"El Papado tendrá nuevas normas. Lo malo de ayer dejará de serlo. La misa será protestante, sin serlo. Los protestantes
serán católicos sin serlo. El Papa se alejará del Vaticano en viajes y llegará a América, en tanto la humanidad caerá".
Benjamín Solari Parravicini (que también es argentino), profecía de 1938
Es curioso que la mayor parte (y la más
bullanguera) de quienes propugnan por una “apertura” progresista de la Iglesia
sean asimismo personas completamente alejadas de la religión católica. Bien
profesantes de otros cultos, bien ateos. Siempre pendientes de novedades
concernientes antes al plano político-material de la vida terrena, que al plano
sacerdotal-espiritual que debería regular y orientar la vida de la institución
eclesiástica.
Decimos que es curioso, porque siglos ha
insumido al pensamiento moderno consagrar la separación definitiva de la
Iglesia respecto de los asuntos del mundo. Desde la reserva interior que aceptaba Spinoza para el súbdito
(innovando así respecto de Hobbes, que esperaba de éste la adhesión integral de cuerpo y alma), a
la progresiva independencia de las monarquías respecto del papado (llegando a
los extremos de las iglesias nacionales, de las que la anglicana es el ejemplo
paradigmático), a la libertad de culto y la creación de instituciones civiles
laicas en los Estados nacionales, a la directa indiferencia del poder político respecto de todos los cultos, e
incluso, a la prohibición de cualquier alusión religiosa en los asuntos
públicos de que hacen gala los más recientes avances (eliminación de crucifijos
y de cruces de banderas, juzgados, edificios educativos, de la invocación de
Dios como fórmula documental, etc.).
Al
César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Con ese axioma táctico la Iglesia avanzó en la antigua Roma, para
obtener primero la tolerancia hacia la desobediencia de los fieles respecto de
cualquier exigencia de juramento a la autoridad política, luego la propia
consagración como autoridad religiosa oficial con Constantino, y un
siglo después, con la prohibición de los cultos paganos y su persecución con Teodosio.
Con la debacle e implosión final del Imperio Romano de Occidente, la Iglesia
ocupó el pináculo de la auctóritas, pasó a ser fuente y fundamento del poder
terrenal. El emperador del Sacro Imperio Romano Germánico había de ser
consagrado y entronizado por la autoridad católica para gozar de legitimidad,
cuestión que luego se prolongó a las monarquías que cobraban progresivo vigor
como fuerzas de unificación nacional: París
bien vale una misa, dijo con pragmatismo el austero protestante Enrique
de Navarra, al convertirse al catolicismo para acceder a la corona de
Francia.
En fin, luego las guerras de religión, e
incluso la contrarreforma, adunarán el concepto de separación de Iglesia y
Estado, y la progresiva detracción de la Iglesia de los asuntos públicos, como
también en Occidente, la decisión del Estado de apartarse absolutamente de la
esfera de actuación clerical (concordato de 1966, reconocimiento de la
educación libre, o sea religiosa,
luego del intento secular de publicizarla en la mayor medida, etc.).
El poder político y la sociedad civil (en
tanto sujeto político) se encontraban entonces ya libres y emancipados de la
tutela eclesiástica. La Iglesia debía renunciar a su influencia terrena para
centrarse en su misión espiritual, que en todo caso, redundaría mediatamente en
regulación social de las conductas, estableciendo valores y reglas
extra-jurídicas para sus fieles.
Esos valores y reglas, primeramente, fueron
aceptados por el poder terrenal como idónea guía ética
(en tanto guía del comportamiento ordenado) para la regulación social:
recordemos que el peronismo, la principal fuerza política de la historia
argentina moderna, reivindica sus raíces humanistas cristianas, y lo mismo hace
la mayor parte del antiperonismo, que ha atacado a aquél con un fervor "cruzado"
en 1955, si bien entonces hubo asimismo englobado a amplios sectores de ateísmo militante.
En cambio el progresismo, que como el
liberalismo en los ’90 ocupa en exclusividad desde el año 2000 el panorama
ideológico argentino (tanto en lo relativo a los consensos como en cuanto a los
temas de agenda, las cuestiones que a todo el arco político le resultan
relevantes), no hesita en proclamarse contrario
a esos valores y reglas. En tanto superador
(la visión progresista de la historia supone la superioridad moral de lo posterior
en el tiempo, la idea de que la humanidad se encamina mecánicamente, por el
mero giro de las manecillas del reloj, hacia una mayor madurez, sabiduría,
bondad, unidad y capacidad para solucionar problemas) es negador. En tanto relativista, es enemigo de cualquier esquema normativo, sea éste
jurídico, sea religioso. Por más que resulte polémico (frente a la utopía
progresista que aspira a la supresión del conflicto y a la composición irenista
de un tranquilo estanque social de aguas quietas como el aceite, donde la
indiferenciación sustituya las discordias nacidas del individualismo o las
corporaciones), hay que decirlo: cuando se suprimen las reglas de exclusión,
las reglas que condicionan y delimitan las fronteras de las instituciones,
éstas desaparecen.
Con la desaparición de las reglas
desaparecen las instituciones. De nada sirve postular que “familia” como unidad
celular es tanto un grupo constituido por padre-madre-hijos como un grupo
constituido por amigos-compañeros de trabajo-un sobrino-el vecino de enfrente. Los
márgenes se difuminan, la particularidad diferenciante de la institución se
diluye en el estanque. Esta evidencia no obedece a ninguna moralina
apriorística. No estamos en contra de que se considere familia, por ejemplo, a todo el grupo de personas que habita bajo
un mismo techo, aunque ello habrá de deparar nuevas polémicas. La familia es una construcción social. En las sociedades
matriarcales todos los hijos son de todas las mujeres, que viven aisladas de
los hombres y los crían hasta cierta edad, en que los varones pasan a vivir en los
colegios masculinos. En esas
sociedades, la familia es el conjunto de las mujeres, mientras que los colegios
masculinos (generalmente, constituidos bajo la invocación totémica de alguna
divinidad) son otras instituciones separadas, dedicadas a la caza y a la guerra
y al culto particular. Precisamente la Iglesia ha tomado prestados conceptos
organizacionales semejantes a los de los colegios masculinos, y también lo han
hecho las órdenes monásticas budistas por ejemplo.
Bertrand Russell estimaba (Matrimonio y Moral, 1929) que en un
futuro el Estado suplantaría la figura del padre (como educador, proveedor,
preceptor, inspirador e ideólogo) y Aldous Huxley fue aún más lejos en Un mundo feliz (1932), al predecir la
desaparición definitiva de la familia a través del monopolio del Estado en la
reproducción mediante manipulación extrauterina y la prohibición absoluta de la
monogamia: un mundo de individuos que viven una vida despreocupada, matizada de
frecuentes relaciones fugaces.
Si la familia es una construcción social,
es entonces artificial, y si es artificial, entonces puede ser suprimida. Dentro
de ese razonamiento de índole progresista, que parte siempre desde la
relativización genealógica de raigambre nietzscheana, pero empleada con
propósitos de mera demolición, toda institución es, en cuanto elemento
diferenciante, una engorrosa herencia vestigial, que la progresiva iluminación
de la razón en el hombre habrá de suprimir.
Hay en ello una drástica diferencia, tanto
con el pensamiento tradicional, cuanto con el superhumanismo nietzscheano que
detectó su agonía. En ambos órdenes, la institución, como toda creación humana
–de por sí, dificultosa, ardua y prolongada por muchas generaciones- era
valorada como un tesoro. Un tesoro a preservar en el caso de la tradición; un
tesoro que cimentara una evolución, que motivara su perfeccionamiento, en el
caso de Nietzsche (quien se tomó el trabajo en Genealogía de la Moral -1887- de recordarle al mundo lo penoso y
hasta tortuoso que fue el proceso de domesticación del hombre, para lograr de
él una conducta civilizada que hoy puede parecer espontánea, pero que siempre
corre el riesgo de perderse: “mata el
miedo que guarda el animal, limpia el cuerpo pues dentro de él estás”.
[Víd. este artículo]
La artificialidad de las instituciones en
cuanto construcciones sociales, debe entonces servir para tomar consciencia de
su fragilidad, de la necesidad de preservarlas, antes que para justificar su
eliminación. El corrimiento progresivo de la frontera de denotación (qué cosas
entran dentro del concepto y cuáles permanecen –todavía- afuera), que va de la
mano de la flexibilización en la regulación de las instituciones, es un
evidente sistema de dilución de la particularidad en el estanque de la
indiferenciación, y por tanto, un mecanismo “poco traumático” de eliminación.
La familia es una institución arcaica, vetusta, el último bastión corporativo
(el término es usado, como siempre en nosotros, con su acepción clásica o
durkheiminiana, es decir, como cuerpo
social intermedio -víd. acá-) a ser derribado para dejar desnudo al individuo.
Pero, para preocupación de este esquema tan
plano, debemos decir que el individuo también es una construcción social, y
entonces también puede ser suprimido. Un individuo formado a partir de la
familia como transmisora primaria de valores, y contenido por otras
instituciones también axiomáticas, guarda una particularidad que choca contra
la pretensión homogeneizadora y minimalista de la modernidad progresista (que
pretende la suave superficialidad del homo
consumens: ¿la vida despreocupada del “mundo feliz”?). Pero la desindividuación paradójica que esconde
la eliminación de las instituciones, ¿acaso no deja nuevamente al descubierto
esa animalidad descarnada, o sea, no deshumaniza?
Tenemos por un lado al marginal delincuente,
generado a los ponchazos, al margen
de cualquier atisbo de institución familiar (a lo sumo, la difusa figura
monoparental de una madre casi ausente, que colecciona hijos de distinta
procedencia y que no tiene la capacidad para criarlos), que se define casi
excluyentemente en cuanto consumidor,
viviendo el día a día "jugado", sin la mínima capacidad de ahorro ni de previsión, y que carece en absoluto de
empatía porque desconoce las bases formativas del amor humano (también artificial). Por eso golpea a los viejos, por
eso dispara al vientre de las embarazadas, por eso mata al padre delante de sus
hijos.
Por el otro lado, al hedonista centrado en
su progreso material, en la disponibilidad de íconos de consumo, electrónica de
última generación, autos rimbombantes, viajes exóticos, mujeres de exhibición,
esclavizado por el apego material que determina que hasta los hijos sean una
adquisición caprichosa, y casi siempre, avergonzado y distante de su familia de
origen.
Lo postula Norman O. Brown en El cuerpo del amor (1966): para lograr
la universalización total, el paso definitivo hacia la indiferenciación y el
igualitarismo, hay que eliminar tanto al individuo
cuanto a la fraternidad (que es el
concepto a través del cual él abarca tanto a las instituciones como a las
corporaciones y también a las naciones, etnias y otras formas de agrupación
opuestas al universalismo). Para eliminar al individuo no hace falta más que
despojarlo de todo su “ornamento superestructural” (evidente y expresa
inspiración marxista en su pensamiento): alma, espíritu, mente individual,
personalidad. Despojarlo de todos esos elementos diferenciantes para desnudar su naturaleza animal. Como animales los
hombres desindividuados formarían espontáneamente un
ser superior, la Humanidad, como las abejas forman la colmena o las hormigas el
hormiguero. Ese libro influyó definitivamente en el movimiento hippie. Aunque a título anecdótico,
debemos consignar que, previamente a su carrera universitaria en casas de
estudio de poco renombre (Róchester y Santa Cruz), Brown perteneció a la Oficina
de Servicios Estratégicos (OSS), antecesora de la CIA. No consta que haya
ocurrido en algún momento su desvinculación de la compañía.
Es curioso entonces también cómo el
progresismo, que confía tanto en la capacidad del hombre de auto-iluminarse y
alcanzar la perfección y la armonía en una sociedad sin conflictos y sin
diferencias, desprecie en tanto artificial,
a toda creación humana, y tan sólo valore los fundamentos “naturales”. Toda
creación humana, por ese mismo hecho de haber sido creada por el hombre, puede
ser eliminada por el hombre. Hemos visto que, si puede ser eliminada, para el progresismo debe ser eliminada para dar paso a lo nuevo, en una suerte de
renovación constante, similar al fenómeno tecnológico. Ampliando los límites
hasta que los límites abarquen el todo, y entonces el fenómeno particular
desaparezca.
Es decir, lo artificial señala la particularidad, diferencia, discrimina,
separa las aguas, clasifica… conspira contra la igualdad natural (un principio apriorístico común a todo el pensamiento
moderno). Destruyendo entonces todo lo humano, descarnando el muñeco de Dios hasta el tuétano, se
llega al paraíso humano. Tiene su lógica: a todo paraíso se accede después de
la muerte.
Todos los argumentos que sostienen la
ampliación/dilución de los límites respecto de cualquier particularidad
diferenciante se sostienen en la
autoridad de la
Naturaleza. Curiosamente, la autoridad de la Naturaleza (como creación de
Dios) fue invocada tantas veces por la Iglesia como fundamento de sus
regulaciones civiles. Pasando la Naturaleza de ser creación de Dios a ser
creación de la Ciencia, es comprensible que la Ciencia entonces señale o
respalde el nuevo paradigma anti-normativo. Pero el problema está, como
siempre, en la cuestión ontológica: si el hombre es hijo de la Naturaleza o es
su padre. Como hijo de Dios, vendría a ser lo primero, y entonces en todo caso el teólogo sería el naturalista. Pero como padre de la
Ciencia, en cambio sería lo segundo. Y en ese segundo caso, solamente un
solipsismo cartesiano puede fundar el criterio de Verdad en el sujeto, y ya no hay objeto.
Es el mismo solipsismo característico de la
modernidad que funda la utopía de la supresión absoluta y definitiva de las
diferencias, de la dilución total en el estanque, en criterios que por
subjetivos son artificiales.
Destruir las diferencias por haber
detectado en ellas su germen artificial,
para conseguir la igualdad en la indiferenciación que procede de un deseo, de
un concepto, de una visión, que por tanto es artificial, nos devuelve, en su paradoja, a la sensatez.
Ocurre que mentar a la Naturaleza como
fundamento de Verdad es una falacia. Nada hay en el hombre de natural. Todo en él es creación. Si su
cuerpo no ha sido por él creado, sí lo ha sido la consciencia y reflexión sobre
su cuerpo. El límite de la percepción humana está en la percepción humana. El
hombre sólo puede comprender al mundo como hombre y en tanto hombre. Todo lo
demás lo excede y lo niega. El mundo entonces, en tanto construcción humana, es
artificial. ¿Destruirá entonces el
hombre al mundo? En pos del logro de la igualdad absoluta a través de la
indiferenciación, eso es posible, si no es ya un proceso en marcha.
Pero volvamos a nuestro tema del principio:
el desvelo de aquellos que no son católicos, o que son sólo nominalmente
católicos y son progresistas (ésos que no creen ya en ningún dogma, ni obedecen ningún precepto,
ni pisan jamás una iglesia, pero que de vez en cuando se persignan, o dicen que
“creen en Dios” como un concepto genérico y difuso) es el proceso de apertura de la Iglesia. Cruzan
los dedos ante cada posibilidad de un anuncio, ponderan la posibilidad de un
cambio, extractan (¿descontextualizan?) cualquier referencia que pueda
esperanzarlos… Nos preguntamos acerca del sentido final de esa nerviosa
expectativa. ¿Se convertirán en católicos quienes no lo eran y volverán a la
Iglesia los que alguna vez lo fueron si la Iglesia difumina (aún más) los
límites entre lo que admite y lo que no admite en su seno, hasta hacerlos
desaparecer? Y en tal caso, ¿qué diferencia habría entre ser católico y no
serlo?
El Concilio Vaticano II (1962-65) avanzó
decididamente en ese esquema de apertura.
Felipe Pigna, en el último número de Viva,
elogia entusiasta a Juan XXIII como “el mejor Papa” que ha tenido la Iglesia. Ya hemos
dicho (aquí y aquí), empero, que las opiniones de ese autor son casi una pauta exegética
infalible… por opción contraria. Pigna, que evidentemente no es católico, llega
a esa calificación por la decisión y convocatoria a ese concilio ecuménico, que
él considera (y no está solo en esa apreciación) antecedente del movimiento
tercermundista que afectó a Latinoamérica poco después. Lo que nadie dice, pero
todos ven, es que muy pocos habrán retornado a la Iglesia por esa apertura sesentista, pero una evidente
estadística señala que más bien la Iglesia no ha dejado desde entonces de
perder fieles.
En Europa los templos católicos son casi
exclusivamente monumentos y museos sostenidos con fines turísticos, mientras
una religión fuerte y dogmática como el Islam gana camino a pasos agigantados
recabando crecientes adhesiones, ya no sólo de los inmigrantes magrebíes o
árabes, sino de los propios europeos de muchas generaciones. Nos enteramos hace
poco de la furia que acometió a Frank Ribéry (rubio descendiente de galos o
de francos) cuando en un festejo del Bayern Múnich lo bañaron en cerveza.
Recién pudieron calmarlo cuando le aseguraron (¿le mintieron?) que la cerveza
del festejo no tenía alcohol. Es que Bilal
Yusuf Mohammed se convirtió en 2009 a la religión que ya es
la mayoritaria en Francia (país en donde hay más mezquitas que en Marruecos y
Túnez juntos, incluyendo la que el Estado francés ha ayudado financieramente a
construir en Poitiers, la ciudad en que Carlos Martel frenó en 732 la
conquista de Europa por el Islam).
Y el Islam gana adeptos de forma
irreversible, con una velocidad arrolladora, ocupando una creciente proporción
en toda Europa y también en los EE.UU. (donde se ha duplicado la cantidad de
mezquitas en los 12 años que pasaron desde el 11-S), con sus preceptos rígidos
y estrechos como un corsé, con su liturgia en árabe desde Al-Adhan, con sus prohibiciones absolutas, la exigencia de
renunciamientos, de reclusiones (en el hogar o dentro de los vestidos desde la coronilla a la punta de los pies), de
ascetismo, de la renuncia a las tentaciones materiales del mundo… su censura al
hedonismo y su intolerancia para con los desvíos.
Mientras tanto, la Iglesia, con su
complaciente apertura, obedeciendo a una presión obstinada y casi
exclusivamente concentrada sobre ella, se ha transformado en una ONG más de
buenos propósitos humanitarios. La apertura ha acercado la Iglesia a su entorno
local (a través del empleo exclusivo del idioma local, y la adopción de música popular ligera en la liturgia, palmas arriba, moviendo las caderas, las actividades colectivas, los fogones, etc.) y
a su entorno social (el trabajo de caridad, los voluntariados en villas y
hogares de necesitados, etc.), pero la ha hecho víctima del proceso general de
desacralización del mundo que experimenta Occidente.
Reflexionábamos días
atrás, a propósito de este artículo acerca de la necesidad de recuperar el misterio como factor movilizador. El
misterio que se ha perdido con las órdenes iniciáticas, pero que increíblemente
se sostiene en algunos mitos populares, retoños insospechados de un árbol de
paganismo que se creía seco.