A continuación, relataré un episodio histórico que creo que agrega un poco de nafta al fuego en torno a la discusión acerca de si un sistema político, por su sola existencia, garantiza o no garantiza determinados derechos y libertades. Que lo disfruten.
El 19 de febrero de 1942 el entonces presidente de los EE.UU., Franklin Delano Roosevelt, emitió la Orden Nº 9.066 que autorizaba a cualquier jefe militar a establecer “áreas militares” y confinar en ellas “a cualquier persona” invocando como único fundamento “motivos de interés militar”. Un mes después Roosevelt emitió la complementaria Orden Nº 9012, estableciendo la “Autoridad Militar de períodos de guerra”, fuerza policíaca que operaría en esos campos de internamiento; y designó a Milton Eisenhower (hermano del siguiente presidente de los EE.UU.) a cargo de la dirección y aplicación de esas dos normas excepcionales, las que a su vez fueron rápidamente, y sin disensiones, aprobadas por el Congreso formalizándolas en Ley.

A principios de marzo de 1942, en cumplimiento de dichas órdenes, el US Army comenzó los dispositivos de evacuación de los 77.000 ciudadanos americanos de origen japonés (Nissei) y los 43.000 japoneses (Issei) radicados en los Estados de California, Washington, Oregon y Arizona. Se emplazó a “todos los japoneses, extranjeros o no” a presentarse en los centros de evacuación el martes 7 de abril de 1942 a las 12 del mediodía. Asimismo, se les advirtió que acarrearan sus propios colchones, y las pertenencias que cupieran en un bolso de mano (unánimes informes de posguerra señalan que el 80% de los bienes almacenados pertenecientes a la población internada fueron “saqueados, robados o vendidos durante su ausencia”).
Milton Eisenhower. Foto de 1943.Las medidas de concentración e internamiento también involucraron a los 23.000 japoneses que vivían en la costa Oeste del Canadá (a los que recién se autorizó a volver en 1949, siete años después), y a la mayor parte de los japoneses residentes en América Latina. El Departamento de Estado presionó a los países latinoamericanos para que detuvieran a sus propios habitantes de ese origen. Algo más de dos millares fueron embarcados desde 12 países hacia diferentes campos de concentración en EE.UU. De ese número, la mayoría (1.800) correspondía a la comunidad radicada en el Perú, que incluso rechazó, una vez terminada la guerra, la reentrada de aquéllos que habían sido deportados. Desde EE.UU., unos 860 partieron a Japón como parte de un intercambio. Al finalizar la guerra, 900 fueron deportados al Japón, 360 fueron objeto de órdenes condicionales de deportación, 300 permanecieron en los Estados Unidos, 200 regresaron a países de América Latina, y sólo 79 recibieron autorización para regresar al Perú. En tanto, Brasil, Uruguay y Paraguay establecieron sus propios programas de internamiento. Los únicos dos países de la región que se mantuvieron neutrales y no comprometieron el bienestar de sus respectivas colectividades fueron Chile y Argentina.

Todo el programa de evacuación e internamiento, establecido en principio para evitar sabotajes y espionaje, alcanzó e involucró también a bebés huérfanos, niños adoptados y aun a ancianos e impedidos. Los niños mestizos también fueron internados, si no tenían vivo o ubicable a su progenitor blanco. Para ese momento el Coronel Kart Bendetsen, director operativo de la evacuación, declaró: “Si tienen una sola gota de sangre japonesa irán a los campos de concentración. Ésa es mi determinación”.
Rápidamente se instalaron, desde las oficinas de relaciones públicas del Ejército, los consabidos eufemismos: “campos de reasentamiento o reubicación” y “asilos para refugiados”, aunque en las comunicaciones oficiales ya por entonces se insinuara que no todo era un lecho de rosas: “a la larga los japoneses sacarán provecho de esta terrible y dolorosa experiencia” (comunicación de un oficial del programa de septiembre de 1942).
Campo de concentración de Manzanar (EE.UU.)Sobre el carácter de estos campos de internamiento, el juez de la Novena Corte de Apelación, William Denman, describía el campo de Lago Thule, California:
“Las alambradas de espino rodeaban a las 18.000 personas, igual que en los campos de concentración alemanes. Había las mismas torretas, con las mismas ametralladoras, destinadas para aquellos que intentaran escalar las altas alambradas. Los barracones estaban cubiertos por cartón alquitranado, y esto teniendo en cuenta las bajas temperaturas de Lago Thule. Ninguna penitenciaría del Estado trataría así a un penado adulto y allí había niños y recién nacidos. Llegar a las letrinas, situadas en el centro del campo, significaba dejar las chozas y caminar bajo la nieve y la lluvia. Una vez más el tratamiento era peor que en cualquier cárcel, sin diferenciar, además, a niños o enfermos. Por si fuera poco, las 18.000 personas estaban hacinadas en barracones de una sola planta. En las celdas de las penitenciarías estatales jamás hubo tales aglomeraciones”. [Citado en Weglyn, M. Years of Infamy (The Untold Story of America’s Concentration Camps), Nueva York, 1976, pág. 156].

En campo Thule hubo al menos 8 muertos por armas de fuego de la copiosa guardia (930 hombres), además de los numerosos heridos de bala. Se acostumbraba golpear a los prisioneros con bates de base-ball. Fueron muy comunes los suicidios entre los prisioneros desesperados, y también las muertes por las pésimas condiciones de vida.
Campo de concentración de Lange (EE.UU.)
Más allá de esta introducción, estimo necesario adentrarnos en el tema del racismo, que inspiró y justificó toda esta política concentracionaria estadounidense, y que demuestra, una vez más, que el “haz lo que yo digo” tiene una vigencia espantosamente universal.
Mark Weber, en The americans concentration camps (Journal of Historical Review, Nº 1 vol. 2), destaca al respecto: “Uno de los aspectos más significativos de esta represión racista es el hecho de que no fue protagonizada por una ‘claque’ de fascistas y militares de extrema derecha, sino que –por el contrario- fue propagada, justificada y administrada por hombres bien conocidos por su apoyo al liberalismo y la democracia”.
En efecto, es difícil hoy día darse una idea del alcance y del apoyo que en la población estadounidense tuvieron tales medidas. Para ejemplo, citaré algunas cuantas opiniones de la época:
Jacobus Ten Broek, E.H. Barnhart y F.W. Matson señalaron al respecto la unánime participación de todos los estamentos institucionales republicanos en ese programa “iniciado por los generales, asesorado, ordenado y supervisado por los jefes civiles del Departamento de Guerra, autorizado por el presidente, sufragado por el Congreso, aprobado por la Corte Suprema y aplaudido por el pueblo” (Prejudice, War and the Constitution, Berkeley, 1968, pág. 325).
Campo de concentración de Poston (EE.UU.)Enero 1942: Henry McLemore, columnista de la red de periódicos Hearts, escribió: “Estoy por el traslado inmediato de todo japonés de la costa oeste de los EE.UU. a algún lugar lejano, en el interior; y no quiero decir tampoco a un lugar bonito. Que los reúnan como a un rebaño y que los despachen a lo más hondo de las regiones yermas. Dejémosles que palidezcan, enfermen, tengan hambre y mueran. Personalmente, odio a los japoneses. Y esto va por todos, sin excepción” (op. cit., pág. 75).
Enero 1942: Leo Carrillo, popular actor californiano, telegrafió al diputado de su circunscripción: “¿Por qué esperar a que los japoneses se sobrepongan antes de que actuemos? Trasladémoslos inmediatamente de la costa al interior. Le insto en nombre de la seguridad de todos los californianos para que la acción se inicie inmediatamente” (Ibíd., pág. 77).
Febrero 1942: Una delegación de congresistas de la costa oeste escribió al presidente Roosevelt pidiendo “una evacuación inmediata de todas las personas de ascendencia japonesa... ya sean extranjeras o ciudadanos de los EE.UU., de la costa del Pacífico”.
El 12 de febrero, en ocasión del aniversario del nacimiento de Abraham Lincoln, el alcalde de Los Ángeles, Fletcher Brown, denunció el “enfermizo sentimentalismo, de aquellos preocupados por las injusticias cometidas contra los japoneses residentes en los EE.UU.”, para luego agregar: “No hay la menor duda –asertó Brown ante su audiencia- de que aquel Lincoln, de apacible aspecto, cuya memoria hoy recordamos y reverenciamos, hubiese detenido a todos los japoneses y los hubiese llevado donde no pudieran causar ningún daño”.
También en febrero aportaron su decidido apoyo a la operación de concentración e internamiento Walter Lippmann, quizás el más famoso columnista del país, y Westbrook Pegler, su oponente conservador.
Campo de concentración de Minidoka (EE.UU.)Sólo una semana después del ataque a Pearl Harbor (diciembre 7 de 1941), el congresista por Mississipi, John Rankin, afirmaba en la Cámara de Representantes: “Propongo que se capture a todos los japoneses de América, Alaska y Hawai y se les interne en campos de concentración; y se les envíe cuanto antes hacia Asia. Esto es una guerra racial. La civilización del hombre blanco ha entrado en guerra con el barbarismo japonés. Uno de los dos habrá de ser destruido. ¡Condenémosles! ¡Deshagámonos de ellos ahora!”
En la misma sesión, otro miembro del Congreso propuso la esterilización de todos los japoneses que se encontraran en suelo americano. Entre el 8 de diciembre de 1941 y el 31 de marzo de 1942 la ira del populacho contra los japoneses produjo 36 agresiones graves y 7 muertes violentas. En enero de 1942, una encuesta nacional arrojaba las siguientes cifras: el 93% de los norteamericanos estaba a favor de la deportación inmediata de los japoneses con pasaporte extranjero; y de ellos el 64% quería que también se expulsara a los ciudadanos norteamericanos de origen japonés; mientras que sólo el 25% desaprobaba expresamente la deportación de sus compatriotas de apellido nipón. Debemos aclarar, a estas alturas, que una antigua ley, recién derogada en 1952, les impedía a los inmigrantes japoneses obtener la ciudadanía estadounidense.
El responsable de organizar la evacuación, Teniente General De Witt, declaró: “En esta guerra en que nos encontramos, una simple migración no rompe las afinidades raciales. La raza japonesa es una raza enemiga y aunque hayan nacido dos o tres generaciones en los EE.UU., posean la nacionalidad y se hayan ‘americanizado’ sus lazos raciales permanecen insolubles... De esto se sigue que a lo largo de la costa oeste hay 112.000 enemigos potenciales de origen japonés”.
Campo de concentración de Rohwer (EE.UU.), con programa de americanización intensiva.
Henry L. Stimson, Ministro de Guerra del presidente Roosevelt (elegido por el Partido Demócrata), fue un poco más lejos en esto del materialismo racial: “Sus características raciales son tales que no podemos comprenderlos ni fiarnos de ellos”.
Otro conocido liberal que participó de la operación como Jefe del Gabinete Civil del Mando Oeste de Defensa y Enlace con el Departamento de Justicia, Tom Clark, reconoció el error en 1966, en una sincera declaración: “Sin duda he cometido errores en mi vida, pero hay dos que públicamente reconozco y deploro: uno es mi intervención en la evacuación de los japoneses de California; la otra es el juicio de Nuremberg”.
Quizás al caso más curioso fue el de otro liberal a ultranza, Earl Warren (que años después desde la Corte Suprema se manifestaría a favor de la igualdad de derechos de los negros), que para ganarse el apoyo popular a su ambiciosa carrera política (ese mismo año 1942 se consagró Gobernador de California), como Fiscal General de California azuzó el racismo. Miembro de la xenófoba organización “Hijos del país del dorado Oeste”, adhería a los lemas de esa institución: “California como ha sido siempre y Dios entiende que debe ser: el paraíso del hombre blanco” y “Salvar California de la invasión amarilla y de sus compañeros renegados blancos”. En fabulosa elucubración pesudo jurídica, Warren afirmó ante el Comité especial del Congreso sobre la Cuestión Japonesa, también en 1942, que el hecho de que ningún japonés hasta ese momento hubiera cometido deslealtad alguna, era una prueba de que en el futuro las cometerían. Curiosa doctrina, en las antípodas del concepto de reincidencia…
Earl WarrenEn cambio, también resulta curiosa la opinión al respecto (bastante solitaria e impopular en ese tiempo) del Jefe del FBI, Edgar Hoover, que calificó a la evacuación como una histeria “basada más en la presión de los políticos que en hechos reales”. [Weglyn, pág. 284].
Volviendo a los liberales, al predecesor de Warren en el gobierno del Estado de California, Culbert L. Olson, agregó un motivo nuevo a la evacuación: Propuso que a los japoneses se los trasladara a las áreas rurales donde se localizaban las principales cosechas, o de otra forma, “la avalancha de chicanos y negros será inevitable”. [Ibíd., pág. 94].
Recién a fines de 1944, cuando la suerte de la guerra estaba ya decidida, la Corte (tras los fallos Hirabayashi -1943- y Korematsu -1944-, en los que se había pronunciado abiertamente a favor de la facultad del Poder Ejecutivo de detener a ciudadanos norteamericanos sin juicio y por tiempo indefinido) falló declarando inconstitucional el programa, hecho que puso fin a la concentración masiva (caso Endo), que sin embargo continuó, aunque atenuada, hasta 1948.

Ni un solo japonés fue finalmente acusado de un caso de sabotaje o espionaje contra los EE.UU. Con el decidido apoyo de ese país, en 1948 la ONU tipificó el delito de genocidio como:
En la presente Convención, se entiende por genocidio cualquiera de los actos mencionados a continuación, perpetrados con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso, como tal:
a) Matanza de miembros del grupo;
b) Lesión grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo;
c) Sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial;
d) Medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo;
e) Traslado por fuerza de niños del grupo a otro grupo.
Los Estados Unidos finalmente se disculparon con las víctimas, en sentido genérico, recién en 1988, a través de una declaración en la que se afirmaba que la evacuación, concentración y abusos se debieron a “los prejuicios raciales, la histeria bélica y la deficiencia del liderazgo político”.