lunes, 30 de junio de 2008

UNITARIOS Y FEDERALES

La cigarra y la hormiga

En una coyuntura en la que las actividades productivas son menospreciadas y vilipendiadas en favor de las especulativas y financieras, en que la sociedad es abiertamente confrontada y subestimada en su intelecto, y son mancilladas abiertamente sus aspiraciones de rectitud, de idoneidad, de honestidad y de concordia, vienen a cuento las siguientes reflexiones que Marcelo R. Lescano formulara en Imposturas históricas e identidad nacional (Ed. El Ateneo, Buenos Aires, 2004, págs. 113 a 122). En este texto podrá verse cómo en nombre de premisas accidentales, accesorias, gobiernos nefastos e intelectuales necios se ha puesto en riesgo la consecución de los grandes objetivos de la patria y la prosperidad y bienestar del conjunto. También puede apreciarse la primera "contradicción de clases" históricamente relevante, que como ha sostenido Thorstein Veblen (ver en este mismo blog) permea globalmente todas las capas de la sociedad en forma transversal, y que opone a productores y hombres de acción contra especuladores y hombres de contemplación, seres aislados de las duras circunstancias de la realidad, que desde su suficiencia y comodidad pontifican sobre lo que debe hacerse, mientras modelan en tubos de ensayo sistemas artificiales, conducentes siempre a la anomia y la disgregación.
Ahora sí. A continuación, el texto mencionado.

Hemos recorrido un largo camino. Éste brinda elementos para explicar la razón ontológica, quizás existencial, de nuestros desencuentros culturales, el siempre latente estado de conflicto y la incomprensión de nuestras posibilidades reales y actuales como sociedad y como nación que supo proclamar su independencia con el esfuerzo propio y el talento de los padres fundadores, con José de San Martín –incuestionablemente- en primer lugar y Juan Manuel de Rosas como custodio de la heredad geográfica que, guste o no, hoy constituye la República Argentina.

Esa apreciación no subestima al resto del patriciado. Simplemente, pone el acento en las figuras centrales de la vida de la nación. La Independencia se debe al genio y a la presión política sanmartiniana. Luego, la configuración casi definitiva de este hermoso y vasto espacio geográfico responde a la perseverancia del Gobernador de Buenos Aires y Encargado de las Relaciones Exteriores, quien, “a sangre y fuego” –como proclamó Monteagudo en el Norte y supo hacerlo Bismarck medio siglo más tarde en Alemania-, consiguió afirmar nuestros intereses territoriales frente a las agresiones de potencias imperiales y de vecinos codiciosos, frecuentemente acompañados, si no inducidos, por compatriotas desaprensivos como pocas veces ha registrado la historia comparada.

Unitarismo y federalismo representan dos culturas, dos formas de vida y, si se prefiere, dos proyectos nacionales. Para San Martín y Rosas, como para Washington y Lincoln, lo importante era la independencia y la unidad nacional. Para todos ellos, la elección de la forma de gobierno era secundaria respecto de esos objetivos. Es la lógica de lo principal y lo accesorio, que algunos todavía se resisten a utilizar.

El desencuentro argentino aún no está resuelto, como sí lo está el norteamericano, cerrado mediante una guerra que terminó por despejar las incógnitas. Este sangriento episodio tuvo vencedores y vencidos, más allá de la excepcional generosidad del general Grant con Lee, sus oficiales y soldados cuando se suscribió, en Appomatox City Hall, el acta de rendición de las tropas confederadas.

Para el federalismo argentino –o rioplatense, si se prefiere-, la independencia y la unidad nacional constituían los temas centrales, los verdaderos ejes de la acción política. Para los unitarios, en cambio, la libertad se ubicaba en el centro, era el núcleo de sus aspiraciones, incluso en momentos críticos para la nacionalidad. Según testimonio de John Lynch, los unitarios compartían ese temperamento, pero, como se verá, ni la conducta de sus prohombres ni sus declamaciones permiten compartir este aserto.

En esa atmósfera intelectual, Valentín Alsina le reprochaba a San Martín ser uno de los tantos que en la causa de América “no ven más que la independencia del extranjero, sin importársele nada de la libertad y de sus consecuencias”, recuerda Díaz Araujo en su trabajo sobre las ideas alberdianas. Esta confrontación entre independencia y libertad, quizá filosóficamente legítima, es impensable en los auténticos constructores de Estados.

Por si quedaran dudas, es oportuno mencionar otra vez a Sarmiento. En Argirópolis, éste afirma textualmente: “La independencia no era un objetivo en sí mismo; resultó meramente un método para lograr una mejor vida política y social”. Las diferencias responden, ciertamente, a un problema cultural, de valores políticos –si se me permite la expresión-, pero las consecuencias siempre serán irritantemente distintas. Creo que esa afirmación, producto de la madurez intelectual del autor del Facundo, resultaría incompatible con el fuerte sentimiento –common sense- político norteamericano que irradió la revolución en 1776 (Thomas Payne).

Mi interrogante, casi de naturaleza ontológica, existencial, me empuja a indagar si las libertades concretas (en definitiva, de ellas se trata y no de la libertad genéricamente entendida, porque ésta, como universo conceptual práctico, no existe) pueden llegar a ejercerse plenamente en una sociedad que no ha ganado todavía su independencia, o cuya fuerte fragmentación la enreda en discordias disolventes. Me parece que no. Por eso discrepo con el unitarismo. Éste equivocó la jerarquía de los valores políticos. Si el grupo o sus individualidades no entendieron que la consolidación de la nación en un territorio hegemónico era el presupuesto básico, esencial, para organizarse institucionalmente y elegir el camino que conviniera al futuro, entonces le faltó madurez.

Debido a esas discrepancias fundamentales no hemos resuelto todavía las cuestiones indispensables, estructurales, que siguen pendientes a pesar de haberse derribado al dictador y demonizado arbitrariamente su gestión como –estimo- no se ha hecho con otro personaje en la historia. Si los vencedores de Caseros hubieran valorizado correctamente la experiencia de la Confederación rosista y hubieran sacado provecho de sus innegables logros, se habrían evitado desgarradoras consecuencias, pero “se quedaron cortos”, no reelaboraron sobre la base de lo existente la organización nacional, ni siquiera como la entendían. Era una convocatoria y un desafío para la grandeza.

Creyeron, ideológica o utópicamente, que una simple acta constitucional que remitiera a los pactos preexistentes para afirmar una necesaria continuidad y garantizar ciertas libertades –que ya existían a fines de la década de 1840, esto es, una vez pacificado el país- era el pasaporte para un destino feliz que, sin embargo, no alcanzaban a comprender, al menos no como un sistema nacional ajustado a los requerimientos de concordia que demandaban las circunstancias. Si no fuera así, cómo se explica la irrupción de una violencia que duraría un par de conmovedoras décadas.

Vicente "Chacho" Peñaloza. Degollado frente a su familia por las tropas de Mitre. Sarmiento le envió una de las orejas del cadáver al Gobernador de San Juan para "tranquilizarlo" por la muerte del "bárbaro".

Los vencedores de Caseros y sus unitarios influyentes prefirieron las trampas doctrinarias ambiguas e interesadas antes que someterse al realismo subyacente. Recuerda Díaz Araujo que Bolívar, conocedor de las circunstancias de la región, había sostenido categóricamente que había que restablecer “la voz del deber” como un enfoque político adecuado para asegurar la gobernabilidad de nuestros países. Por supuesto, no fue escuchado.

Los federales eran una garantía para la tradición, una custodia del territorio, suponían fidelidad al orden constituido y abogaban por un sistema nacional y evolutivo de economía política, como lo demuestra la Ley de Aduanas (no confundir con el Código Aduanero, dictado por un gobierno de facto, y presupuesto dogmático del actual unitarismo), cuyos tempranos contenidos preceden al desafío de la economía clásica y cosmopolita de Adam Smith que encabezó formalmente Federico List con su Sistema Nacional de Economía Política (1840). Esta concepción no ecuménica se inspiró en la experiencia productiva del autor como ingeniero en los Estados Unidos, sumergida, por supuesto, en la especial atmósfera programática concebida por Alexander Hamilton en los comienzos de la nación.

Al igual que en los Estados Unidos, el federalismo argentino ha buscado nutrirse de sus propias realidades históricas y no de programas ideales o exóticos con escasa vinculación social. Dice Ricardo Zorraquín Becú que “la pedantería intelectual (de la otra facción) la llevó a considerar factible la soñada transformación del país mediante preceptos legislativos” [hoy día, ni siquiera: alcanza con una resolución del ministro de economía], lo cual ratifica la falta de realismo que la llevó a su propio derrumbe.

En cambio, el Pacto Federal del 4 de enero de 1831, extraído de las entrañas de la sociedad política y de su experiencia histórica, es, en definitiva, el antecedente constitucional irrevocable, como lo fueron los famosos Artículos de Confederación en el país del norte (1776), formulados una década antes de la aprobación de la Constitución por todos los Estados de la Unión.

Los frustrados intentos constitucionales de 1819 y 1826 (de indisimulado linaje unitario antes que liberal, más allá de la vinculación ideológica) terminaron desencadenando la fragmentación política, colonización, anarquía, guerra civil y exterior y, finalmente, la dictadura, como remedio clásico, universal, frente al vacío. Es que no contemplar escrupulosamente la idiosincrasia de la sociedad donde ese cuerpo básico debe regir es garantía de conflicto, y así sucedió también después de Caseros.

El conflicto permanente. La nueva idiosincrasia que nos dejaron.



Los unitarios, según se anticipó, han mostrado desaprensión territorial, cultural, religiosa, y escasa vocación empresaria, dada su función de auxiliares del mundo mercantil y librecambista, generalmente en provecho de intereses exógenos no siempre compatibles con los de las Provincias Unidas y sus producciones locales.

El tema no es nuevo ni responde a las “internas” fundacionales. En noviembre de 1818, William Bowles, en informe oficial al Foreign Office, afirma: “El plan de la Corte de Río (de Janeiro) en este momento parece ser el de debilitar y perturbar al gobierno de Buenos Aires en todo lo que sea posible y a ese propósito, Montevideo (a la sazón ocupada por el Imperio) ofrece asilo a toda persona proscripta o desterrada de aquí. El general San Martín es el único de los vinculados con el gobierno actual que se muestra enemigo de la conexión con la Corte del Brasil”.

Si los miembros del partido “de las luces” no hubieran monopolizado esas inconvenientes condiciones, resulta difícil pensar que habrían podido aprovechar el gobierno de Rivadavia para que éste, en una atmósfera adversa, suprima por decreto en 1826 los festejos celebratorios de la Independencia con el pretexto de que “irrogan perjuicios de consideración al comercio e industria”. El bueno juicio fue restablecido con júbilo mediante la derogación de esa norma el 11 de junio de 1835, apenas designado Rosas por segunda vez gobernador de la provincia de Buenos Aires.

La arrogancia y la suficiencia de los unitarios para con los nativos, junto con manejos bancarios de dudosa transparencia, como ocurrió frecuentemente con el Banco de Descuentos (1822), a la sazón conducido por los comerciantes ingleses asistidos por los doctores porteños, dificultaron las cosas. Luego, en el ambiente incierto y de sospecha que rodeó al famoso empréstito Baring Brothers (1824), el descrédito del emblemático grupo hizo insostenible su permanencia pacífica en el poder.

Bernardino González de Rivadavia

Los descuidos y provocaciones contra la fe profundizaron las brechas. Don Julián Segundo de Agüero (cura unitario) fue un exponente de ello. Cuenta el general Paz que no se lo ve tomar el breviario, pero sí chacotear, inclusive sobre sexo (Los curas de la Revolución, Jorge Myers). Si se examinaran imparcialmente sus aciertos, la mayoría de ellos vería disminuida sus proporciones y sus imágenes caerían sin estruendo. De Rivadavia dijo lord Ponsomby que no podía: “decir nada bueno como estadista ni como titular del gobierno…”.

Sin ánimo de incurrir en falsas caracterizaciones, es oportuno tener presente que el golpismo tan dañino a nuestra experiencia histórica, tiene firmes antecedentes unitarios. Recordemos cronológicamente los sucesos más trascendentales: Lavalle contra Dorrego (1828), Paz contra Bustos (1829), Urquiza contra Rosas (1852), a pesar del origen federal del entrerriano. Rosas, contrariamente a los términos de la leyenda que lo muestran como personaje de ambiciones desproporcionadas, sin embargo, en 1826 se negó a derrocar a Rivadavia.

Aunque pueda parecer fuera de lugar, es ilustrativo saber quiénes fueron unitarios y quiénes fueron federales, sobre todo en los tiempos fundacionales de la nación. Debe subrayarse que en el grupo federal encabezado inicialmente por Saavedra y Artigas, figuraron caudillos de relevancia como Rosas, quien además de gran organizador, como empresario llegó a tener sesenta arados operando al mismo tiempo. Según Beatriz Bosch, Quiroga, Ramírez, López, Urquiza y otros, han sabido sobresalir, además, como verdaderos e innovadores hombres de negocios. Así sucedió también en el norte con Washington, Adams, Jefferson y Madison, por no citar sino a los precursores, todos farmers, o mejor, landlords, considerando la extensión y diversificación de su propiedades y producciones.

Aquellos federales, al mismo tiempo, estuvieron acompañados por héroes militares, como Guido, Pacheco, Lucio Mansilla, Guillermo Brown, Álvaro de Alzogaray, Pinedo, Thorne, junto con calificados profesionales, como fueron Manuel Moreno, Vicente López y Planes, Dalmacio Vélez Sarsfield, Felipe Arana, Pedro De Angelis, Baldomero garcía, el joven Bernardo de Irigoyen y tantos otros que se destacaron en sus propios ámbitos de actuación.

Bien, el unitarismo, por su parte, estuvo generalmente integrado por gente más afín a los servicios profesionales que a la producción, como Mariano Moreno, aunque su prematura muerte impide saber si se hubiera enrolado en esa facción, como no lo hizo Manuel Belgrano cuando optó por tomar la espada para consolidar la independencia. Los acompañó en el grupo Juan Bautista Alberdi, prominente jurista, y toda una constelación de auxiliares mercantiles y de consejeros financieros, como Félix Castro y Manuel José García; éste de ingrata memoria por la forma como arregló la paz con Brasil (1827) en carácter de delegado de Rivadavia y, según él, siguiendo instrucciones que siempre fueron desmentidas.

Manuel José García

La verdad es que los negocios, al menos los productivos, no llegaron a cautivar a los unitarios. En esto los federales se aproximaban más a los padres fundadores del norte. No es un dato menor para entender a la Argentina moderna y pretérita.

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