran el porro y la birra, y también saber bailar rocanrol. Musicalmente eran definitivamente clásicos, reactivos a cualquier innovación y mucho más al empleo de tecnología o implementos que suplieran al clásico voz-guitarra-batería y bajo (que sólo admitía los "caños" en ocasiones). Salirse cuatro milímetros de un canon musical cuadradito y con canciones clonadas era "venderse", y en esa consideración no importaba la certeza de que los admirados Rolling Stones no eran más que una gigantesca máquina de producir dinero, sin pruritos para adaptarse a las contingencias de las modas para mantenerse en el candelero. Siendo una subcultura juvenil, sus exponentes eran trabajadores de mayor precariedad, generalmente lanzados al sector servicios (cadetes, mozos, comerciantes de almacén o de kiosco) o al sector industrial (aprendices en imprentas, en textiles, en talleres mecánicos).
A fines de los '80 y principios de los '90 también estaban los punks, los metaleros, y toda una movida más pesada y marginal, por la que sin embargo comenzaban a colarse los nuevos sonidos de la música alternativa. De lo más pesado y más marginal, destacaban los punks de cresta y los skinheads, todos del conurbano (aunque también había skinheads chetos de Belgrano, pero no ahondemos en las excepciones, porque nos distraeríamos del objeto principal), antisociales, quilomberos, destructores y agresivos, enfundados en pantalones chupines y borcegos de punta de acero, para hacer daño, para bancarse un pogo sanguinario y acercarse en medio de una maraña de empujones, trompadas y patadas al escenario para escupir bien en la jeta del cantante idolatrado. Los nombres de las bandas ya eran de por sí bastante explícitos: Rigidez Cadavérica, Conmoción Cerebral, División Autista, Meada Corrosiva, Flema, H.D.P. Y las letras también eran corrosivas, vinculadas al descontrol, al caos, y también a una pulsión de muerte o a imágenes de terror muchas veces divertidas, como puede verse en El Féretro o en Abre la Celda de Todos Tus Muertos, o en Cáncer de Flema: "Cuando ya se te va la vida / entrás en un sanatorio con ganas de morirte / sangran tu nariz y tu boca / provocan mucho asco / te dejan para la autopsia. / Cáncer, quiero, quiero cáncer / tengo, tengo cáncer / voy a morir de cáncer". Todos, unánime y enfáticamente, cantaban contra la policía, inspirados desde afuera por The Clash o por The Exploited y sus Cop Cars, o incluso por Titas y su Polícia (para quem precisa). Así Comando Suicida con Yuta, o Todos Tus Muertos con Gente que No, o los Defensa y Justicia de Varela con Ratis... y nos detendremos en esa pieza musical, porque es sugestiva para lo que exponemos: "Me levanto a la mañana, me voy a trabajar / jornada de trabajo, caos laboral / el sol calienta los cerebros y encima hay que aguantar / que vengan los ratis, a molestar. / ¡Allá vienen los ratis!".
Esa misma banda, abordando otro de los temas predilectos del palo, cual es la cultura cabaretera (como también Comando Suicida con Cabaret del Suburbio), cantaba en Fucky-Fucky: "Salimos del trabajo a las tres de la tarde / veintiocho grados de calor / tomamos cerveza en el camino / y nos vamos todos a la Isla Maciel".
Todos los grupos subculturales en que se dividía el divertimento nocturno (y también el diurno) tenían como rasgo común el de odiar a los chetos (aunque no por ello dejaban de odiarse entre ellos, ciertamente, y cuanto más afines, cuanto mayor la posibilidad de coincidir en el mismo espacio, como pasaba con punks y skinheads y trashers, eso era más marcado). La cuestión radicaba en que los chetos eran los mantenidos, los que no tenían que trabajar, como lo expresa Comando Suicida (skinheads) en Grito Proletario:
[Preámbulo relatado]
"Sonó el despertador.. ya son las 7.. afuera llueve y hace frío.. hoy no quiero ir a trabajar... pero si no voy.. no como. Mientras tanto yo sé que, mientras yo estoy entre esa lluvia y ese frío trabajando, muchos otros están en sus casas, con la mucama sirviendo el té, la hermana en la universidad con sus pensamientos psicobolches, el padre demoliberal burgués. Somos sus esclavos, nos explotan los que nunca trabajaron, los delincuentes de guante blanco, para ellos somos asesinos... somos basura... y nuestro único pecado es haber nacido pobres..."[Canción]
"Estás todo el día, sentando en el bar
Por que sos un burgués y no trabajásTe gastás todo el dinero que te da papáCerdo capitalista, qué asco que me das
"Puto mantenido Oi Oi Oi "Miles de chicos tenemos que trabajar
Porque no somos de tu clase socialVos sos un enfermo nene de mamá
Que estás todo el día sentado en el bar "Cobarde mantenido Oi Oi Oi "Yo no soy como vos yo no soy como vos "Vos no tenés aguante
Vos sos un burgués vigilante".La cisura entre los chetos y los demás se producía por el elemento trabajo. El joven que trabajaba no era cheto, era auténtico, era confiable, tenía códigos, se mantenía dentro de una lógica productiva; mientras que el que no trabajaba, era un mantenido, un indolente, un parásito, un burgués. No había posibilidad de negociación alguna entre los grupos sociales compelidos al trabajo (y trabajo era una palabra con una acepción predominantemente manual, física, y siempre asalariada), y aquellos otros con una posición económica más acomodada, que estudiaban sin trabajar, o que trabajaban de camisa y corbata de aprendices en un estudio, por ejemplo. Las especulaciones de los universitarios marxistas, tan preocupados por la condición de los proletarios, en largas discusiones de café, o en "comprometidas" manifestaciones en las calles de Barrio Norte, exasperaban, irritaban a los que trabajaban "de verdad".
Café de debate universitario-socialista. Esa hermandad del trabajo era asimismo la que superaba las fuertes disensiones entre los subgrupos restantes, a través de un código de respeto. Recuerdo una vez, en la entonces Radio Alfa (106.9), periférica y marginal, en un horario encima más marginal aún, como a las 3 de la mañana, un reportaje al rústico cantante del grupo punk-cresta (hardcore-punk) de Aborto. El tema giraba en torno a la inminente visita a Buenos Aires, Federación Argentina de Box, del grupo británico GBH (ocasión en que la "cresta caravana" hizo estragos, dejando docenas de autos estacionados destruidos). Pero como suele suceder en toda conversación, abarcó otro tipo de asuntos, y terminó desembocando en la conocida "pica" entre los punks y los skinheads, y por supuesto, sufrió la defenestración de los segundos en la opinión del entrevistador, personificados en Comando Suicida. El cantante de Aborto entonces se sintió obligado a efectuar una salvedad, manifestando que a él le constaba que los pibes de Comando "trabajan", que son laburantes de verdad, que él lo había visto a Sergito varias veces en Tigre bien temprano llevando cajones de verduras...
Cuándo y por qué llegamos del "Barrio Obrero-Valentín Alsina" de 2 Minutos a la exaltación de la marginalidad delincuente como nuevo patrimonio subcultural, en el fenómeno de la cumbia villera y del hip hop villero, pero también en el del rock barrial, es una incógnita para mí, que sólo puede encontrar como punta de respuesta una modificación en el mensaje general de la cultura de consenso. Porque las únicas contraculturas que conozco son las realmente autónomas, por soberanía o por aislamiento (como los Amish de La Pampa). Pero las subculturas, como lo dice el prefijo, son subproductos de la cultura general o dominante. Subproductos adaptados a las necesidades o códigos de los grupos sociales, pero siempre funcionales a la cultura dominante, en cuanto se insertan e interactúan con ella.
Una pauta que permite identificar el patrón subcultural, ya la ha anticipado Edwin Sutherland con su teoría de las asociaciones diferenciales, particularmente, a partir de las técnicas de neutralización, que no son más que un esquema moral normativo paralelo de justificación de las conductas delictivas: la sociedad tiene la culpa, robo porque lo necesito, porque necesito algo más que el que lo posee, lo lastimo porque se lo merece, porque es un parásito, porque es rico... robo porque no hay trabajo, porque los trabajos que hay son una mierda, porque no soy un gil.
El trabajador pasó de ser un exponente de una suerte de nueva aristocracia protagonista de la Historia, austera, fuerte y respetable, como la había prefigurado Ernst Jünger, a ser un gil.
Proyecto de Monumento al Trabajador, 1951 (140 metros de altura). Luego del golpe de 1955, se lo descartó, y fue retomado en el gobierno de Isabel Perón, en el mismo lugar, como Altar de la Patria (también fallido).
Y como las subculturas desarrollan sus técnicas de neutralización de forma paralela, y no contradictoria, con el mensaje de la sociedad de consenso, resulta evidente que, también para ella, el trabajador resulta evidentemente un gil. Y en eso tiene mucho que ver la clase política con su actitud paternalista y de superioridad. Una clase política que les toca las cabezas cuando baja al conurbano para un acto en que graciosamente les regala unas casas de mierda, ubicadas en una zona de mierda, en calles de barro y abandono, bien lejos de sus mansiones y hábitos fastuosos de consumo (que además ni siquiera se preocupa en ocultar, sino que por el contrario exhibe como trofeos de conquista), para que viajen luego en unos trenes vergonzosos o en remises de la Edad Media, a romperse el lomo por un dinero que día a día vale menos.
Es sencillo: La clase política le ha perdido el respeto al trabajo, y por ende, al trabajador, al que considera un inferior, un pobre boludo que sólo sirve para votar cada dos años. Al que hay que acariciarle la cabeza, y darle un hueso de vez en cuando para que no joda y siga fiel moviedo la colita. En cambio el delincuente, si no es respetado, al menos es temido, lo que en sentido práctico, como diría el personaje de Chazz Palmintieri en Una Luz en el Infierno, incluso es preferible.
Y encima, ese delincuente es justificado, por un contradictorio mensaje emanado desde el poder, que mientras miente y miente abrumando de datos dibujados que hablan de un crecimiento chino y de una pobreza reducida a la insignificancia, argumenta la delincuentización social (que ya no es un fenómeno marginal sino general, en muchos lugares preponderante, y que implica que incluso el que trabaja está muchas veces al límite del descuidismo, de la estafa o del abuso de confianza) en carencias económicas, en la falta de oportunidades, en definitiva, en la necesidad; cuando resulta que claramente, hoy día en la Argentina, la delincuencia no es una necesidad, sino una preferencia, nacida de la más absoluta racionalidad.