En honor, sobre todo y por siempre, al mito más hermoso, el mito de la libertad.
El mito es una intuición prerracional, un reconocimiento de la incapacidad movilizadora de la razón como fuente de los impulsos humanos, un postulado apriorístico que, con el avance de la neurociencia, ha demostrado su verdad: la razón aparece siempre detrás de la acción, justificándola, llenándola de sentido –racional-, creando en el sujeto la ilusión del autocontrol, de la autodeterminación. No hay nada más perturbador ni más sombrío que la certeza de nuestras limitaciones en punto a nuestro tiempo, nuestro espacio, nuestra circunstancia y nuestro destino. A ese hallazgo llegó Sorel a partir de Marx y de Bergson. Apoyándose en el segundo, y revisando al primero, con esa obsesión meticulosa nacida de su firme pertenencia marxista original, enfrentada a una condición constitutiva de su más íntimo ser: la necesidad de ser sincero y verosímil, de ajustar el viejo esquema de mediados del siglo XIX a la realidad dinámica y arrasadora de la Europa de la primera mitad del siglo XX.
De ese viejo esquema, como de las capas de la cebolla, fue desembarazándose el pensador de Cherburgo principiando por los postulados económicos. La llamada “teoría económica marxista”, hija ingenua, esquemática y tal vez demasiado ortodoxa de las vetustas concepciones manchesterianas, de la utopía del mercado puro a la cual la utopía comunista refleja casi con la fidelidad de un bruñido espejo. Liberada la cebolla de esa primera capa, poco tiempo podía esperar la segunda para seguirla en el sumidero de esa cocina en frenético trabajo de reelaboración teórica. Me refiero al economicismo marxista. Al materialismo dialéctico, tan calculador y elemental, que poco tenía que ver con la pasión revolucionaria que desde la actividad sindical encendía las calles y las mentes en esas primera y segunda décadas del vigésimo siglo. Mientras los ojos empezaban a enrojecerse en el despanzurramiento de la cebolla, de ese marxismo revisado, tras todas las capas desechadas, no quedaba ya más que un diminuto núcleo de potencialidad explosiva: el mito de la lucha de clases. Y como mito, debía encender los corazones, con la fuerza que Hölderlin atribuía a los dioses de antaño.
Al no haber ya más lastre racional (y por tanto, esencialmente falaz e hipócrita), la intuición es predisposición a la acción, y la acción es reveladora de verdad. A más de algo peronista, diría Evola que hay algo profundamente medieval en todo eso. Esa visión mítica y metafísica del trabajador como la nueva figura epocal en los términos del primer Jünger, se acerca ciertamente más al caballero andante que a cualquier otro arquetipo. Y completando la idea, la visión mítica y metafísica que del sindicato tiene el sindicalismo revolucionario de Sorel y Lagardelle se emparienta antes con las órdenes ascético-caballerescas medievales que con cualquier organización más reciente, sea ella alguna corporación comercial, alguna hansa, o una cámara empresaria, una bolsa de comercio, o incluso un trust transparente o secreto.
Hace ya mucho que en el ámbito universitario público no hay mucho para elegir, en términos de pluralidad de orientaciones ideológicas. Se debe confiar en la capacidad crítica y en la inteligencia de los estudiantes, en aquel aguijón de rebeldía que suele acicatear a quienes se hartan de la unanimidad activa y vigilante. Será por ello que son pocos, y en tanto pocos, buenos, los que van generando un criterio propio, al margen de la ideología hegemónica que domina desde el CBC, sobre todo, a las Humanidades.
En el reducto de Marcelo T. de Alvear 2.230, siempre enchastrado, empapelado, grafiteado, pintados sus ventiluces con aerosol… Plástica popular para el Cortázar paseandero del París de los ‘60, y bastante alejada de la plástica popular de un Berni, un Guttero, un Spilimbergo (para la suerte de nosotros, los criollos de acá lejos), por ejemplo; y cuya poética popular, siguiendo con el piadoso eufemismo, se repite en unos escuetos versos tan rancios en su modernismo cuanto predecibles en su vehemencia, en los objetivos de sus invectivas, en las proclamas evangélicas evangelizadoras… No hay nada más gracioso y patético a la vez, que lo moderno que envejece, una pendeviejada de carmela y peluquín. En el reducto de Marcelo T. al dosmildoscientos, decía, puede que haya libertad de cátedra, pero no libertad de cátedras, como el chiste de las tres peras.
Alfredo Guttero, Feria, 1929. Comenzando la carrera de Sociología, por ejemplo, uno se encontraba con una sola opción para la materia Filosofía: Cátedra Rubén Dri, un ex sacerdote del Tercer Mundo que, compromiso va, compromiso viene, decidió finalmente dejar los hábitos, en lugar de arremangárselos un poquito, y en los tiempos de ocio entre libro y libro, “hacer hablar a la boca del fusil” (preferiblemente, del fusil de los otros), fuente de toda verdad y justicia para la monada universitaria inquieta de los ’70. Cuando yo lo conocí, seguía pareciendo un sacerdote, con sus lentes culo de botella que le disminuían los ojitos al tamaño de una lenteja, mientras vestía un eterno pulóver azul marino, una camisa gris o a cuadros que de su cuello redondo asomaba, un pantalón gris de vestir y franciscanas de cuero marrón con medias azules de strech.
En Sociología General, la otra materia obligatoria e ineludible al ingresar, ya que de ella dependen todas las correlatividades, había dos cátedras, pero no competían en el mismo segmento horario. En resumidas cuentas, si uno laburaba, tenía que elegir la de Lucas Rubinich. Me acuerdo que allí, en carácter de Jefe de Trabajos Prácticos, daba clases, en todo lo referido al marxismo, el Lic. Christian Castillo, últimamente candidato a Vicepresidente de la Nación por el Partido Obrero. En ese momento, muchos años más joven que ahora, se parecía al Muñeco Gallardo. Ahora, por lo que he visto en afiches y en la tele, tiene más pinta de Jairo. En verdad, el Partido Obrero resulta una usina de la docencia plural argentina, y en particular, en la Facultad de Sociales. No olvidemos que Pablo Rieznik, un importante referente de ese espacio, monopoliza en el mismo ámbito la cátedra de Economía. Lo cierto es que el joven Christian se autoadjudicaba el carácter de “marxista marxiólogo, experto en Economía Marxista”. Por ese entonces, teniendo yo ya 7 años de educación universitaria pública sobre el lomo, y 2 años de docencia en el mismo ámbito (y dando clases sobre temas en los que la doctrina marxista estaba siempre presente, tanto en bibliografía como en debates y ponencias), era la primera vez que escuchaba algo así como “Economía Marxista”. Algo así como un oxímoron. Sin desmerecer, naturalmente, entendía que la economía era sencillamente economía, es decir, una disciplina humana con pretensiones cientificistas, con unos 2 siglos de existencia, y que en la óptica sociológica marxista las diversas formas de organización social eran estudiadas bajo su lupa, más allá de su morfología. De hecho, siempre me pareció que el marxismo (al menos, el político) postulaba, dentro de su utopía emancipadora del individuo, la supresión de la economía a través de la gestión totalizada, centralizada y planificada, supresión que en su lógica conduciría al fin de la conflictividad social. Una sociedad sin clases es una sociedad sin necesitados y por tanto, sin necesidades a las que atender económicamente.
Jacques Gouverneur nos enseña, con sólo postular el título de su libro, que el marxismo es, como teoría económica, un análisis económico de la economía capitalista. El Seminario Latinoamericano de Economía Marxista realizado en la Universidad Bolivariana de Venezuela (picar en la imagen para ampliar) aborda un tema, el tema central, el gran y único tema para el análisis económico marxista: "Crisis capitalista: causas y consecuencias".
Recuerdo un pibe en la cátedra de Filosofía de Rubén Dri, que tenía que hablar (bien) de la razón cartesiana, como soporte de las ulteriores razones kantiana y hegeliana… hasta llegar, claro está, a la suprema razón marxista, que es aquella que Sorel tiró al sumidero cuando decidió salvar algo de aquel vetusto legado museológico (pobre Sorel, el único revolucionario leal a un esqueleto que los políticos abandonaban, el único revolucionario que quedaba en un mundo occidental que se iba haciendo cínico y reformista, preludio de tantos Zapateros sin zapatos). El pibe, un honesto auxiliar docente, arrancó con esa consideración tan cronocéntrica de la modernidad, que abarca con un galicismo (el ancien régime) 5.000 años de historia del hombre, una somera introducción que, para la Sociología que nos provee la educación pública, no debe insumir más de 20 minutos. Entonces habló de los mitos, en el sentido más convencional del término. O sea, como leyendas e imágenes conceptuales de las antiguas religiones. Pero como estábamos en Filosofía, y la filosofía es dialéctica al menos desde Sócrates, yo me permití respetuosamente intervenir, para señalarle que aun la modernidad y el racionalismo (y sobre todo, la modernidad y el racionalismo) están soportados sobre la figura del mito. Y ejemplifiqué con los dos primeros fenómenos que se me vinieron a la mente: la ciencia como esperanza soteriológica de la humanidad, como patrón de verdad y por tanto como Deus ex machina neutral e infalible; y la lucha de clases… Para qué. Una joven desde la otra punta del aula me increpó con una voz tan estridente cuanto indignada: “¿Cómo decís que la lucha de clases es un mito?”. Enseguida, un coro de rumores aprobatorios de su valiente intervención. Y mi respuesta, tal vez demasiado piadosa, que intentaba explicar lo evidente. O sea, que la lucha de clases es un mito porque constituye un sistema ideal y apriorístico de acción política, nunca una situación empíricamente demostrable en cualquier ámbito, lugar o tiempo. La cancha de fútbol, las tribus musicales, o la eficacia convocante de los nacionalismos (incluso del estalinismo, que debió apelar a la figura nacional y patriótica de la Madre Rusia en los momentos más aciagos para movilizar a su pueblo… ni qué hablar de nuestro socialismo nacional) vienen a patentizar esa verdad. Pero ya no había lugar para el diálogo. La pregunta que formuló la joven era retórica. No pedía explicaciones, sino que daba pie a una rebelión patotera. Enseguida el diálogo se trasladó a una presunta interna dentro de ese grupo, entre “radicales y moderados”: “-Bueno, tranquilizate, es un gorila forro boludo, que quiere provocar”. “-¡Qué me voy a tranquilizar! ¿No ves que es un hijo de puta? ¿Qué hace acá?”.
Pluralismo, universidad pública, libertad de cátedra… En medio del alboroto, el docente auxiliar, entre las exclamaciones de odio y anatema, se encontraba en mis ojos y reconocía la naturalidad inocente del concepto apuntado, lejos, en un mundo medianamente racional, de cualquier intención polemógena. Las aspiraciones explícitas de la cátedra eran liberales en cuanto a favorecer, incluso propiciar, el intercambio irrestricto de las ideas (supongo), pero la imposición dogmática de “las bases” impedía a los profesores, presas del “consenso”, la “legitimación horizontal” y la “reversión autoritaria”, garantizar esa “libertad de cátedra”… Recuerdos de gobiernos débiles o cómplices (a efectos de sus resultados, tal o cual son lo mismo) frente a los terrorismos, sobre todo cuando los atentados casualmente sirvieron para desembarazarse de algunos oponentes incómodos. En el terreno de las ambigüedades, de las medias tintas, de la clandestinidad y las falsas banderas, o sea en el río revuelto, lo más sensato es mirar el panorama de las lanchas que regresan a puerto, y advertir cuáles vienen atiborradas de pescados. Cuáles son los pescadores que ganaron con el tole tole.
Disfrazados de obreros. "La ridiculez también es revolucionaria".
En fin, yo por esa época trabajaba en dos lugares distintos a la vez, y daba clases en otra facultad de la misma universidad (que al estar más vinculada al mercado del trabajo, tal vez fuera considerada por estos niños de clase media mantenidos, como más reaccionaria y oligárquica), además de prestar en ese marco ciertos servicios profesionales gratuitos para las personas sin recursos. En todos esos ámbitos, por una cuestión de respeto y responsabilidad, tenía que vestirme como un profesional universitario. Tenía que comportarme como tal, tenía que saludar con corrección, ceder el asiento, abrir la puerta del ascensor a las damas, mantener la mesura y el respeto al otro, por más que la situación no implicara reciprocidad. No está en el juramento que se hace al recibir el diploma. No está demasiado claro en los plexos normativos de ética profesional. Pero las obligaciones más interesantes y venerables son aquéllas que uno se impone a sí mismo porque cree que son correctas. Como ha dicho Alain de Benoist alguna vez, sólo es libre aquél que aprende a ser señor de sí mismo.
En esas condiciones, era muy difícil concurrir de noche, cansado luego de arduo trajín, a un ámbito en el que la borregada cursaba con pantalón de jogging cortado a media canilla, zapatillas de lona, polerones apolillados o canguros con la chala verde en el pecho, que fumaba en clase, con las patas sobre el respaldo del asiento de adelante, y que lo detectaba a uno como la jauría al cordero, lo miraba con los ojos inyectados de furia, y estaba al salto de cualquier gesto, el que desde ya, antes de ser, era censurado a partir del prejuicio. Una borregada sostenida por los papis (en ningún laburo hubieran admitido la facha con que iban a la facu), que se llenaba la boca con las viejas consignas del trabajador explotado, la alienación de aquél que vende su fuerza laboral, etc., en un mundo que encima estaba yendo en el rumbo de la maquinización y tecnificación intensivas… un mundo concebido a partir de la condena bíblica del “ganarás tu pan con el sudor de la frente”, y por tanto un mundo que para liberar al hombre de su carga, progresivamente expulsa la fuerza laboral sencillamente porque ya no la necesita, porque el descanso, el entretenimiento y el consumo, son salud.
En fin, así como el mundo expulsa al hombre del trabajo en procura de la automatización, así terminé yo saliendo de Sociales, para favorecer el bálsamo pacifista de la unanimidad ideológica y militante. Terminando primero, y con la máxima calificación, las materias que había empezado (y llevándome una nutrida bibliografía para seguir con aquello desde la autodidáctica y el disfrute solitario). Sin una violencia explícita y acuciante, claro está. Es más, sin que esa violencia generara en uno algo más allá de la diversión. Pero es incómodo, convengamos, ir a un lugar en donde todos te miran feo, todos putean antes de escuchar tus argumentos, los asientos están sucios y rotos, las paredes y los pasillos también, hay olores y vahos, y colas eternas para fotocopias, y tantas cosas que ya uno no soporta. Probablemente en realidad, uno ya se estuviera volviendo burgués. Consecuencias no deseadas (¿o sí?) del ingreso pleno al mundo del trabajo. Y entonces ya no tuviera paciencia para bancarse (otra vez) las folklóricas vejaciones de la “universidad para todos”. Sobre todo para morderse la lengua, tomar apuntes y dejar pasar una, dos, tres, cien, mil, todas, haciendo íntima objeción de conciencia, estableciendo la frontera del cuerpo y del silencio como el único y último baluarte de libertad.
Muchos Mitos, Las Pelotas con el inolvidable Alejandro Sokol.