Almafuerte hizo un comentario muy perspicaz en el post anterior, Los pueblos mercaderes, que encuentra curiosa sintonía con mis propias cuitas, suscitadas ante el texto allí transcripto. En efecto, la cordial y siempre inteligente comentarista ha apuntado al respecto: "¡Pero si ni siquiera somos un pueblo de mercaderes! Somos un pueblo de notarios, empleados públicos y coleccionistas de papel. Un sello y archívese. Un pueblo con culpa y envidia, que condena la prosperidad empresaria y aplaude la del vivo y el atorrante".
Cómo no coincidir con esa reflexión. Empero, debemos apuntar que “pueblos de mercaderes” es una categorización que abarca más o menos pacíficamente, en el mundo moderno, a todas las naciones civilizadas. Se trata de un modelo, el burgués, surgido con pretensiones no sólo hegemónicas, sino sobre todo, uniformizantes. La entronización del tercer estado, en detrimento del clero y la nobleza a fines del siglo XVIII (y fundamentalmente a partir de la caída de los últimos cuatro grandes imperios después de la Primera Guerra Mundial), no significó una mera recomposición del mosaico social, sino antes bien, la supresión de los otros estados, y la postulación de un modelo único de vida y de civilización, arquetipificado el hombre en el homo œconomicus –un “buen hombre de negocios”, frío, calculador, interesado, egoísta, eficiente, conocedor de cada vericueto y estratagema-, y el mundo en el mercado.
Asimismo, mercader es toda “persona que trata o comercia con géneros vendibles” (DRAE, 1ª acep.), que en la degradación a que nos somete un mundo únicamente materialista, sustancialmente compete a todos los géneros, aun a aquellos que en la enunciación ética o principista no deberían serlo. Se trata de una circunstancia empírica, fáctica, y no de un postulado axiomático.
La interpenetración del mercado en la esfera que apriorísticamente debería ser desmercantilizada (la esfera pública) de una forma no anecdótica, ni siquiera consuetudinaria, sino funcional y sistémica, es un fenómeno también hijo de esa mercantilización general del mundo devenida del triunfo arrollador y absoluto de la burguesía. ¿Qué es el Estado hoy si no un instrumento (un objeto y ya no un sujeto) del mercado? Y más aun: Traspasando las cortinas de humo que impone la esloganización de la política mediática y de la subversión semántica, resulta evidente que esa mercantilización del Estado es más acentuada en los regímenes proteccionistas e intervencionistas que en aquellos que precisamente otorgan al mercado un espacio de acción independiente de la gestión política. Bien ha dicho Claus Offe que el Estado intervencionista, de corte socialdemócrata, desmercantiliza a la sociedad civil, le resta incentivos a la inversión y creatividad a las estrategias privadas. El correlato de ese fenómeno es la mercantilización del propio Estado.
El premio Nóbel de Economía Gunnar Myrdal propuso una paradoja en referencia a los países subdesarrollados: según ella, el sector privado es allí estatista porque pide protección y subsidios al Estado, y el sector público es privatista porque a los funcionarios los anima el espíritu de lucro individual. Los privados operan entonces en el ámbito de la esfera pública, trajinando pasillos y haciendo banco en las salas de espera de los despachos; y asimismo la esfera pública opera bajo el influjo del lucro privado, sistema que por otra parte se acentúa cuando el gobierno descarta cualquier requisito de mérito y calificación para el funcionariato (así como cualquier mínima auditoría de gestión), y éste pasa a ser vector de los favores políticos y de un sistema piramidal de recaudación paralela –v.gr., se “compra” la silla, o se “paga alquiler” por el cargo al superior que lo cobija, o se “recuperan los costos” de la militancia, etc.
Bertrand de Jouvenel ha advertido, ya en tiempos tan tempranos como 1949 (y tan alejados del ominoso colapso ulterior del Estado de bienestar) que el resultado profundo y gravitante, principalísimo, de la política resdistribucionista está señalado por el decisivo impulso que impele al temible proceso de centralización. Con la confiscación progresiva de crecientes porciones del ingreso privado, y las tasas de tributación punitivas, se reduce considerablemente la capacidad de ahorro e inversión, y el Estado asume entonces actividades que los particulares ya no pueden emprender. Si debido a esa presión tributaria hay actividades sociales y culturales trascendentes que ya no pueden ser sostenidas por los particulares (fondos para la alta cultura, la ópera, el cine, las artes… ¡o incluso para el fútbol!), el Estado asumirá también la responsabilidad por tales actividades a través de programas de subsidios, e inevitablemente pasará entonces a ejercer un grado creciente de control sobre los contenidos. Así entonces, un resultado empíricamente comprobable de las políticas redistributivas (y no meramente declamatorio, presuntamente ético o efectista y sensiblero) es la detracción de la iniciativa privada en múltiples esferas de la vida social, la destrucción de los emprendimientos de expresión independientes y el debilitamiento marcado de la sociedad civil (La ética de la redistribución, Katz, Madrid, 2010).
De tal forma, el pensador francés, un auténtico visionario en más de un campo del estudio de la sociedad, anticipa los hallazgos recientes de los teóricos de la Nueva Clase. En efecto, su percepción conduce a invertir el proceso causal: la política redistribucionista pasaría a ser incidental, un emergente visible, de un más profundo y general proceso de centralización que ha adquirido una energía propia. La obra de James Buchanan, la más profunda de la Virginia School of Public Choice, ha comprobado cómo los orígenes del Estado expansionista se radican en los intereses económicos de las burocracias gubernamentales (Los límites de la libertad: Entre la anarquía y el Leviatán, Katz, Madrid, 2010 -ed. en inglés: University of Chicago Press, 1975).
En la relación entre redistribución y centralización tenemos entonces caracteres más propios de un fenómeno político que de un fenómeno social. Ese fenómeno político consiste, nada menos, que en la demolición de la clase de los propietarios privados y la acumulación de medios en manos de administradores; es decir, en la transferencia de poder de los individuos a los funcionarios, los cuales propenden a constituir una nueva clase dominante. Y en el curso de ese proceso, ya puede percibirse la correlativa tendencia a conceder inmunidad a la nueva clase frente a las medidas fiscales que afectan a la anterior (V. John Gray, en la Introducción a Jouvenel, op. cit., quien apunta con claridad: “La investigación empírica revela que los programas de transferencia de pagos… son caóticos y carecen de reglas. En la medida en que es creación de la ideología redistribucionista, el moderno Estado de bienestar no se puede defender con referencia a ningún conjunto coherente de principios o de propósitos. No se ha aliviado la pobreza en ninguna medida significativa, sino que más bien se la ha institucionalizado sustancialmente”).
Deberemos seguir observando para establecer si la nueva clase dominante conserva en su conducta el patrón mercantil burgués, o bien pretende imponer a la sociedad un nuevo signo de uniformidad. Los casos hasta ahora comprobados señalan antes bien que se trata, como dijimos arriba, de una tendencia política y no social. Socialmente, la clase de los funcionarios se comporta como la clase de los propietarios que pretende destruir: persigue los mismos bienes y signos de estatus, invierte en campos, participa de empresas privadas al amparo y subsidiadas por el Estado al que direccionan, y que propende al establecimiento de monopolios protegidos (el juego y la obra pública son dos ejemplos paradigmáticos), reside territorialmente segregada (Puerto Madero Este, El Calafate), etc.
No hay que olvidar que el desvelo de Adam Smith por la preservación de un mercado puro de competencia perfecta, atomizado en pequeños productores, estaba justificado en la certeza de la que la actividad mercantil siempre tiende al monopolio. Lo que habrá de develarse con el decurso del tiempo (ya que lamentablemente no hay indicios de que esta tendencia vaya a revertirse) es si los monopolios establecidos por la clase burocrática habrán de preservar las formas mercantiles aunque sea en lo gestual. Pero si ambos términos se implican de una manera tan estrecha, es de suponer que así seguirá siendo. Después de todo, la funcionariocracia moderna, hija boba de la tecnocracia pergeñada por la burguesía para rellenar el vacío social aparecido con la destrucción por la misma burguesía de los tejidos sociales intermedios, está imbuida de los valores y de los afanes de los mercaderes (aunque ciertamente, no de su método y paciencia; v. Max Weber, Historia Económica General, FCE, no recuerdo el año).