Advertencia: Este artículo fue publicado el 11 de mayo de 2011. Una insólita depuración de Blogger lo eliminó, como también lo hizo con un comentario que para esa fecha había recibido, y con otro correspondiente al post anterior ("Instrumento"). Ello ha obligado a este editor a intentar un esforzado trabajo de reproducción, con la incertidumbre acerca de la permanencia de esta nota. No importa. Si vuelve a desaparecer del aire, la habremos de publicar otra vez. No seremos inteligentes, pero sí perseverantes.
Hemos omitido conscientemente este año evocar la gesta de Malvinas el día 2 de abril. Puede parecer paradójico, pues durante muchísimos años abogamos porque el 2 de abril fuera reconocido y conmemorado como corresponde, luego de un tenaz proceso de desmalvinización llevado a cabo en los años ’80, que estableció como fecha digna de ser recordada, el 10 de junio (conmemora el nombramiento de Luis Vernet, en 1829, como tercer Gobernador argentino de las islas, fecha asimismo escogida por recordar el desalojo que los españoles, el mismo día de 1770, hicieron de los ingleses establecidos ilegalmente en Puerto Egmont). Luego del violento y arbitrario despojo llevado adelante el 3 de enero de 1833, se produce una sublevación de gauchos argentinos, liderados por el entrerriano Antonio Rivero, que mata a los cinco cabecillas del gobierno británico (mientras respeta la vida de todos los demás pobladores, las mujeres y los niños), arría la union jack y pone en su lugar el pabellón azul y blanco. Eso ocurre el 26 de agosto de 1833, y la situación bajo bandera argentina se prolonga por más de cuatro meses, hasta el 7 de enero de 1834.
Una vez izada definitivamente la bandera británica, ese 7 de enero de 1834, por el teniente Henry Smith, la enseña de los usurpadores flameó sobre nuestra tierra austral ininterrumpidamente durante 177 años, 5 meses y 4 días hasta el día de hoy. Ininterrumpidamente, a no ser por tres episodios, dos gestuales y uno efectivo: 1) El aterrizaje del pequeño Cessna tripulado por el aviador argentino Martín Fitzgerald, el 8 de septiembre de 1964, con enarbolamiento de la bandera argentina (aunque no en reemplazo de la británica). 2) El aterrizaje de un jet de Aerolíneas Argentinas en Puerto Argentino, desviado de su curso por el Operativo Cóndor, el 28 de septiembre de 1966, llevado adelante por un comando de 18 jóvenes nacionalistas peronistas, que arrió la bandera inglesa e izó la argentina durante 36 horas, y mereció por su arrojo la cárcel en Ushuaia, en miserables condiciones, por parte del gobierno de Onganía. 3) La recuperación de la Islas Malvinas por la República Argentina el 2 de abril de 1982, con la designación de autoridades, el reconocimiento de los derechos de los ciudadanos malvinenses (a la inversa de lo que hizo y hace la potencia colonial británica) y la reafirmación real de los legítimos derechos soberanos de nuestro país sobre ese suelo patrio, durante 74 días, entre ese 2 de abril y el 14 de junio.
En algún momento se me dio por pensar que, los que estábamos presentes en 1982, tuvimos el raro privilegio de presenciar como realidad efectiva ese anhelo patrio tan demorado. Pudimos vivirlo, durante 74 días. Las Malvinas estaban bajo bandera argentina de verdad. Cuando sea el momento de contarlo a nuestros hijos, y más aún a nuestros nietos, tal vez tomemos consciencia del significado íntimo y vital del suceso: nosotros, los que nacimos antes de 1982, tuvimos el privilegio de vivir en la Argentina completa, recuperada de sus mutilaciones proferidas por el imperialismo también real y efectivo, es decir, palmario, evidente, material, y no argumental, ni semántico, ni retórico.
Duró sólo 74 días, es cierto, pero no hay amor que dure 100 años. Fueron 74 días en que lo logramos, lo hicimos finalmente, demostramos que somos valientes, decididos, que estamos dispuestos a defender lo que decimos, y no nos quedamos en meras protestas y lamentaciones, en pucheritos. Fuimos y le pegamos una piña en la cara al matón de la escuela, al grandulón abusador que nos escarnecía una y otra vez, con la complicidad de los demás, y hasta las sonrisas celebratorias de los demás. Por un momento todos se quedaron callados. Como dijo San Martín en ocasión del Combate de Vuelta de Obligado, los argentinos demostramos que no somos empanadas que se pueden comer de un solo bocado.
Cada vez ronda más por mi cabeza esa tentación de desembarazarme (liberarme, sería la palabra adecuada) del prejuicio causal, de esa tendencia metódica de concebir el tiempo como una sucesión lineal, y la historia como un cuento que requiere de algún final. Siempre el final debe ser establecido arbitrariamente. El momento de corte que se elija, determinará el género de la historia. Si se pretende un final feliz, la película termina cuando los enamorados finalmente se encuentran y se besan, a veces cuando se casan. Si se quiere un final triste, la historia puede continuar hasta que los enamorados quedan inmersos en la rutina, pierden la atracción el uno por el otro, empiezan a meterse los cuernos, terminan tirándose con la vajilla, y finalmente, dejan gran parte de los bienes habidos en la aventura conyugal en un bufete de abogados, que se encarga de pelear tenencias, régimen de visitas, alimentos y demás cuestiones desagradables. O puede continuar la historia, con los ex enamorados rehaciendo sus vidas, perdonándose sus afrentas pretéritas, y terminando en otra feliz escena familiar en Navidad, ante la misma mesa, con los míos, los tuyos y los de ellos.
Malvinas bien podría empezar con el despojo británico de 1833, repetido en 1834, y terminar en el 2 de abril de 1982, cuando un comando de elite recupera las islas, con tanta idoneidad y profesionalismo, que lo hace sin matar a un solo británico, por más que ellos arteramente dispararon y asesinaron al Capitán Giachino luego de pedir la rendición. O podría prolongarse hasta el 1 de mayo de 1982, día del glorioso bautismo de fuego de la Fuerza Aérea Argentina, de muchísimos actos del mayor heroísmo y destreza, que valieron el unánime elogio internacional. De la muerte de 14 hermanos compatriotas en esas acciones de heroísmo, y del hundimiento y destrucción de tantos buques británicos, con pérdidas millonarias, en el Estrecho de San Carlos. Sería un final épico, a toda orquesta.
También podría terminar el 14 de junio de 1982, con la rendición apresurada argentina, sin presentar prácticamente oposición en Puerto Argentino y en una coyuntura, se supo después, en la que las tropas inglesas se encontraban ya exánimes y desmoralizadas, y sus mandos muy preocupados porque el día anterior una escuadrilla aérea argentina casi mata de un bombazo a los máximos jefes en las islas. Ése sería un final previsible, después de todo, pero no del todo malo. Las guerras pueden ganarse y pueden perderse, como los partidos de fútbol, y una derrota 4 a 3 no es lo mismo que una goleada rotunda.
Si en cambio la historia de las Malvinas decidiéramos terminarla hoy, tendríamos realmente un cuento tragicómico, absurdo y ridículo. Un pueblo martirizado por la culpa, pidiendo perdón hacia todos lados, agradeciendo a los ingleses la vuelta de la democracia, tolerando los imperdonables crímenes de guerra, sin atreverse a demandar hacia fuera la justicia que sí demanda airadamente puertas adentro, protestando impotente ante los avances estratégicos en la zona: búsqueda de petróleo, expansión de la zona exclusiva, protección en aguas malvinenses a pesqueros depredadores del Mar Argentino, bases clandestinas en la Patagonia, etc. etc., mientras los argentinos nos golpeamos el pecho de contrición y hacemos profesión de fe pacifista hasta las últimas consecuencias… y un poco más allá también.
También, siempre considerando a la historia como un cuento lineal, podríamos ensayar un escenario contrafáctico, con un eventual triunfo argentino. Gran Bretaña, en el marco de su plan de ajuste armamentístico, decide finalmente no recobrar el archipiélago, y éste pasa definitivamente a la soberanía argentina. La democracia habría vuelto, indefectiblemente. Es un argumento mala leche el que vincula la derrota con el regreso de la democracia, y ya lo hemos tratado tres años atrás (http://corraldelobos.blogspot.com/2008/07/malvinas-contra-algunos-sagrados-dogmas.html). Probablemente, se habría creado una provincia en esas islas, con un gobierno provincial con jurisdicción sobre las antillas australes. Muchos kelpers (a los que tal vez se llamaría “cachiyuyeros”) se habrían marchado a Inglaterra, pero otros muchos probablemente se habrían quedado, y mandado sus hijos a estudiar a Buenos Aires, de donde ya no regresarían, más que alguna vez al año de visita. Un plan de promoción industrial como el que en los mismos ’80 se llevó adelante en Tierra del Fuego seguramente habría terminado en un escándalo de galpones vacíos y devoluciones de IVA por productos que jamás se produjeron y menos se vendieron y facturaron. Los hombres solos que hubieran llegado a las islas desde las provincias por la buena paga, requerirían de una buena oferta de cabarets y whisky, y de vez en cuando veríamos por TV las huelgas con gomas quemadas. Tampoco parece ése un final feliz.
Los finales felices son efímeros. La felicidad es efímera. La vida es efímera. La vida no es feliz, pero se compone de instantes felices. También se compone de instantes tristes. Y sobre todo, como una mayoritaria argamasa, de largos períodos grises y monótonos.
Los que nacimos antes de 1982 hemos tenido el privilegio de poder vivir algo para recordar. Instantes felices. Instantes tremendamente tristes. Pero nada gris y monótono durante esos 74 días. No había tiempo para aburrirse y cambiar de canal.
Se me ha ocurrido que, como hacen las religiones, tal vez la mejor evocación sea por un período y no por una fecha. Es por eso que he elegido el día de hoy, casi equidistante del principio y del final de la contienda.
La revista del ACA, al ser trimestral, accidentalmente cumple un poco con esa ocurrencia mía. En su número 208, correspondiente al trimestre abril/mayo/junio 2011, evoca el 2 de abril, pero lo hace con toda la potencia temporal del trimestre. Lo hace cuando el 2 de abril pasó hace casi mes y medio. En un recuadro de la página 14 concluye en lo mismo que disparó este post: “Desde entonces (desde el atropello de 1833) flamea la bandera británica en las Islas, menos durante los 74 días que duró el conflicto bélico”.
He leído hace poco en el último libro de Mario Vargas Llosa (ISBN 978-987-04-1644-9, pág. 272) una reflexión que él pone en la mente de Roger Casement, a propósito de la ímproba lucha de Irlanda por liberarse del colonialismo británico, en particular, el fracaso de Semana Santa de 1916:
«Mil veces preferible morir como ellos, con las armas en la mano –una muerte heroica, noble, romántica-, antes que en la indignidad del patíbulo, como los asesinos y los violadores. Por imposible e irreal que hubiera sido el designio de los Voluntarios, el Irish Republican Brotherhood y el Ejército del Pueblo, debió ser hermoso y exaltante –sin duda todos los que estuvieron allí lloraron y sintieron su corazón tronando- oír a Patrick Pearse leyendo el manifiesto que proclamaba la República. Aunque sólo por un brevísimo paréntesis de siete días, el “sueño del celta” se hizo realidad: Irlanda, emancipada del ocupante británico, fue una nación independiente».