La televisión, cuando apareció, ocupó ese lugar central que ocupaba la radio en la sala del hogar, según la famosa ilustración de Westinghouse: el papá en el sillón individual de la derecha, fumando su pipa y leyendo un libro, la lámpara de pie, la radio gigantesca en forma de arco románico en su mesita ad hoc, la nena y la mamá en el sofá de tres cuerpos mirando al vacío y suspirando extasiadas. Por ese entonces, la tele se prendía exclusivamente para ver determinado programa a determinada hora, como una ceremonia familiar, una suerte de teatro doméstico.
Luego la televisión se hizo más pequeña (de hecho, fue chic que la televisión fuera pequeña; comenzaron a competir las marcas para ofrecer cajitas cada vez más portátiles, para seguir la programación en la sala, en el comedor, en la pieza), llegó el color con el Mundial 78, más tarde los controles remotos, primero con manguera, luego con botonera. Ya para entonces, la TV estaba prendida muchas horas. Pasaba a ser la compañera sonora con los teleteatros mejicanos de la señora cuando aseaba el hogar, y luego a la noche quedaba a disposición del marido, que al llegar del trabajo, elegía los noticieros o los programas políticos. Los chicos tenían “su hora” televisiva, más o menos establecida a las 5 ó 6 de la tarde, luego de las actividades diurnas (escuela, más algún deporte, más barrio) y antes de apagarse para hacer los deberes.
Luego llegó el cable, y ya pareció que habría programas variados e interesantes todo el tiempo. La verdad es que no. Muchísimas veces no hay nada de nada para ver, aun recurriendo a los canales del 400 para arriba, pero igual seguimos pasando de uno a otro con el botoncito del control, y en ese mecánico itinerario nos perdemos las horas. Si el Fútbol para Todos nos propone 6 horas diarias de Viernes a Lunes (si hay fecha a mitad de semana, en verdad es de Lunes a Viernes) de balompié y de bajada de línea electoral, aun durante la transmisión del partido, porque la militancia y el compromiso llegan hasta al cronista que está junto a los bancos de suplentes; luego los canales de cable y las polémicas de veteranos ex jugadores y ex árbitros nos robarán otras 3 horas de reiteraciones, reportajes, reiteraciones, opiniones, reiteraciones, comentarios, reiteraciones, tablas y fixture… Si Tinelli nos atrapa durante 2 horas y media de Lunes a Sábados, con excepción de los Miércoles, las repercusiones de los puteríos, delaciones y agresiones verbales y físicas, nos insumirán otras 10 horas diarias al menos durante toda la semana, con Rial, con la Canosa, con AM, con PM, con Desayuno Americano, y hasta con largos extractos que Crónica reproduce como si fuera la noticia fundamental para los argentinos (y quizás lo sea).
¿Habrán sido 613?
En fin, lo cierto es que la tele (las teles, porque la época nos trajo los televisores delgados como una lámina, y la obligación de disponer de uno en casi todos los ambientes) permanece encendida casi todo el día. Desde las 7 de la mañana para saber el clima y los cortes de calles y piquetes programados, hasta las 2 de la mañana del día siguiente, en que uno demoradamente, después de haber dado vueltas por Candela, la explosión de Esteban Echeverría, la polémica de la Ritó con Zaira Nara, etc., decide morosamente apretar el switch e irse a dormir, reprochándose por ser tan boludo.
La tele acompaña, sus estridencias (cada vez más chillones todos, con mayores cortinas de bocinas, sirenas, gritos y efectos de sonido), sus culos, sus guarangadas, sus obscenidades casi sin tapujos, están todo el día llenando el espacio, evitando a las personas el recogimiento y el silencio, la angustiosa situación de quedarse a solas entre ellas, o peor, a solas consigo mismas.
En fin, anoche en Animales Sueltos Alejandro Fantino, quien en su impostada humildad es un formador de opinión, se salía de la vaina por sumergir a su distinguido panel de gatos y figurines en una polémica definida de antemano: Jorge Jacobson había hostigado a Florencia de la V (otra vez) con su sexualidad. Coco Silly apuntó acertadamente que el comentario, acerca de que la hostigada hacía pipí de parada, era gratuitamente agresivo. Es cierto que bien puede cualquiera, sin importar su genitalidad, hacer pipí sentada o sentado.
Lo que llamaba la atención era la forma en que Fantino introdujo la cuestión, y que reiteró, como argumento, una y otra vez: “estamos en el siglo XXI”, “estamos por lanzar una sonda tripulada a Marte”, y todavía hay gente que piensa (en realidad, que observa) como Jacobson. Como si el pensamiento (la mirada) “evolucionara” o “debiera evolucionar” en un determinado sentido prefijado de antemano. ¿Prefijado por quién? ¿Por Dios? No, ya nadie cree en Dios, y menos en sus instituciones y representantes, con lo que Dios no tiene poder normativo. ¿Por una suerte de consciencia universal, que señala lo bueno y lo malo, lo verdadero y lo falso? Puede ser, entendiendo que por “universal” se concibe solamente una parte del hemisferio occidental, soslayando las opiniones y concepciones de los resabios católicos en retroceso (por vecindad inmediata), ortodoxos, musulmanes, hinduístas, confusionistas, sintoístas… O sea que se trata, en todo caso, de una suerte de consciencia correspondiente a un estrato o grupo sociocultural occidental, de formación cristiana pero secularizado, con determinado background educativo y el acceso y compromiso con un cierto mensaje massmediático.
Demasiado sesgada esa “consciencia universal” para escapar al mote de etnocentrismo, que no es otra cosa que una forma más de colonialismo o de evangelización del aborigen nacida de la convicción en la propia y natural superioridad sobre la ignorancia de los demás.
Ese etnocentrismo, por su posición progresista, debe ser asimismo considerado, como lo fue originalmente el cristianismo respecto del judaísmo y del paganismo, un cronocentrismo: su superioridad se sustenta en su posterioridad en el tiempo, en su actualidad frente al pasado. Todo lo que pertenece al pasado está perimido por ese solo hecho, sin que sea necesaria siquiera la más elemental evaluación de resultados sociológicos empíricos. La gran familia romana sometida a la potestas absoluta del páter es superada por la pequeña familia burguesa tipo, y ésta asimismo, por las familias pluriparentales (de los tuyos, los míos y los nuestros) de a partir de los ’70. (En Argentina, léase todo agregando una década). Para luego acercarnos, progresistas, a las “familias” monoparentales y, más propiamente, a la prole propia como derecho del individuo a cumplir con su deseo vital. Es decir, ya no como concierto de voluntades de dos personas en someterse a un plexo de deberes de por vida hacia hijos que se han de tener, sino como derecho individual a tener, además de autos, motos, TV planas, casas y vacaciones, un par de hijos que mostrar y a los que llevar a Disney. En tal sentido, los casos de Ricky Martin o de Ricardo Fort parecen más alejados de la idea de familia que el de Flor de la V y su discreto marido. Será un desafío para Florencia, de 24 horas, de 365 días al año, el enfatizar su aspecto femenino en la intimidad hogareña, y el evitar situaciones paradójicas como las que imagina Jacobson.
La psicología infantil nos enseña que el niño vivencia el acto sexual adulto como un abuso, como una violencia del hombre sobre la mujer, y que esa experiencia puede llevarlo a conductas sádicas en su propia vida adulta. Es entonces recomendable evitar a toda costa que el niño presencie ciertas cosas. Lo mismo cabe para algunas otras, sobre todo, porque los roles de los miembros de una familia son referencias imprescindibles para un desarrollo sano de la psiquis y para la formación de las personas. Si obviamos esta evidencia, es porque a nosotros tampoco nos interesa lo más mínimo la infancia, como hace tiempo nos dejó de interesar la vejez, porque somos simplemente unos monstruos egoístas cerrados en nuestra propia existencia, que pretendemos pasarla bien, no atormentarnos con cuestiones existenciales (como las que nos platea esta posmodernidad de los valores en conflicto permanente) y hacer de nuestra vida una experiencia tan confortable y hedonista cuanto anodina y hueca.
Leemos en Materna: “A los 2 o 3 años, no registran la distinción de sexo, en términos del aparato genital. A esta altura, sólo saben que hay varones y nenas. Así, empiezan a imitar a su mamá o a su papá, disfrazándose con su ropa y reproduciendo conductas propias de cada género”, explica la psicóloga María José Correa, y agrega: “Recién a los 4 o 5 años, los chicos advierten que no todos tenemos el mismo cuerpo y que hay órganos sexuales propiamente masculinos y otros propiamente femeninos”.
Y luego en Pediatra al Día: “La desnudez. Desvestirse para despejar la curiosidad de los niños no es lo apropiado, pero si ocurre naturalmente, o las situaciones son cotidianas dentro del núcleo familiar, no hay ningún inconveniente. Si un niño le pregunta a la mamá ‘me puedo bañar contigo’, no se le puede responder, ‘sí, pero espera que me ponga el traje de baño’”.
El tema se pone un poco más arduo (y me ha pasado personalmente) cuando, por ejemplo, en el descuido de la televisión prendida de fondo omnipresente, en un adelanto en el corte comercial, o en un extracto traído a determinado programa con ánimo burlesco, ante la aparición de Zulma Lobato, un niño de 3 años pregunta: “¿Por qué ese señor está vestido como una mujer?”.
Es claro, el niño ignora que en la posmodernidad el deseo ha reemplazado a la realidad, que el deber-ser ha terminado con el ser, que hay un acuerdo social generalizado en hacer como que, en simular situaciones como si fueran reales. ¿Hay que contestarle al niño que está equivocado en su percepción, que no se trata de un señor vestido de mujer, sino de una mujer que parece un señor vestido de mujer? Desde el conflictivo mundo de los valores, ¿qué valor se impone sobre nuestra misión paternal? ¿El de respetar ese pacto social generalizado para ver las cosas como quisiéramos que fueran? (Sobre todo, como el individuo que acude en procura del reconocimiento de un derecho quiere que el resto vea que las cosas son para él). ¿O bien, el de educar al niño en la verdad de las cosas que se oculta detrás de la apariencia? ¿Es un valor preponderante la Verdad, o lo es el Deseo? Es claro que la sugestión todo lo puede, y que de tanto repetirlo, controlarlo y censurarlo, es muy probable que la sociedad termine por ver el artificio como algo real. ¿Pero es ello bueno? O mejor, para no entrar en cuestiones de valoración absolutas (tan urticantes a la posmodernidad): ¿Es ello preferible, a la verdad?
La televisión es, sin dudas, un sistema complejo y totalizante de creación de virtualidad, y de reforzamiento de esa virtualidad mediante la asignación de roles virtuales, y la generación de situaciones que ingresan a los hogares y deben ser resueltas, tal como recién ejemplificara, con la sabia guía de la propia televisión. Es por ello que, sobre todo, es un permanente soporte del sistema de valores que debe primar para sostener la virtualidad, y al efecto, no son ya propicios los comunicadores más idóneos, más versados, más sólidos intelectualmente. No es tarea para Pancho Ibáñez, ni para María Laura Santillán, ni para Canela… ni siquiera para Osvaldo Quiroga. El lugar para ese menester lo ocupan los presentadores del montón, los chimenteros más básicos, los todólogos de la pavada, acompañados por un coro de figurines, figurones, gatos, perros, contadores de chistes, “mediáticos” e ilusionistas. Paradójicamente, esa mediocrización del comunicador aumenta la eficacia del mensaje. El objetivo no es persuadir, sino encuadrar, incorporar al receptor a la masa, demostrarle que la gente común, la gente de pata al suelo, es la que piensa así, mientras que cualquier disidencia pasa al incómodo escuadrón marginal de los “viejos vinagres”, los “dinosaurios” que no se aggiornaron a los nuevos tiempos, los “Enriques antiguos” de la TV blanco y negro que muchas veces se disimulaba en un armario con puertitas.
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No puedo sustraerme a la tentación de recomendar este artículo (que es tan necesario como difícil, no apto ni para impacientes ni para turistas), mientras aprovecho un extracto como colofón:
“El Estado (neo)constitucional procura la autorrealización del individuo según su plan biográfico, manifestada en los derechos de última generación (la misma imagen de las sucesivas generaciones sugiere su expansión indefinida) –derecho a la disposición del propio cuerpo, a la mutación antropológica en el “género”, a la locura, a la felicidad sexual, etc. Se ha llegado al extremo deconstructivo de la relación entre sujeto y objeto, escamoteándose este último, como señalamos más arriba. La posmodernidad opera ahora sobre un sujeto transeúnte, huérfano sin ombligo, portador de derechos aún antes de entrar en relación con otros sujetos, cuya identidad resulta de su propia voluntad, pura construcción cultural. Esta construcción y reconstrucción incesante del sujeto, ocupante exclusivo del escenario jurídico, cuyo autocumplimiento requiere la diseminación indefinida de sus derechos subjetivos fundamentales, se concreta por medio del activismo judicial y de la agitación de los actores sociales coadyuvantes (ONGs, etc.)”.