El humanismo sigue confiando ciegamente en la capacidad del hombre de conjurar todos los males que acarrea
Todo el mundo parece haber sido humanizado, poseído, objetivado, apropiado utilitariamente, parcelado hasta en la más ínfima o ridícula porción (hoy día la lupa de la apropiación se dirige hacia las explotaciones del lecho marino de profundidad en aguas internacionales, que permiten la exclusividad para el explotador de parcelas de 10.000 km2). Y el humanismo se ha apropiado del mundo, al punto que todas las querellas, la delimitación de los bandos en oposición, las ideas alternativas, se dan exclusivamente en su ámbito, y cada vez ese ámbito es más restringido, más pequeño, siempre en camino a
El humanismo se soporta en la ciencia, que no es lo mismo que
En cambio la ciencia es una creencia, equiparable a cualquier otra. A la religión o a
De forma tal que el hombre es de naturaleza limitado, y cada progreso, que al comienzo es interpretado como liberador, sólo conduce a la decepción del hallazgo del nuevo límite.
El hombre está limitado originalmente por su misma vida. Es decir, tiene una vida limitada. Y por más que la humanidad pueda acopiar la memoria, el archivo suficiente como para superar a los restantes animales (como decía Nietzsche, hace miles de años que todos los días, al despertar, el tigre comienza a ser tigre), nunca podrá evadirse de sí misma y de los propios límites que signan al hombre. Esos límites, como han observado pensadores más preclaros, denominados arbitrariamente como antirracionalistas, superhumanistas, etc., están marcados por la propia naturaleza del hombre. Por eso la inscripción en la puerta del templo de Apolo en Delfos, luego adoptada por Sócrates: “Conócete a ti mismo”. Y no está de más recordar que Apolo es el padre de todas las ciencias.
Siempre detrás de todo presupuesto, de todo postulado, y sobre todo, de todo camino de investigación y/o de desarrollo, hay un interés prerracional, instintivo, que rige soberano. La inversión de la barbaridad soberbia del cartesianismo, aquello del “Je pense, donc je suis”. Más bien sucede lo contrario. Yo soy, con mis limitaciones, y actúo, y luego procuro explicar y explicarme por qué actué de esa manera.
El límite de la vida, por ejemplo, constituye hoy por hoy y desde hace un tiempo uno de los desvelos más tenaces de la ciencia, que restituyendo la utopía de Condorcet, pretende procurar la inmortalidad en esta vida, luego de haber demolido el concepto de la vida ultraterrena. Distintas técnicas empiezan a aparecer en el horizonte, desde la clonación a la reproducción de la mente —y de la personalidad, cuestión algo más álgida— en un soporte virtual, siempre asociadas con ese desmesurado prestigio que se le da a la razón en orden a la existencia humana. Pero la razón, que es hija de la consciencia, también ha logrado encontrar otro límite. Su propio límite. El hombre realiza una milésima parte de sus acciones cotidianas de forma consciente. El cerebro controla simultáneamente un millón de funciones, del nivel muscular, orgánico, celular, etc., y de ese millón sólo una es consciente. Si la vida se reduce entonces a la razón, o sea a la consciencia, entonces es muy poco vida (una millonésima parte de vida). Tan así son las cosas, que desde antiguo el hombre ha recurrido a distintos métodos para sustraerse de la consciencia en el camino del autoconocimiento. Y acaso, ¿no intenta el psicoanálisis horadar por sobre la mascarada de la consciencia para encontrar los procesos que la conforman?
La prolongación de la vida, que es el camino provisorio en la meta de la eternidad en este mundo que se ha propuesto la ciencia contemporánea, no es otra cosa que la obediencia ciega, prerracional, primigenia y por tanto prioritaria, a un impulso y a un temor: el que surge de la convicción que el humanismo tiene de que después de la muerte no hay nada. Y como el humanismo es por esencia individualista, el impulso es el mismo que acomete a las personas en situación de vida o muerte: el egoísmo. El querer quedarse no implica otra cosa que el no aceptar que uno debe irse en algún momento para dejar paso a los que vienen después, y así renovar el ciclo de
Después de tanto indagar, se ha llegado a la certeza de que lo que nos mata es lo que nos hace vivir: el oxígeno. Nos oxidamos, por eso envejecemos y luego morimos. Vivir sólo cuesta vida. Inclusive, una línea de investigación, una teoría biológica, conduce a sostener que la cantidad de latidos es la que condiciona la duración de la vida, y a postular entonces, además de una vida hipocalórica, austera por demás, una vida sumamente quieta. Actualmente se están desarrollando diversas drogas que intentarán, en el breve plazo, conjurar algunos efectos de los radicales libres para ralentizar el envejecimiento. Pero, ¿para qué queremos, en este mundo tan utilitario, sino sólo para respetar el capricho egoísta de algunos favorecidos por permanecer, tener una enorme población de gerontes gimnásticos, frente a la atroz superpoblación, la marginalidad y exclusión que la maquinización genera, la contaminación ambiental y la escasez de recursos naturales? Lo dicho otra vez. No hay razonamiento lógico que acompañe el paso decidido de la ciencia, y entonces, según los propios criterios de verdad que le otorgan su prestigio, la ciencia es falsa, es un artificio tan respetable (o tan poco respetable, según quién mire) como el mito o la religión.
Nuevamente cito a John Gray (op. cit., pp. 26-27): “Los fundamentalistas científicos aseguran que la ciencia es la búsqueda desinteresada de
[…]
“Y sólo la ciencia tiene el poder para silenciar a los herejes. Hoy en día, es la única institución que puede afirmar esa autoridad. Al igual que la Iglesia en el pasado, tiene poder para destruir o marginar a los pensadores independientes. De hecho, la ciencia no proporciona ninguna imagen fija de las cosas, pero al censurar a aquellos pensadores que se aventuran más allá de las actuales ortodoxias, preserva la confortante ilusión de una única cosmovisión establecida. Puede que sea desafortunado desde el punto de vista de alguien que valore la libertad de pensamiento, pero es indudablemente la principal fuente del atractivo de
¿Cómo es que la ciencia silencia a los herejes? Uno de los métodos preferidos es el control de círculo áulico de las “publicaciones de prestigio”, y de las universidades y centros de investigación “oficiales”. Actuando como una camarilla el grupo de científicos que ostenta determinada posición “oficial”, va a cerrar el acceso a aquéllos que intentan refutarla, o simplemente, divergen de esa posición. En el mundo de la ciencia, no hay lugar para las discusiones. Como vehículo de acceso a la verdad (y en ello la ciencia sigue plenamente a la teología, que también considera que la verdad es un concepto inmanente que gobierna al mundo, y que el hombre sólo puede acceder a ella por la fe en Dios/en la ciencia) la ciencia es sólo una. No admite divisiones ni discrepancias. Porque a diferencia de las mentiras, que son muchas, la verdad sólo puede ser una. Entonces, a diferencia de lo que ocurre —debería ocurrir— en otros ámbitos de la actividad humana, como la política, las artes, el derecho, el deporte, en el ámbito científico no hay lugar para el debate, y por tanto para el disenso. O se comparte con quien detenta el poder de fijar la verdad, o se es réprobo e inmediatamente segregado de los ámbitos de privilegio y excluido de los cenáculos prestigiosos.
A propósito del Climagate, el diario digital chileno El Ciudadano publica, en un recomendable artículo, el siguiente extracto, bajo el título “Conspiración para no dejar publicar a los escépticos”:
“Uno de los más repetidos mantras de los climatólogos creyentes consiste en que los escépticos no publican en revistas científicas respetables, las llamadas peer-reviewed, y ellos sí. Pero parece que en parte esto sucede por un esfuerzo concertado para que así sea. Uno de los intercambios de correos desvelado se indigna ante la publicación de un par de papers científicos de los escépticos en
“Ese intento de acallar las publicaciones científicas escépticas alcanza al IPCC, el macroinforme de la ONU que se supone contiene toda la información relevante sobre la ciencia del clima. Pues bien, otro de los correos muestra a estos científicos indicando que harán todo lo que puedan para evitar que un estudio contrario a sus teorías llegue al IPCC, incluso aunque sea a costa de ‘redefinir lo que significa un estudio peer-reviewed’”.
Constituye un verdadero peligro para la libertad de pensamiento que diversas disciplinas no exactas, concretamente, las llamadas “ciencias del hombre”, queden atrapadas en esta maraña teológica de verdad única. Concretamente, resulta perturbador comprobar la extensión de esas prácticas de exclusión y boicot para con la Historia, que es una disciplina que, por su propia naturaleza, configura el devenir político y espiritual de los años futuros.
Yo he tenido oportunidad de comprobar el sistema de discriminación que se establece en el CONICET respecto de los historiadores-investigadores que discrepan de las posiciones oficiales del círculo hermético de los conservadores de las verdades oficiales. Un dictamen del año 2005 explica —con bastante objetividad y sinceridad, por otra parte, circunstancia infrecuente en estas censuras— el porqué de la denegación de una solicitud de ascenso de un laureado investigador con muchos años de experiencia, doctorados, libros y publicaciones en su haber, al grado superior: “…no me refiero a este caso particular; tengo más bien en mente como ejemplo otros, en que una promoción fue denegada a investigadores brillantes por similares criterios, aun contra el juicio de las Comisiones Asesoras. Con el criterio que señalo, más allá de mi apreciación personal de la obra de …, creo que es difícil considerar que el volumen de su labor no corresponda a la categoría que solicita. En cambio, si se aplica el criterio restrictivo…”
El “criterio restrictivo” tenía que ver con un requerimiento extra legal, vinculado con determinadas actividades dentro del organismo que por supuesto los guardianes de las promociones reservan exclusivamente para sí. Pero sin embargo, es el que resultó aplicado, y a nuestro ingenuo postulante se le vedó el acceso a su merecido ascenso y, en la consideración que las publicaciones “de prestigio” y otros cenáculos por el estilo se hace de su carrera e/o idoneidad, el susodicho estará en inferioridad respecto de sus colegas que se promocionan exclusivamente entre sí en un fregadero de recíprocas alabanzas.
Todo ello abre la puerta a una de las armas de descalificación del hereje más comunes en el mundo científico, sobre todo aquél que por versar sobre las “ciencias del hombre”, es por naturaleza polemógeno, y es el argumentum ad verecundiam, que “implica refutar un argumento o una afirmación de una persona aludiendo al prestigio de la persona opuesta que sustenta el argumento contrario y el descaro del que se atreve a discutirlo, en lugar de considerar al argumento por sí mismo. Como tal es lo que vulgarmente se denomina una descalificación, ya que pretende menguar la categoría de un argumento mediante la apelación a la escasa formación o prestigio de quien lo sostiene en comparación con el de su oponente”.