El luctuoso accidente sufrido el pasado domingo cerca de la medianoche en la Ruta Nacional 11, a la altura de Villa Ocampo, en el que murieron 14 personas y otras 5 resultaron heridas de gravedad, no puede de ninguna manera conceptuarse como una tragedia (menos aún, como dijo Guillermo Andino, que poco o nada conoce de los géneros teatrales clásicos, de un “hecho dramático”).
Ello así, porque para la definición del término, en la tragedia el desenlace siempre es fatal, es decir, inexorablemente tiene que ocurrir, por más que es conocido previamente por los protagonistas, y, en la ortodoxia del teatro griego, también es conocido por ellos que ese final es inevitable, lo que transforma la gesta trágica en un acontecimiento honorable, épico, digno de ser evocado por las generaciones posteriores. Un acontecimiento que traduce simbólicamente el drama existencial del hombre, la única criatura que conoce de antemano su destino, y elige cómo afrontarlo.
Ese drama existencial, entonces, adquiere caracteres de gesta en la cosmovisión occidental, que tradicionalmente ha elegido la acción como forma de trascendencia, mientras que adquiere carácter de introspección para la cosmovisión oriental, que ha asumido esa misma condición trágica desde la faz contemplativa, procurando con la supresión de toda acción evitar la repetición cíclica de la tragedia.
Un ejemplo de la tragedia, entonces, puede ser la batalla de las Termópilas, en el marco de la Segunda Guerra Médica, en la cual el general espartano Leónidas, al mando de 300 conciudadanos y 1.100 aliados, resistió hasta la muerte de todos ellos la acometida del inmenso ejército persa, de unos 300.000 hombres según fuentes modernas, y protegió así la retirada de unos 5.000 griegos que en conjunto habían bloqueado el desfiladero durante una semana, demorando el avance del invasor en Grecia y causándole severas y definitivas pérdidas. El avance del ejército imperial persa era inevitable, e inevitable era el deber de todo griego por proteger su terruño, e inevitable que el desenlace fuera mortal para todos los que protagonizaron la gesta, sin mayor esperanza que la ganancia de tiempo, la merma de la fuerza del agresor, y sobre todo, claro, la gloria eterna.
Frank Miller
Nada de eso se ha continuado en la modernidad, que ha operado un giro copernicano en la consideración de la tragedia. Y más drástico aún que cualquier otro, puesto que ese giro conduce a la no-consideración del destino trágico. En la omisión sistemática de cualquier consideración.
La idea, entonces, conduce a fomentar una ilusión de bienestar supremo, a través del confort y del consumo, y también a través, como clarificara John Gray (Perros de paja, 2001) y obviamente Aldous Huxley (Un mundo feliz, 1932), de “paraísos artificiales” como los que mentara Charles Baudelaire (1860) a partir de la experiencia hedonista-nihilista de su amigo Thomas De Quincey (sobre todo, a partir de sus Confesiones de un inglés comedor de opio, 1821), y de otros paraísos químicos como las pastillas que engalanan los botiquines de todo buen burgués moderno, sea Lithium, sea Prozac, y por qué no, de los paraísos eléctricos, que conducen a través del estímulo visual y sonoro permanente, al aletargamiento de la consciencia, y que pueden ir desde la abstacción que prefigurara Ray Bradbury en Fahrenheit 451 en 1953 (y que se proyecta en parte de la cultura relámpago de los videoclips) hasta el hiperrealismo del 3-D, hoy en pleno apogeo.
También la idea conduce a la generación de una ilusión, de una esperanza irracional, de carácter mágico, en las posibilidades de la ciencia para retrasar el destino trágico, y hasta para suprimirlo, en un utópico futuro ya soñado por el Marqués de Condorcet, en el que el hombre, a través de ciertos avances de la ciencia, pudiera vivir por siempre.
Condorcet
Mientras tanto, el hombre se conforma con diversas ilusiones de seguridad, de previsibilidad, también de carácter científico, y por lo tanto, no sólo provisorias, sino casi siempre falibles. Sin embargo, idóneas a los efectos negacionistas apuntados.
Si la ciencia es capaz de establecer una gama de probabilidades de muerte temprana o de supervivencia hasta avanzada edad, sustentada en los hábitos alimentarios, en la propensión a los excesos, en los riesgos de accidentes, etc., el individuo se conformará con respetar severamente ese nuevo canon de conducta, para no ser merecedor del aciago destino. Así la regulación avanza decididamente hacia un progresivo prohibicionismo, se avasalla la esfera de privacidad y la libertad del individuo, para resguardar un bien superior, cual es su vida. Se le prohíbe fumar, se le prohíbe andar en moto sin casco, o en auto sin cinturón de seguridad, etc. Se pasa de un Estado de Bienestar paternalista, hacia un Estado de Protección maternalista: “abrigate, nene”; “si no tomás la sopa, te quedarás chiquitito”…
Sin embargo, se genera una perturbadora contradicción en este sistema de previsibilidad conductista, no sólo cuando los buenos alumnos de la vida sana se mueren sin explicación aparente, sino también cuando los mismos fenómenos técnicos asociados con la modernidad sirven para aumentar drásticamente los incidentes mortales.
Anotaba con brillantez Ernst Jünger en su diario el 12 de diciembre de 1966: “El tráfico, uno de los santuarios de la modernidad, es un Moloc, uno de los indicios que apuntan a una edad titánica. Exige un millar de víctimas o más al día, preferentemente por fuego. Una generación que está cansada de los héroes y de la veneración de los héroes se comporta en esto con una desenvoltura sorprendente. Se cae en la estadística; la vida se encarece, la muerte se abarata. También cabe invertir eso, según la idea que se tenga del valor. Heracles, a punto de partir para Nemea, se hace un seguro de vida”.
Ernst Jünger
Y allí sí que hay un punto en el cual la tragedia se diluye. Un Estado maternalista no puede permitirse tantas muertes por accidentes… Porque los accidentes no lo son tales cuando respetan metódicamente una cifra estadística que se repite año a año, cuando se duplican, triplican y multiplican simétricamente como clones. Un accidente es siempre un acontecimiento excepcional. Nunca puede presenciarse una repetición sistemática y exacta de los accidentes. Nunca puede verse la misma noticia una y otra vez en los periódicos, y culpar de ello al destino. Como no puede achacarse a la mala suerte, a otra jugada artera de la fatalidad, la cifra de los delitos, que se repiten en su zonificación y en su modalidad, que se agravan tendencialmente, a través de la experimentación y el escarceo para medir las capacidades estatales de reacción, que toman el tiempo y la capacidad y grado de la respuesta represiva.
Ciertamente, la innovación técnica de la modernidad, y la marginalidad animalizante de la modernidad, son fenómenos que exceden las capacidades del Estado maternalista. Pero ello no excusa la falta de respuesta adecuada a una serie estadística que nunca desciende. Las madres no eligen el barrio en donde viven, ni las amistades potenciales de sus hijos, ni el flujo de tránsito creciente. Pero toman recaudos frente a la expansión de los fenómenos que no pueden controlar. No controlan el contexto, pero sí pueden –y deben- controlar a sus hijos.
Y no alcanza entonces con el “portate bien”, o el “no tomes”, o el “no te drogues”. Los impedientes a establecer deben tener carácter estructural, a los hijos hay que llenarles la vida de posibilidades, sacarlos del abandono inercial al que están condenados de antemano por el contexto.
Como no alcanza con que el Estado maternalista diga simplemente, y con ello considere que agota su responsabilidad, “no conduzcas rápido”, “hacé la revisión técnica de tu vehículo”, “no utilices un camión con más de 20 años de antigüedad”, etc. etc.
La Ley Federal de Tránsito 24.449 tiene 16 años, y en ella se establece una antigüedad máxima de 10 años para autos, colectivos y transporte de sustancias peligrosas y de 20 años para el resto de los camiones. Según nos informa martilleante el Gobierno Nacional, el PBI per cápita es mucho mayor que en aquella década “nefasta”, el país no para de crecer a tasas récord, etc., etc. Entonces nadie alcanza a comprender la magnitud de la evidencia: el creciente grado de precarización y marginalidad, la informalidad –si no, la ilegalidad lisa y llana- ganada a todos los niveles, en ferias multitudinarias que cubren los cronistas televisivos con gozo, mientras aprovechan para comprarse un par de prendas de primeras marcas a un cuarto de su precio y sin factura, en villas miseria que en cinco años han decuplicado su tamaño, y que también son visitadas y publicitadas por la TV, en secuestros, asesinatos y violaciones cada vez más atroces, y a los que responden con “sensaciones”, viboreantes gambetas retóricas y estadísticas miopes producidas por los mismos falentes organismos a los que se les escapa la sangre de los ciudadanos como agua entre los dedos.
De la comunidad organizada a la turba desorganizada. Ver noticia aquí.
Una de las diferencias más palmarias entre el primer mundo y esta Argentina cada vez más “latinoamericanizada” (eufemismo por “marginalizada”) reside en que en el primer mundo no se toleran ciertas cosas, y no hay negocio de venta callejera, de productos de baja calidad y precios regateables, que no acepte todas las tarjetas de crédito y que aun con las compras en efectivo, no deje nunca de emitir el ticket fiscal.
El camión que cegó la vida de 14 personas, y arruinó la de al menos un centenar en Villa Guillermina, venía excedido en sus dimensiones, “como es habitual en los camiones cañeros”, sin luces, sin bandas reflectivas laterales (exigidas desde al menos 6 años por la normativa carretera), sin revisión técnica, hacía 7 años que circulaba sin seguro, y su conductor no tenía licencia ni experiencia. Un camión modelo 1979, con 31 años de antigüedad y las ruedas lisas como la seda. Salió de un camino vecinal perpendicular a una ruta nacional que es eje del comercio internacional, y que además de ser muy angosta (sólo una luz de 70 cm separa a dos camiones que se cruzan sobre su cinta asfáltica, que encima no tiene banquinas) está en un deplorable estado de conservación. Salió parsimoniosamente, largamente excedido de peso, bufando y haciendo fuerza, cruzó toda la ruta en medio de la noche y se posicionó en L, con todo el acoplado sin ninguna posibilidad de ser visto atravesado en la carpeta asfáltica, cuando la combi municipal que llevaba a nenes de una escuela de folclore y sus familiares se metió debajo, sin chances siquiera de frenar.
Ese camionero conocía (o debía conocer, ya que la ley se presume conocida por todos, y si no el Estado de Derecho desaparecería) que estaba en la más absoluta ilegalidad. Pero no le importó. Ese camión gigantesco, viejo y oxidado no se puede esconder de nadie. Seguramente cuando no anda viajando por las rutas del país está estacionado en el barrio de alguna localidad, a la vista de todos. Y el dador de carga, el productor de la caña de azúcar que decidió contratarlo, especulando con un flete ventajoso por lo barato, tampoco podía desconocer las condiciones irregulares de la contraparte. No es física cuántica o mecánica ondulatoria. Es lo más elemental de lo elemental. Lo básico.
Sin embargo, toda una cadena de complicidades, de vistas gordas, permitió que ese camión, excedido en 11 años de su vida útil, pudiera haber circulado 7 años sin seguro… más años que la vida completa de muchos de los chicos que mató.
A eso hay que agregar que en 2006, a pocos kilómetros de esta masacre, un colectivo que llevaba un contingente de alumnos del colegio Ecos, de vuelta de una misión solidaria en una escuela rural, fue embestido de frente por un camión que venía zigzagueando, con el camionero completamente borracho, y murieron por ello 9 alumnos y una profesora. Entonces: dos camiones, ambos en situación irregular, con conductores que no estaban en condiciones de conducir, por la misma ruta fatídica, angosta y en mal estado, arruinaron la vida de muchos niños y jóvenes argentinos que venían en sentido opuesto luego de un viaje educativo. Con nada menos que cuatro años de ventana entre uno y otro, no se trata de dos accidentes… A lo sumo se trata de uno solo. El segundo evidentemente no lo es, y tampoco es una tragedia, porque de ningún modo puede (o no debiera) tratarse de un destino inexorable.
Cuando nadie respeta ningún tipo de control, o los controles no se hacen, y la informalidad y el viva la Pepa reinan soberanos, y es posible ver pasar centenares de camiones en mal estado y copar la 9 de Julio, como ocurrió en 2004, para evitar que se ponga efectivamente en marcha el sistema integrado nacional de información y sanciones para el transporte por camión, con secuestros e inhabilitaciones definitivas, y lo que logran esos 300 marginales es que las sanciones se transformen en “advertencias” y las normas en “anuncios”, resulta que el Estado bobo, debe apelar a otro tipo de estrategias.
La más evidente y elemental es aquélla conducente a evitar físicamente los cruces de los principales corredores de tránsito y transporte con los caminos vecinales, y en definitiva, cualquier cruce viario a nivel. Y por sobre todo, suprimir las rutas de doble mano, puesto que los choques frontales son los más frecuentes y los más mortales. Es decir, operar con la inversión en infraestructura las modificaciones al entorno exigidas por las circunstancias.
Informe Vialidad Nacional, 2007.
La evolución presupuestaria para inversión en la red vial nacional, en dólares, de los últimos 8 años, es la que se aprecia en el siguiente cuadro, y en la columna anexa, el estimado de lo que realmente pudo haberse ejecutado, basado en los aportes extraordinarios que, en uso de facultades extraordinarias, hizo sistemáticamente la Jefatura de Gabinete de Ministros.
Presupuesto Año | Aprobado (millones de USD) | Ejecutado (millones de USD) |
2003 | 219 | 219 |
2004 | 341 | 450 |
2005 | 530 | 746 |
2006 | 800 | 1.356 |
2007 | 1.090 | 2.017 |
2008 | 1.583 | 2.835 |
2009 | 1.732 | 3.064 |
2010 | 1.989 | 3.544 |
Total | 8.284 | 14.231 |
Ahora bien, ya en 2006 la Dirección Nacional de Vialidad consignaba una inversión de $ 2.449 millones en 1.554 km de “Obras Nuevas”, lo que significa, al tipo de cambio de esa época, unos USD 525.300 por kilómetro de ruta nueva construido, y significaba asimismo que el 33% del total ejecutado se había destinado a obras nuevas.
Informe de Gestión "5 Años de Gestión", Ministerio de Planificación Federal, Inversión Pública y Servicios.
Sin embargo, en la actualidad el mismo organismo, dependiente de la Secretaría de Obras Públicas señala en su página web, para las obras que tiene en ejecución o recientemente ejecutadas:
Obra | Extensión | Presupuesto (millones USD) | Millones USD/Km |
Autopista Rosario - Córdoba | 316 km | 671,0 | 2,12 |
RN 40 | 5.000 km | 1.376 | 0,28 |
RN 23 (Río Negro) | 337 km | 113 | 0,34 |
RN 3 Autovía Trelew – Madryn | 60 km | 78 | 1,30 |
RN 150 (Corredor Bioceánico Central) | 389 km | 205 | 0,53 |
RN 14 Autovía Gualeguaychú – Paso de los Libres | 450 km | 623 | 1,38 |
RN 7 (Paso a través de Laguna La Picassa) | 10,5 km | 17 | 1,63 |
RN 101 (Misiones hasta Iguazú) | 88 km | 90 | 1,02 |
RN 40 (Catamarca, de montaña) | 38 km | 25 | 0,67 |
RN 8 Autopista Pilar - Pergamino | 166 km | 401 | 2,42 |
De las obras consignadas, sólo la correspondiente a la RN 150, en la Provincia de San Juan, se mantiene en el mismo parámetro consignado para 2006. La Autopista Rosario Córdoba resulta excesivamente onerosa, porque es una obra casi terminada, con lo que refleja un “costo real”, vinculado con rubros colaterales, actualizaciones y otras argucias no necesariamente presupuestados en el origen. La Autopista Pilar-Pergamino luce como la obra más cara, puesto que está en etapa preliminar, de llamado a licitación, y ya contiene en su valuación el famoso “costo Bicentenario”.
En tanto, las Autovías Telew – Madryn y Gualeguaychú – Paso de los Libres, pueden ser tenidas como un parámetro estándar de precio para obras de envergadura similar, conducentes a asegurar dos carriles por sentido de circulación y suprimir los cruces a nivel (siempre, claro está, siendo indulgentes con el “costo argentino” contenido por supuesto también en esas obras). Así las cosas, nos posicionaremos en un valor de US$ 1,3 millones por cada kilómetro nuevo de autovía a construir.
Ello nos conduce a la posibilidad, lamentablemente no manifestada en la realidad, ya que el sistema nacional de autopistas crece a un ritmo exasperantemente lento (unos 26 km por año) de haber construido, en estos 8 años de manteca al techo, casi 11.000 km de autopistas de acuerdo al monto efectivamente ejecutado, o al menos, 6.400 km de acuerdo con el monto originalmente presupuestado, o siquiera, 3.000 a 5.000 km de autopistas si sólo se hubiera destinado a ese fin menos de la mitad del dinero disponible para el objetivo declarado.
No hace falta decirlo: con 11.000 km de autopistas, casi toda la red troncal nacional estaría bajo resguardo de este tipo de accidentes, y de otros tantos, más allá de que la marginalidad siguiera imperando en los intocables camiones de nuestro sacrosanto –y lamentable- sistema de transporte.
Ello más así, teniendo en cuenta que las tareas de Recuperación y Mantenimiento (programas CREMA) se efectúan con créditos externos del Banco Mundial y de la Corporación Andina de Fomento, y que las acciones de mantenimiento en la Red Vial Concesionada quedan a cargo de las empresas de peajes, con el obtenido de las tarifas cobradas a los usuarios. De modo tal, que el monto presupuestario proveniente de impuestos se puede volcar casi en su totalidad a obras nuevas.
El saldo de todo este derroche inconducente, en donde no se puede encontrar la plata invertida en ningún lado, asciende, en promedio muy precario (ya que ni siquiera son fiables las estadísticas oficiales, desde que muchos “heridos” en un primer momento, mueren a la semana o al mes, y no son incluidos como fallecidos), asciende a unos 10.000 muertos por años y unos 40.000 heridos de diversa gravedad. Este año esa cifra negra ya ha sido ocupada en los dos primeros cuatrimestres, con lo que es dable esperar se supere holgadamente cualquier récord histórico.
De todos modos, hablamos de casi un centenar de miles de víctimas fatales y más de tres centenares de miles de tullidos, traumados, deformados por los golpes… de un millón de personas que los lloran, que los recuerdan con dolor todos los días, en los 8 años en los que la obra pública ha sido el pilar de nuestro modelo popular de crecimiento con inclusión, y la mar en coche.
En medio de todo ello, se ha sancionado una infinidad de normas que son sólo perorata vacía, sin reflejo en la realidad de nuestro tránsito. Se ha modificado la Ley de Tránsito para crear una nueva Agencia Nacional de Tránsito y Seguridad Vial (ANTSV, Ley 26.363), con cojonudo edificio en Puerto Madero, a estrenar, vista al río, y unas muy pitucas camionetas color naranja, que van a los lugares donde se mataron unos cuantos argentinos cada día, a “investigar el accidente”, se le ha dado las facultades de “coordinar”, “armonizar”, “proponer”, “reflexionar”… se ha prohibido la venta de alcohol en los locales con acceso directo a rutas y autopistas, se ha postulado un sistema de licencia de conducir unificada… Y mientras, cada año, miles mueren por conductores sin licencia, o alcoholizados, o negligentes, en rutas de la época de las carretas, en vehículos vetustos, de 30 y 40 años de antigüedad, sin seguro, sin luces, sin vergüenza.
A todo esto nos referimos cuando hablamos de carencia de gestión, de falta de idoneidad, de excesiva gestualidad vacía, de palabras sin hechos, de caretear y caretear, de llenar toneladas de papel estéril, mientras afuera la vida pasa… pasa y se va.