Y de martirios y justicia divina...
La obsesión por atribuir a la Iglesia católica la
exclusividad en la comisión de algunos males en la historia, particularmente,
la persecución religiosa y la pederastia, alcanza a veces ribetes grotescos.
Ello así, más allá obviamente de que tal exclusividad parece ignorar al
Sanedrín y los sacerdotes que pidieron a Pilatos que “suelte a Barrabás”, si
nos atenemos al Evangelio de Juan; o a los protestantes calvinistas que entre
otras lindezas teológicas quemaron en la hoguera en Ginebra al médico (la misma
profesión que San Valentín) Miguel Servet, que había tenido la mala idea de
sugerir que la sangre circulaba por el cuerpo; o al Islam por hechos tan
contemporáneos como públicos y notorios; o a la última de las religiones, el
marxismo, y sus 100 millones de muertos. Tampoco le asiste, lamentablemente,
exclusividad en el segundo de los vicios mencionados, y los matrimonios
mormones con niñas de 10 años, o con niñas aún menores en Yemen, las
violaciones de niñas cristianas en el mundo musulmán, las violaciones de niñas
en la India o
algunas prácticas rituales vinculadas con el pene de los párvulos en la
circuncisión, hacen de la centralización de tal ominosa cuestión en una sola
institución eclesiástica un cliché sesgado, que no sólo no elimina el flagelo,
sino que permite encubrir su incidencia en todos los demás ámbitos no
imputados.
Sea como fuere, y a gusto de cada
consumidor, el elegir el criterio de la exclusividad católica o bien amerarlo
con la generalidad con que otras instituciones semejantes incurren en los
mismos abusos, lo cierto es que, indudablemente, Geraldine Mitelman en su artículo Amando publicado en la última revista Viva (Clarín, domingo 9 de febrero de 2014), se pasó de la raya al
relatar, en un apartado biográfico sobre San Valentín (pág. 22) que “nos referimos a la historia de un mártir ejecutado por la Iglesia católica en el año 270 d.C.,
durante el reinado del emperador Claudio II”. Evidentemente, Mitelman ignora que Roma no fue
católica hasta mucho después. Tras la batalla de Puente Milvio (312 d.C.), que
le permitió a Constantino el Grande
(que vendría a ser o bien bisnieto, o bien sobrino-nieto –según las diversas
fuentes- de Claudio II Gótico; y que
para los ortodoxos, grandes tolerantes también, es San Constantino) deshacerse de Majencio
e ir consolidando el poder en forma individual, supuestamente con los auspicios
de la Cruz, y
sobre todo del Edicto de Milán (313 d.C., 44 años después del martirio de San Valentín), el cristianismo pasó a
ser aceptado como culto legítimo. Aunque en realidad, a partir de entonces su
carácter privilegiado determinó que pronto se pusiera a perseguir a las
religiones paganas (mitraísmo, Sol Invictus, etc.), pese a que Constantino en el año 321 dispusiese la
observancia, para cristianos y no cristianos, del “venerable día del Sol”.
Finalmente, ya rendido ante la insistencia monoteísta, en 326 el emperador
dispuso la destrucción de todas las imágenes de dioses y la confiscación de los
bienes de los templos (muchos de los cuales fueron ese mismo año también destruidos).
Lo cierto es que, si seguimos al erudito
historiador judeo-austríaco en lengua inglesa Walter Ullmann, en su obra Escritos
sobre Teoría Política Medieval (Eudeba, Bs.As., 2003), que compila sus
artículos más medulosos producidos en Cambridge, y a su par francés, no menos
erudito en historia medieval, Georges
Duby (El Matrimonio en la Sociedad de la
Alta Edad Media, en Obras Selectas, Fondo de Cultura
Económica, México, 1999, p. 278 y ss.), el matrimonio fue muy mal visto por el
cristianismo primitivo, que es justamente aquél que clandestinamente y no tanto
se desenvolvía durante el reinado de Claudio
II Gótico. En realidad, tal institución era de raigambre pagana, provenía
de las “viejas y venerables costumbres” que el cristianismo, con su vocación
revolucionaria, venía a destruir. Su esencia era de naturaleza nítidamente
genital, es decir, orientada a la estirpe, y de carácter fáctico, más allá de
los diversos rituales y tipos de matrimonio que coexistieron o se fueron
sucediendo en el milenio de romanidad. Nos dice Duby que en esos primeros tiempos (que fueron más largos de lo que
suele pensarse) “la vertiente ascética… la lleva (a la Iglesia) a condenar el
matrimonio, culpable de ser a la vez impureza, turbación del alma, obstáculo a
la contemplación, en virtud de argumentos y referencias a las Escrituras que en
su mayoría están reunidos ya en el Adversus
Jovinianum de San Jerónimo” (p. 283).
En fin, la naturaleza termina por imponerse sobre la convicción y el fanatismo
de los primeros cristianos (sobre todo, las primeras cristianas, que recién
convertidas a la fe que pregonaba el inminente fin del mundo, se negaban a
mantener relaciones sexuales con sus maridos), y para moderar las pasiones de
la carne, la Iglesia
termina por aceptar y regular al matrimonio como un mal menor. Ello ocurre
progresivamente, aunque de una forma difusa y demorada. En los primeros tiempos
de las invasiones bárbaras, la
Iglesia no pudo más que “ignorar” piadosamente las
turbulentas pasiones de los reyes guerreros germanos, supongo que más por
necesidad de sobrevivir que por indolencia. En medio de esa situación bastante
libre, en la cual tallaban tanto las costumbres ancestrales romanas cuanto las germanas,
los doctrinarios se limitaban a murmurar letanías condenatorias, que no
trascendían el ámbito de los monasterios. La regulación, aunque parezca
mentira, recién se impone socialmente para el siglo IX, y alrededor del año
1000 el matrimonio cristiano termina por proliferar en todos los ámbitos de la
vida civil europea.
También es cierto que el emperador pagano Claudio II Gótico había prohibido el
matrimonio (romano) a sus soldados, entendiendo que la vida militar estaba
reñida con las obligaciones familiares, y con el objetivo de regenerar una
auténtica casta guerrera, que tuviera esa función como norte y centro de la
vida militar. Sin embargo, esa prohibición, como vimos, no entraba en
contradicción con los preceptos de la Iglesia primitiva, sino antes bien coincidía con
la prescripción de “ascetismo para todos” que el cristianismo imponía, y que
pronto se haría moda también entre los paganos, de la mano del neo-platonismo.
Así que la cuestión del martirio de San Valentín se nos pone bastante
confusa, si vamos a seguir sosteniendo, por empezar, que este médico romano
casaba a los soldados en contravención a la prohibición imperial. En realidad,
lo que se nos pone confuso no es el asunto ése del martirio –ya que la
consecuencia natural de semejante transgresión probablemente fuera la de
morir-, sino el tema de la canonización. O sea, por qué un médico romano que
casaba bajo algún rito a jóvenes soldados devino en santo. A eso hay que sumar
la circunstancia de que, a partir del Concilio Vaticano II, la Iglesia católica no
reconoce a Valentín como santo,
simplemente porque pone en duda incluso su existencia histórica.
Probablemente un médico romano haya sido
ajusticiado a mediados de febrero de 269 por contravenir una prohibición
imperial. También es altamente probable que la Iglesia primitiva, en ese
momento en la clandestinidad y en pleno proceso de expansión revolucionaria,
haya aprovechado cada muerto del sistema penal romano para proselitismo en
beneficio propio.
En fin, no está de más mencionar que el
notable emperador que fue Claudio II
Gótico durante su breve reinado le valió la divinización apenas muerto
(junio de 270), como a su antecesor y tocayo. De modo tal que el Divino Claudio II dispuso como dispuso
en vida con la clarividencia de un dios, y ello transforma la muerte del médico
Valentín en algo aún más complicado
en términos religiosos.