miércoles, 2 de julio de 2008

MALVINAS: Contra algunos sagrados dogmas

Quiero compartir estas reflexiones, producidas el pasado 2 de abril, y que refieren a dos de los mitos predilectos del discurso imperante sobre la cuestión Malvinas: a) Los chicos de la guerra y b) la derrota como factor para la recuperación de la democracia.

Buenos Aires, 2 de abril de 2008.

He escuchado hoy, y hoy apenas comienza, tantas sandeces edulcoradas y políticamente correctas, tantas opiniones comedidas e ignorantes de ocasión, que me encuentro moralmente necesitado de efectuar las siguientes consideraciones. Cuando apelo a la moral para explicar mi necesidad, podrá apreciarse que no hago de tamaña palabra el uso corriente de estos aciagos tiempos, vinculado a la hipocresía, la saña y la mentira, sino que hablo del compromiso inquebrantable para con la verdad y para con uno mismo, para con la coherencia y para con la condición de persona y no de mequetrefe interesado, lábil y resentido.

En esas condiciones, y respondiendo a un imperativo realmente impostergable, haré de las siguientes, si no martillazos, como los razonamientos de pensadores más contundentes y sólidos, al menos golpes a la cara, cachetazos para los infames traidores en que todos nos hemos convertido.

Los chicos de la guerra

En primer lugar, cabe preguntarse cuál es la edad ideal para el soldado. No hablo de los generales ni de los almirantes ni de los mariscales de campo. No hablo de la experiencia y la sagacidad que necesariamente llegan después de mil batallas, de algunos aciertos y muchos más errores, de curtiembres de lomo y de capacidad de resistencia, del espíritu, de los ojos y del estómago. Hablo solamente de la aptitud para ser soldado, para empuñar un arma, correr y saltar a campo traviesa, atacar al enemigo con decisión, tener cierto desprecio a la muerte vinculado mucho con la condición metabólica y hormonal, y sobre todo, justamente por lo contrario que lo dicho para generales, etc.: por la inexperiencia, por esa distancia vital con la muerte, por esa indiferencia hacia algo que se juzga aún demasiado distante e improbable; y por el espíritu lúdico que aún se conserva.

No casualmente todos los deportes se practican a determinada edad. Tiene que ver con una capacidad física pero también con una predisposición espiritual. A veces hay que ser extremadamente irresponsable para construir las grandes gestas deportivas. Si los mismos autores de esas gestas quisieran repetirlas años después, cuando son atildados señores llenos de responsabilidades y de compromisos con cadenas de TV y grandes marcas, que exceden la soledad existencial de sus propias personas e intereses, seguramente fracasarían sin apelantes, les pesaría demasiado el desafío, cada una de las características coyunturales serviría de impedimento, de lastre, de pesada mochila, de miedo escénico. O sea que los buenos soldados, los bravíos combatientes, están siempre cerca de la inexperiencia, de la irresponsabilidad, del desprecio a la muerte, de la imprevisión y del ludismo... Cerca de la locura. Porque la guerra, la más antigua de las artes humanas, es como arte patrimonio de locos vehementes. Y como el más antiguo de los juegos humanos, es como juego patrimonio de hombres niños. Y como la más antigua de las tragedias humanas es como tragedia patrimonio de hombres irresponsables e inconscientes de su destino.

En definitiva, la respuesta a la pregunta conduce a la juventud. Los romanos habían establecido el coeficiente perfecto entre la plenitud física y la inmadurez comentada en los 18 años, y su decadencia progresiva se prolongaba –de acuerdo con las diferentes fuentes y épocas- hasta 25 años luego, pero siempre en la consideración de que pasados más de 10 años de esa ecuación perfecta el resultado ya distaba de ser el militarmente deseable. Asimismo, para el más grande imperio que ha existido, y para la más perfecta maquinaria militar –no maquinaria de exterminio, como las surgidas en el siglo XX- que ha existido entre los hombres, la guerra era cuestión de jóvenes inmaduros y principal factor generador de la madurez y del conocimiento. Ciertamente que el espíritu de cuerpo, el sacrificio y la disciplina ante situaciones extremas, eran considerados la mejor escuela para el enaltecimiento del espíritu y la generación de códigos de conducta nobles. Es por eso que se exigían en esa época de la humanidad, rigurosamente, los 10 años de servicios militares para con Roma en las legiones, para obtener luego el merecimiento suficiente para acceder a cargos públicos (y qué duda cabe aún hoy que resulta mejor parámetro de idoneidad para el desempeño de una función pública la demostración de un sacrificio previo real y comprobable, que la demostración de múltiples ejercicios de otros cargos jugosamente rentados).

El concepto de desarrollo, si bien tamizado por el espíritu occidental, que persigue la trascendencia a través de la acción, no difiere de la óptica oriental, que persigue la trascendencia a través de la contemplación. Sin embargo, en ambos polos de una capacidad que trasciende la materialidad animal, el concepto de desarrollo humano, que no puede ser otro que el desarrollo espiritual, está vinculado al sacrificio, al paso de una vida animal inocente, irresponsable, despreciativa de la muerte, cruel a veces, a una vida espiritual superior, trascendente, a través del sacrificio y de la situación límite, de la confrontación del ser consigo mismo y con su situación, al conocimiento final de las fibras de que cada uno está hecho, de los miedos reales, del tamaño de su cobardía, de las pulsiones más tremendas y escondidas en lo profundo de una psique que es todavía un mar insondable.

Ese proceso se prolonga hacia todas las culturas y todos los tipos de hombre, desde el África negra hasta las estepas americanas, de los hielos esquimales a los desiertos mongoles, y se ve ritualizado a través de diversas –y nunca sencillas para el postulante- ceremonias de iniciación.

Y me veo obligado a decir todo esto a la luz de las imbecilidades que nos imponen de manera martillante y uniforme a nuestros oídos. Hoy en el lastimoso canal oficial, en el cual se plasma, en la era de la intolerancia y el discurso único, únicamente la versión oficial de todas las cosas, me encuentro con que un impune generacionalmente inepto esgrime una acusación tajante: cómo puede ser que para una guerra se arranque del seno de su hogar a chicos de 18 años que están para estudiar, para salir a bailar, para noviar, para ver a los amigos... Mientras todos se escandalizan con la evidencia de esta reflexión, que nos conduce maquinalmente a la adolescencia idílica de las películas de Palito Ortega, no puedo dejar de recordar que en el mismo y en los otros canales de aire no dejan de pasar cada semana cámaras testigo de tremendas batallas campales entre estos bucólicos adolescentes, invariablemente drogados o alcoholizados, rompiéndose sin piedad la cara y la cabeza a patadas, trompadas, botellazos, palazos, reventándose contra el asfalto o el cordón cuneta, a la salida o la entrada de los centros de diversión nocturna, quedando desmayados y abandonados por sus compinches de juerga, y muchas veces muertos. No puedo dejar de pensar en las tribus urbanas y sus diferencias irreconciliables, en sus odios viscerales vinculados con la portación de determinado tatuaje, o piercing, o el tocado de sus cabellos, con el estampado de sus remeras o con la música que llevan en el mp3. Sin ir más lejos, evoco las recientes peleas entre “emos” y “cumbieros” en un shopping céntrico, ante las miradas atónitas de todos los paseantes.

Tampoco puedo evitar pensar en el nuevo fenómeno de las sociedades occidentales de consumo, el “bulling”, una actividad ciertamente ruin que consiste en castigar mediante golpes impiadosos convertidos en tortura a un adolescente indefenso, y ejecutada, por supuesto, por otros adolescentes, que graban las palizas en sus celulares para luego “compartirlas” en la “red de redes”. Claro que en general todas estas folklóricas inquietudes, que envuelven a decenas de miles de adolescentes por semana, involucran a menores de 18 años, “chicos” (según la categorización de la nueva ley de menores de la progresista provincia de Buenos Aires, la más parecida en términos de violencia a las progresistas naciones del África Ecuatorial) que no son “arrancados” autoritariamente de ningún lado, sino que van por sus propios medios y voluntad a encontrarse con otros “chicos” para romperse impunemente el alma, sin códigos, sin lealtades, sin piedad y sin honor. A ejercer toda la violencia, la crueldad y la inhumanidad de los animales, todas las pasiones previas a la iniciación.

Está bien. Cualquiera puede entonces venir a decir que con ello, con esa barbarie inorgánica y egoísta, ayudada muchas veces con sustancias psicoactivas y otras por arengas simiescas, se produce también el paso trascendental a la adultez, se cultiva el espíritu... Pero esos mismos perversos, que en estos tiempos abundan, saben de lo grosero de ese razonamiento.

En fin, en 1982 se enviaron miles de jóvenes a Malvinas a encontrar su destino y también a contribuir en la construcción del destino colectivo (qué duda cabe de ello, y será abordado más adelante). En 2008 decenas de miles de jóvenes y adolescentes todas las semanas se encuentran con lo peor de sí mismos, con la crueldad destemplada, con la impiedad, con el egoísmo, con el delito, sin honor, sin compañerismo, sin solidaridad, sin sacrificio, sin sentimientos nobles ni altruistas... ¡Sin motivo! Pero eso no es motivo de masoquismo colectivo, de revisiones bienpensantes de gente que piensa mal. Que piensa mal porque lo hace contaminada de dos subjetivismos: la atemporalidad de cada juicio (sacando a los episodios de su contexto) y el individualismo, es decir, desde su propio interés y cobardía.

La derrota como factor para la recuperación de la Democracia.

En segundo lugar consideraremos por un momento los móviles que ahora, como una verdad revelada, a la que solamente pueden acceder los suspicaces, y que a la sociedad argentina, ciega de chauvinismo, le llevó varios años destilar, parecen ser evidentes como los progenitores de la guerra. Mejor dicho, “el” móvil: ir a la guerra para perpetuar determinado gobierno, o determinado régimen político en el poder.

La experiencia histórica indicaría lo contrario, en todo caso, más allá del resultado de la contienda. Las guerras son tan desgastantes, y producen tantas restricciones al desarrollo social y económico de una nación, que a la larga terminan deteriorando aquello que hoy denominamos “gobernabilidad”. Pongamos primero el ejemplo inmediatamente relacionado con el presente, por locación y por adversario: la contienda, divididas en un par de episodios, en los que la Argentina se enfrentó con la Gran Bretaña. Endiosada para la memoria histórica, cuando la construcción del mito fundacional era todavía más importante que esta suerte de terapia psicológica autoflagelante, en la que revisamos una y otra vez nuestro pasado para con esa excusa permanecer detenidos y justificar nuestras taras actuales, es la que se denomina como “Las Invasiones Inglesas”, y sus episodios, sucedidos en años consecutivos: la Reconquista y la Defensa (1806-1807, respectivamente).

Veamos esos acontecimientos a la luz de los modernos y mediocres conceptos periodísticos, multiplicados a todo el arco de pensamiento político y académico argentino contemporáneo. La legitimidad del gobierno que condujo tanto la Reconquista que desde Montevideo comandara Santiago de Liniers como la Defensa de Buenos Aires al año siguiente frente a las cuantiosas y profesionales tropas inglesas, sería sin dudas puesta en tela de juicio, ya que se trataba entonces de un gobierno monárquico absoluto, y como tal, devenido de una oscurantista tradición teocrática reñida con el iluminismo que se empezaba a enseñorear por los faros de la civilización mundial. Una legitimidad devenida de la herencia y de las alianzas conyugales, y que se proyectaba en designaciones de virreyes a dedo por el arbitrio del monarca, al margen de la sacrosanta y racional voluntad popular que hoy por suerte impera.

Y más aun que esto: una monarquía que prolongaba su despótico dedo hacia administraciones exógenas (de las que el propio Liniers es ejemplo evidente) de posesiones coloniales –mal que le pese a Ricardo Levene-, de las cuales lo único que se pretendía era la expoliación del metal para sostener los caprichos de la metrópoli en sus guerras europeas. Una situación colonial que determinó por ejemplo que hasta 30 añitos antes solamente, 1776, Buenos Aires no fuera puerto autorizado para ninguna operación comercial, y que hubiera debido subsistir del contrabando con el enemigo portugués. Más aun todavía: un régimen político que legitimaba la esclavitud, que discriminaba por origen de cuna y por raza, etc.

En esa coyuntura, sin embargo, nuestra dorada historiografía ha resaltado algunos datos relevantes: El primero, la calidad de voluntarios o de levados, de combatientes no profesionales, de los defensores de Buenos Aires, entre los que se puede mencionar por ejemplo, a propósito de la consideración precedente, al gaucho Juan Manuel de Rosas, quien participó activamente de las acciones bélicas con 13 años de edad. En ese contexto de amateurismo y juventud lozana, en el arrojo y sacrificio desinteresados frente a la cínica posición de profesionales (“privateers”) ingleses y escoceses de los invasores, tiñó a la gesta de la épica del romanticismo y la devoción patriótica, y en el discurso esa misma condición y entusiasmo fueron los factores fundamentales que torcieron la lógica militar que debería haber prevalecido para que una población de 33.000 habitantes rechazara a una poderosa escuadra naval, invencible en todas sus incursiones anteriores por el mundo.

Sin embargo, esa misma condición, de soldados recientemente levados, con escasa preparación bélica, y de voluntarios ingenuamente llevados a ofrecerse a una carnicería insensata, nubladas sus conciencias por la “manipulación mediática” (autocrítica fingida de una prensa que ahora es empresa privada frente a su antecesora estatal, como si la calidad del capital que detenta la propiedad de una empresa periodística pudiera influir éticamente a favor de determinada objetividad y sinceridad... ya hemos visto, y vemos, lo grosero de este aserto), ha llevado a los formadores de opinión dos siglos después a sostener el cruel despropósito de una conducción desalmada que pretendía simplemente llevar carne de cañón al matadero, para cubrir sus propios riñones.

Y enseguida nos imaginamos al cómodo de José de San Martín, militar profesional y capacitado él, empleando en su ejército una gran mayoría de esclavos negros a los que se había prometido la libertad a cambio de servicios militares, que cada vez se prolongaron más y que determinaron que pocos de esos negros conocieran otra emancipación que la que produce la inexorable sabiduría igualadora de la muerte.

Ese desconocimiento del carácter de los combatientes de las guerras de independencia latinoamericana, de la historia de los ejércitos nacionales, del paisanaje pobre y elemental guiado a la victoria por comandantes militares profesionales, terratenientes o burgueses –mal que les pese a quienes viven en un tiempo detenido y ahistórico y aplican categorías caprichosamente-, parece que también se ha proyectado hacia los miles de voluntarios que se ofrecieron para ir a pelear en Malvinas desde el Brasil, Venezuela, Perú, etc., tan desinformados y engañados como los vernáculos, aunque el Plan Cóndor había expirado hacía un tiempo...

Claro que seguramente todas esas objeciones lanzadas a bocajarro por cultivadores de la superficialidad y la ignorancia no afectan el carácter amateur y romántico de los combatientes guerrilleros latinoamericanos –y voluntarios estadounidenses y europeos- durante los 25 años anteriores a Malvinas, contra regímenes tan variopintos como las orientaciones o mudables motivos de esas guerrillas. De otra forma, no podría dejar de acusarse a los comandantes y líderes de esas guerrillas (o mediatamente, incluso a potencias extranjeras que sostenían económica y logísticamente las acciones militares y políticas) de una manipulación conceptual y un empleo cínico de carne de cañón humana, semejante a la que se imputa al Estado argentino en la guerra de Malvinas.

Precisamente, para la turbación espiritual de ciertos muchos formadores de opinión e impunes reflexivos, que tienen un panorama tan claro y tan esquemático de la realidad y de la historia, no debemos dejar de mencionar en todo este decurso el finalmente frustrado Operativo Algeciras, mediante el cual la conducción superior de Montoneros en el exilio había pactado con el gobierno militar argentino la colaboración en la lucha anticolonial, mediante el ataque desde España al Peñón de Gibraltar, hecho que hubiera generado una dispersión de recursos en las necesidades británicas de mantener sus posesiones coloniales y una mayor repercusión internacional frente a las seculares injusticias a las que el Imperio de Su Graciosa Majestad ha condenado a buena parte del mundo conocido. Esa circunstancia y predisposición, de parte de una organización que ha recurrido sistemáticamente a la figura agustina de la “resistencia a la tiranía” para justificar todo su accionar extralegal, no puede menos que conducirnos hacia una reflexión lejana a la forma actual de leer e interpretar los procesos políticos –de los cuales la guerra es la principal, o “última”, que es lo mismo, herramienta. En realidad, a una reflexión “opuesta” a esa lectura mezquina y unidimensional: parece que en la realidad humana a veces existen algunas motivaciones superiores a otras, que en determinadas circunstancias son entendidas como más nobles o más urgentes que otras, consideradas entonces accesorias o postergables.

Así las cosas, la lucha armada o política contra un gobierno militar ilegítimo e impopular parece –eso dice la historia que fue y no la que debió haber sido para los esquemas simplistas, por lo menos- que puede postergarse ante la emergencia y esfuerzo mancomunado y generoso que impone la situación bélica, la amenaza hacia la supervivencia de una Nación puesta en peligro de muerte, y de miles de sus hijos enfrascados en una contienda en la que están en juego cuestiones más urgentes y menos sutiles que, por ejemplo, la organización política de un gobierno.

Y si esto es aplicable a una organización militante que hizo de la resistencia a la opresión su justificación de existencia, qué decir entonces de las fuerzas sociales civiles y pacíficas que estoicamente soportaron el atropello dictatorial del gobierno militar por exactamente seis años. Claro que ya nadie se bancaba ni la falta de libertad ni el deterioro socioeconómico, y que había manifestado masivamente por la vuelta a la institucionalidad, pero es por lo menos de una soberbia infame y de un inmenso desprecio (si no de una profunda vocación antidemocrática) considerar a ese pueblo, que poco después nos devolvió la democracia, como un hato de ovejas necias, que un día protesta y al día siguiente aplaude.

El segundo dato relevado por nuestra épica respecto de las invasiones inglesas está vinculado con el efecto político que produjeron en el pueblo argentino, y se habla de “argentino” y no de porteño, cuando en realidad podría hablarse en términos aun más extensivos, puesto que en las operaciones contra los invasores británicos participaron por ejemplo también tropas de origen paraguayo, además de numerosas de las diversas comunidades españolas y del interior de nuestro país. Lo cierto es que, luego de los dos éxitos militares obtenidos, la historia mítica nacional nos señala que los criollos tomaron consciencia de su poder y su capacidad bélica, cuestiones que germinaron dos años después en la asonada emancipadora conocida como Revolución de Mayo.

Esta posición, aceptada unánimemente por nuestros historiadores, es reconvertida en la lectura actual de los hechos concernientes a Malvinas en un sentido disímil, que considera, o bien, que el pueblo argentino es terriblemente exitista (cosa más que posible, a la luz precisamente de esta histérica “autocrítica” que se ha enseñoreado como pensamiento único en nuestro cielo opacado de estrellas, aunque no de opinólogos estelares), y que al verse derrotado decidió terminar con el régimen que lo gobernaba. O bien, que la derrota fue el factor de caída de ese mismo régimen.

En el primero de los casos, la indignación popular por la incapacidad de su gobierno de obtener la victoria habría conducido al pueblo argentino a operar un cambio de régimen, buscando nuevamente en la democracia la salida a sus problemas. En el segundo, de una manera más o menos parecida que el discurso mítico de las invasiones inglesas, la población habría tomado consciencia de la debilidad de su gobierno militar y habría entonces acometido con toda su fuerza para conseguir la derrota definitiva de ese injusto régimen.

De tal forma, de esos dos razonamientos, se desprenden asimismo dos órdenes de consecuencias: El primero, que la razón determinante del cambio de régimen fue la derrota en Malvinas, es decir, que una victoria en Malvinas hubiera perpetuado a los militares en el poder, lo que conduce sin dudas a sostener que el pueblo argentino, hasta la derrota en Malvinas, estaba conforme, o bastante conforme, o lo suficientemente conforme por lo menos, con su gobierno. De esa observación lógica se deriva, paradójicamente, que entonces el gobierno militar nunca tuvo la necesidad de buscarse una guerra tan riesgosa y difícil para conservar su poder malhabido, situación flagrantemente contradictoria con el aserto de partida, aunque éste provenga de mentes tan racionales y esclarecidas como las que impunemente inundan la sesera de la población y escarnecen a los mismos excombatientes con el salmo de la irracionalidad e injustificación de sus propias vidas o muertes.

El segundo, que el pueblo argentino no consiguió por sí mismo la libertad tan ansiada, sino que se la debe a los ingleses y a las muertes y el dolor que nos infligieron. Esa segunda postura, que sabiamente el Foreign Office ha percibido y acicatea hoy día con insistencia, permite a los invasores de Malvinas sostener el carácter casi humanitario de su misión, y las mezquinas motivaciones domésticas del gobierno conservador de Thatcher como acción altruista y solidaria para con el pueblo argentino oprimido.

En esas circunstancias, lógicamente no debe más que obviarse el juicio a las penosas fallas en la búsqueda de la libertad que significaron los crímenes de guerra británicos, entre los que al pasar, se puede mencionar la ejecución de una veintena de prisioneros o el asesinato del propio Capitán de Fragata Pedro Giacchino (ascendido post mortem, y esperemos que quede en paz ese ascenso, y no forme parte de las histéricas revisiones por la ilegitimidad de origen de quien lo dispuso), el primer muerto de toda la guerra, y el único del 2 de abril (a propósito de cierto intento no inocente de erigir esa fecha como un día de luto, costumbre poco elogiable del santoral laico argentino).

Pero lo más grave de esa posición, en uno u otro sentido, lo constituye el considerar entonces al pueblo argentino como un conjunto informe de cobardes y acomodaticios, incapaz de labrarse su futuro. Algunas cosas que nos ha deparado el decurso de la democracia parecerían incidir a favor de esa percepción, que ha sostenido por ejemplo el prestigioso periodista Jorge Lanata en más de un reportaje sobre el tema Malvinas. Pero lo grave de la misma es que deja sin contenido a la democracia como sistema que sabiamente conduce, a través de la expresión legítima de la voluntad popular, a la satisfacción de los objetivos colectivos. Es decir, ¿cómo puede prosperar una democracia con un pueblo ignorante o débil, o cobarde o mezquino y transigente, o todas esas cosas a la vez? Una pregunta filosófica para los grandes filósofos demócratas, que a mí me queda grande, pero que a tipos como Sarmiento, por ejemplo, les era de fácil respuesta: no puede. La democracia exige del compromiso permanente y militante de los gobernados, del control popular sobre los actos de gobierno, de la permanente ratificación o referendo del poder delegado. Y para eso, requiere de gobernados libres e inteligentes, educados y sabedores de sus deberes, de la Constitución y del entramado jurídico que rige las relaciones de poder y de derecho en una sociedad.

Tal vez sea esa visión de las cosas, últimamente tan difundida, la que ha conducido a que precisamente nuestra democracia fuera degenerando en forma paulatina, haya perdido su sistema de partidos, y mucho antes que ello las convicciones y las ideas, y un poco después, a los ciudadanos, convertidos en números aglutinados en colectivos rentados. La tétrica profecía se ha cumplido, y el pueblo se ha transformado en vulgo.

O sea, que no hay democracia conseguida con el sacrificio y la determinación del pueblo argentino, sino que hay democracia: o bien, porque se perdió en Malvinas, y entonces el pueblo impugnó a un gobierno que en caso de haber ganado, o incluso de haber terminado en tablas, hubiera seguido sosteniendo o soportando; o bien, porque se perdió en Malvinas, y entonces un pueblo cobarde, dubitativo y mezquino, gracias a la victoria inglesa decidió salir a la calle y reclamar por la democracia perdida seis años atrás.

En definitiva, sea cual fuere la respuesta a ese doble interrogante que plantea la posición oficial, oficialista, paraoficial y única del mainstream vernáculo, la solución va a ser la misma: ¡menos mal que perdimos!

Ese desprecio estructural hacia el “ser nacional” (ese dudoso concepto que pensadores optimistas y denodados trataron de erigir hace más de medio siglo) impide siquiera la mínima concesión hacia un pueblo al que paralelamente se lo invoca, se lo idolatra como fundamento de cualquier atropello, y no se lo comprende y olímpicamente se lo desprecia. Porque después de todo, el pueblo sigue siendo el convidado de piedra en un banquete de alternancias extremas que una vez lo proscribió, muchas veces lo apaleó y ahora lo desprecia y reduce por el hambre y la ignorancia.

Pero ocurre que vuelve a imperar sobre estas elucubraciones el peso inexorable de la realidad. Y la realidad señala que luego de la derrota de Malvinas transcurrió nada menos que un año y medio (18 meses) hasta la entrega del poder a un presidente elegido democráticamente. O sea que el proceso de democratización, iniciado bastante antes de Malvinas, siguió su paso parsimonioso hasta su culminación el 10 de diciembre de 1983. Entonces Malvinas pierde su trascendencia definitoria para transformarse en un episodio más a considerar, en la perspectiva del cambio de régimen. Porque la misma capacidad determinante que se le adjudica a Malvinas podría atribuírsele mucho antes a alguna medida desafortunada (por supuesto que económica, porque en la visión estrictamente interesada y acomodaticia del pueblo argentino que se formula, sólo lo que toca el bolsillo puede ser determinante) del gobierno de Bignone... al menos la inmediatez en el tiempo daría la razón a esa posición. Ni un Lanusse poderoso y lleno de dobleces y artimañas pudo soportar año y medio en el poder.

Si la concertación de partidos hubiera decidido aprovechar la debilidad del gobierno militar, hubiera generado las condiciones para la revolución democrática en el momento más álgido de la contienda bélica, a no ser que tuviera información confidencial de alta sensibilidad, inaccesible para nadie en Argentina, que sugiriera que la guerra se perdía. O que tuviera el don de gentes que señala que nunca hay que aprovechar para sacar ventajas de las desgracias, que eso en el derecho penal se lo llama “robo calamitoso”, y se trata de una de las conductas más ruines del ser humano. Pero sin embargo, no deja de tener referencias en la historia. Si no, recordemos el golpe menchevique (con la consabida participación marginal de la fracción bolchevique) de octubre de 1917, mientras la “Madre Rusia” se debatía denodadamente por no perder posiciones territoriales con la hierática y expansionista Alemania prusiana.

4 comentarios:

destouches dijo...

Soberbio, sencillamente brillante, además de muy bien escrito.

Occam dijo...

Muchas gracias, Destouches, por sus apreciaciones. Siga visitando este espacio. Trataremos de no defraudar.

Anónimo dijo...

Occam, muy bueno. Muy buenas reflexiones. Quizás nuestros nietos discutan sin pasiones desatadas las cosas de nuestro tiempo.

Saluti,
Muñeco

Occam dijo...

Estimado Muñeco:
"Quizás nuestros nietos..." Ya es una frase que denota un sano optimismo. Ni qué hablar si encima pueden discutir.
Un abrazo, y gracias por su lectura.