Cuenta el Hávamall, según la versión del Diácono Amadio de Salles (Turingia, s. XIII), que el rey Njöfrd Kirshnasonn había emprendido una empresa naval hacia las regiones más frías, dejando en su lugar a la reina Kreishtin. Ella era una mujer frívola, proveniente de las zonas marginales de la aldea, hija de padres porqueros, pero que había logrado, muchísimos años atrás, cautivar al rey. Su humilde origen, que siempre intentó ocultar, quizás fuera la causa de su exagerada ostentación, que en la vida cotidiana de la aldea no generaba ni siquiera reprobaciones de carácter moral. Antes bien, provocaban la risa de los pobladores, ante el contraste con los atuendos más prácticos exigidos por las actividades cotidianas del pequeño enclave perdido en las zonas rurales de la Escandinavia medieval. La profusa utilización de abundante maquillaje proveniente de la India, de complejas joyas hechas con cuentas de monedas bizantinas y de ámbar, y de elaboradas alforjas itálicas del más fino cuero, habían hecho de la dama un personaje literario, que sus súbditos, para evitar la represión de la guardia real, sintetizaban en la palabra norresa "Thýllingh".
En fin, lo cierto es que el rey Kirshnasonn había utilizado una ingeniosa treta para ver cómo se comportaban los pobladores en su ausencia. Pero en realidad no había partido hacia ningún sitio, sino que se había escondido con sus fieles secuaces el gnomo Dellig y el enano Bardy de Persia, en una cabaña ubicada en el desusado puerto de los maderos, en la margen Sur del río Hylfasti.
El rey, aquejado de demencia, había comenzado años ha con conductas extravagantes que causaban simpatía, pero como la locura y el poder son un cóctel especialmente cruel, esas conductas con el tiempo también lo fueron, y se manifestaron en escarnios y caprichos insólitos.
Lo cierto es que apenas transcurridas dos jornadas del embuste, el rey ya se encontraba muy intranquilo en su escondite, perturbado por la falta de reacción de la población a su ausencia. Nadie hacía nada fuera de lo común, la vida continuaba como siempre. Incluso, si algo podía decirse de esa pacífica situación, es que podía atisbarse en la población un cierto gesto de alivio ante la partida de su monarca, y pese a los altibajos emocionales de la reina, todos confiaban en que ella podía proveerlos a todos del tan deseado sosiego, luego de años de tormentos propinados a diestra y siniestra por el despótico rey y sus ataques de cólera.
Justamente toda esa situación perturbaba sobremanera al bueno de Njöfrd (si se me permite la utilización del término "bueno" para referirme a este monarca), que poco tardó en hacer llamar a sus ministros al escondite del puerto del Sur del río Hylfasti, y a atiborrarlos de instrucciones que, en su discurso, pretendían conjurar sórdidas urdimbres nacidas de sus delirios más frenéticos. Así, utilizó como un ariete desestabilizador al moreno Patt Otter para provocar la reacción del cándido mancebo que la reina tenía al cuidado de la Hacienda Real.
De resultas de toda esa trifulca, el mancebo determinó un incremento del impuesto a las patatas. Esa medida resultó sumamente desafortunada, desde que se proveyó en el momento más crudo del invierno escandinavo, cuando la mayoría de los alimentos se ha reducido para afrontar las espesas nevadas, y sólo los tubérculos, más algunos quesos que se obtenían del ganado que habitaba dentro de las cabañas con las familias, eran la única esperanza alimentaria de la aldea.
Pero Njöfrd era codicioso, y la docilidad de sus súbditos ante sus anteriores ataques de cólera lo llevaba a doblar la apuesta. Ante el descontento social, desde su escondite dio órdenes para aumentar el tenor de las provocaciones, y seguir probando la tolerancia y lealtad de su pueblo, que según su óptica, debía estarle particularmente agradecido por haber provisto, luego de difíciles años, a la comunidad de un bienestar apenas menor que el que se experimentaba en las épocas del reinado de su tío abuelo.
Claro que la comunidad no compartía exactamente la misma óptica. El acrecimiento de los terrenos reales, creando enormes cotos de caza sobre fundos que antes se dedicaban al pastoreo comunal, y la tala indiscriminada de los bosques circundantes para la ampliación del palacio real, dejaron a la población sin suficiente hacienda y leña para el invierno. A ello se sumaba una creciente escasez también de los otros alimentos, ya que la producción total del reino era todavía menor que la registrada diez años antes, y la población había crecido, de forma tal que había menos para cada uno. Un bardo latino de la época llamó a esa situación minusvalia pebeius per cápita.
A todo esto, cada vez que tímidamente alguno de sus consejeros se acercaba a comentarle, el rey respondía con una consabida y tajante frase: "que emigren; somos demasiados". Con el correr de las horas, subía su enojo y se veía necesitado de salir al balcón de su pomposo palacio y fustigar hacia los oscuros y sórdidos demonios que, para variar, conspiraban contra el bienestar de todos. Esa receta, curiosamente, le sirvió durante un tiempo bastante largo.
Pero en esta ocasión la situación se desbordó. Al depauperamiento generalizado se sumó esta nueva y abusiva exacción, y el descontento general se hizo carne en las calles del pueblo.
El rey Kirshnasonn recurrió entonces a los mercenarios tártaros. Se trataba de un auténtico ejército deshilachado de menesterosos que vagaban por las estepas en busca de algo para saquear, que el rey en su euforia consideró mano de obra barata para sus turbios propósitos.
Cuando todo el pueblo pedía la convocatoria urgente al Allthing (el Consejo plenario de la aldea), los tártaros, guiados por el gnomo Dellig y el enano Bardy de Persia, interpusieron sus carpas de campaña entre la muchedumbre crispada que avanzaba hacia la plaza mayor y el palacio real, donde la reina Kreishtin, en un estado de profunda depresión, apuraba el enésimo cuerno de hidromiel para quedar sumida en los delicados cojines de sus sueños de grandeza y lujos orientales, y en novelescos viajes a Lutetia, Londinium y Mediolanum, míticos parajes donde las leyendas cuentan que se consiguen las más finas telas y los más delicados paños de algodón egipcio.
El anciano alcalde, en nombre del ayuntamiento, y preso de la más absoluta ignorancia respecto de los enjuagues pergeñados en el puerto de los maderos, exigió a los forasteros tártaros el levantamiento de ese campamento inconsulto y su ubicación fuera de los limes de la ciudad, tal cual ordenaba la más antigua costumbre. Recibió a cambio un planazo de cimitarra que casi le hundió el pómulo, y un desmayo que fue minimizado enseguida por el jefe de la guardia real (éste sí, sabedor de la confabulación real).
Finalmente, se reunió el Allthing, con sus consejeros condicionados por la brutalidad de los tártaros, amedrentados con múltiples amenazas o sospechosamente tentados con abundantes joyas del mar Negro. Los 50 ancianos votaron, 25 a favor del impuesto extraordinario, 24 a favor de su abrogación y el restante seguía desmayado por el planazo que le hubo propinado un tártaro horas antes. Hubo jolgorio en el palacio. La reina consideró que era una ocasión propicia para abrir un nuevo tonel de hidromiel, y tambaleando, con la cara empastada de colorines y el olor a alcohol disimulado por incienso y perfumes babilonios, se fue feliz a dormir la mona.
Los agudos consejeros del rey, el jefe de la guardia real, los gnomos y los enanos, y también los tártaros, ese día comieron patatas hasta hartarse.
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Espero que les haya gustado esta pintoresca historia medieval. Otro día les contaré de la llegada de otro pueblo bárbaro al reino, los ulanos, que trataron de ocupar la plaza mayor, como habían hecho los tártaros antaño, pero se comieron una zarabanda de parte de la guardia real. En esa ocasión quedó bien en claro que la plaza es de Njöfrd, de los enanos y de los tártaros.
También referiré la historia de la vieja bruja Hebefinia, y de su propensión de mandar a todos a la hoguera. Sí, ya sé, parece el cuento de Salem pero al revés. Sin embargo, el bardo lo ha relatado hace siglos, y así parece que es como ha sucedido.
10 comentarios:
si quieren dejar de engañarse y que los engañen, entren a mi blog http://elcuervorosarino.blogspot.com y sabrán en verdad quien fue el "señor" Perón.
interesante.
s2
Estimado Cuervo:
Ya has reproducido el contenido de tu post en la hermana página Todos Gronchos. En tal caso, lo hiciste con más oportunismo que ahora, ciertamente. Empero, si necesitás de mi comentario al respecto, diré que me parecen muy divertidas e ingeniosas tus elucubraciones, las que ya me han causado gracia unos días atrás cuando las leí en el otro lugar citado.
Empero ahora nos convoca una historia más dramática, más real y más concreta que las cuestiones de alcoba con rancio olor a calas que tanto solazan a determinados espíritus como escarnio de otros seguramente menos nobles, pero indubitablemente muertos.
Es bueno, mientras aprovechamos para dejar a los muertos en paz, y a los odios en el ropero junto a bufandas, pulóveres y abrigos de piel, ocuparnos de cuestiones más aciagas. De eso se trata el Libro del Abismo, que cobra a la luz de los actuales acontecimientos una notable actualidad. Trata sobre aquellas cosas que superan las rencillas de consorcio, y también las de alcoba. Aquellas cosas que trascienden. Sí: como el odio, pero al revés. En un sentido constructivo y no dañino e insolente... Nos vamos entendiendo.
Un abrazo y gracias por tu lectura.
je, si, basta elcuervo, bien lo de perón, pero ya lo pusiste del groncho y propagandeaste el blog varias veces por todos lados. Ya está
bien occam. No puede quejarse de la pareja presidencial, están estimulando su creatividad a niveles insospechados
Este estexto es suyo?Disculpe la ingnorancia,pero si lo es me pareció fantastico y si no fue genial que nos haya regalado este fragmento!!
Un gusto!
Saludos!
Genial, Occam. Increíble esa veta literaria. Un abrazo.
Gracias a todos por sus comentarios. El texto, según Maurice Jeantet ("Los ignotos orígenes del Libro del Abismo", Hachette, París, 1968) fue recopilado por el Beato de Calafayud de una colección de escritos del Archipreste Fraencius o Francius. De hecho, la atribución a este último prelado parece dudosa. Algunos -el mismo Jeantet en la obra mencionada- sostienen que Fraencius hace alusión a un origen franco; mientras que otros (Cichero y Vespucio Liberti, entre otros) consideran que alude a una pertenencia a la orden franciscana. La aparición de un par de manuscritos del Archipreste en el Monasterio de Cluny podría indicar la verdad de la primera hipótesis.
Cordiales saludos, y gracias por venir.
Extraordinario relato Occam. Cualquier semejanza con la actualidad argentina es pura coincidencia. Le pido por favor que continúe enviándonos los fragmentos que pueda encontrar de tan maravillosa saga.
Remito también, si me permite, a los lectores de este blog a conocer un poco más de la historia de Calígula (se escribe con c pero bien podría escribirse con k), hablando de otro monarca distinguido por la codicia y la locura.
Mis saludos
Si bien no me atrevo a sugerir que el Beato de Calafayud haya sido un fabulador, me permito dudar de la veracidad del texto que tan amablemente comenta.
En el Siglo XIII, los vikings (como decía Borges, si comenzamos por admitir la deformación "vikingo" pronto estaremos comentando la obra de Rudyar Kiplingo) ya estaban plenamente cristianizados, y consecuentemente, domados.
Ya no eran mas vikings, eran suecos, noruegos o daneses.
De todas formas, Maurice Jeantet es un autor muy serio (recuerdo haber leído un libro suyo donde se indagaban los también misteriosos origenes de unos mapas antiguos que mostraban la ubicación de la mítica Atlántida).
Así que quizá Occam, esta prodigiosa coincidencia entre nuestros actuales sufrimientos y los que relata la crónica nórdica, vayan mas allá del sugestivo hecho la portación sobre sus testas de importantes cornamentas de ambas parejas gobernantes, la pretérita y la actual.
Saludotes!.
Isáurico:
La crónica no proviene del siglo XIII. La que proviene del siglo XIII es la versión del Diácono Amadio de Salles. Como usted sabe, las sagas eran de tradición oral, y fueron recién recogidas por escrito, en la mayor parte de los casos, por los cristianos evangelizadores.
En cuanto a la palabra "viking", coincido en que su idioma debe escribirse así. En castellano, en cambio, rige la regla de sustituir la "k" por la "qu" cada vez que fuera esto posible. Así que su grafía castellana "viquingo" es correcta. Rudyard Kipling va a seguir así porque ha cambiado la norma. No ocurre lo mismo con la mayoría de los toponímicos (Londres, Berlín, Milán, París, Estocolmo, Copenague, Moscú, etc.) y con los nombres antiguos (Maquiavelo, Paracelso, Durero, El Bosco, Adriano, César, etc.).
Un abrazo, y gracias por su comentario. Muy divertido. No había advertido el tema de los cuernos.
También me sorprende la remisión al tema cartográfico de la Atlántida, que efectivamente abordó Jeantet, pero del que desconzco una versión traducida, y mi francés es muy pobre. Intentaré averiguar más al respecto.
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